Wendy and Lucy es una historia sobre la amistad. En compañía de su perra Lucy, Wendy se traslada a Alaska para desempeñar un nuevo y lucrativo trabajo en una fábrica de conservas de pescado. Todo va bien hasta que, al cruzar el estado de Oregón, su modesto Honda Accord de los 80 se avería y tiene que llevarlo a un taller. Sus recursos económicos son tan limitados que acaba robando en un supermercado una lata de comida para perros, pero es descubierta y llevada a comisaría. Cuando, a las pocas horas, es puesta en libertad, resulta que Lucy ha desaparecido. Wendy tendrá entonces que recuperar a su perra y pagar la factura del taller. Así las cosas, tanto su dinero como su autoestima irán disminuyendo cada vez más.
Top 10 Mejores películas del año (American Film Institute 2008)
- IMDB Rating: 7,1
- Rottentomatoes: 85%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
Una chica, una perra y un auto. Eso es todo lo que necesita Kelly Reichardt para hacer una pequeña gran película, capaz de dar cuenta del triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Filmada con un presupuesto equivalente al que en Avatar apenas si pagaba el catering de una semana de rodaje, Wendy and Lucy es además una película consecuente consigo misma: su producción es tan austera como su estilo, seco y despojado. Esto no implica, sin embargo, que se pueda hablar de minimalismo: es verdad que Reichardt se libra de todo aquello que no es absolutamente esencial a su relato, pero al mismo tiempo Wendy and Lucy consigue trascender aquello que narra, su pequeña anécdota, para terminar describiendo un estado de situación mucho más amplio, que habla de un nuevo desencanto del famoso sueño americano.
No deja de ser sintomático que una película que tiene todo el espíritu de una road movie empiece con un auto que ni siquiera se puede poner en marcha. Se supone que Wendy (Michelle Williams, estupenda) y su cariñosa perra Lucy vienen viajando de lejos en su destartalado Honda Accord. Pero para cuando llegan a una ciudad como tantas del estado de Oregon, en su improbable viaje a Alaska, el coche una mañana se niega a seguir. El asunto es más grave de lo que parece, no sólo porque la reparación saldría más cara de lo que vale el auto, sino porque ese auto es el hogar de Wendy and Lucy, su único refugio, el último madero al que parecen poder aferrarse. La plata también empieza a escasear y una idea malhadada de Wendy, que la lleva a pasar unas horas en la cárcel, implica que pierda a su querida Lucy. Su deambular en busca de Lucy por ese pueblo monótono, casi vacío, que parece salido de un mal sueño, expresará muy bien la soledad casi metafísica de Wendy.
A diferencia de lo que sucedía con el llamado Nuevo Cine Americano de los años ’70, donde salir a la ruta implicaba conocer otros mundos y nuevos personajes, toda una realidad sucia y dura pero viva que Hollywood parecía haber escondido debajo de la alfombra, en Wendy and Lucy la protagonista ya casi no tiene con quién encontrarse. Salvo por ese veterano empleado de seguridad que se pasa doce horas por día vigilando una playa de estacionamiento siempre desocupada (“Es mejor que mi trabajo anterior”, dice, con lo cual ya da una idea del estado de las cosas), Wendy prácticamente no tiene un verdadero diálogo con nadie. Los hippies con quienes al comienzo se cruza cerca de un playón de ferrocarril –y que ya vuelven vencidos de esa Alaska a la que Wendy pretende llegar– son figuras del pasado, fantasmas de un cine con el que Kelly Reichardt sin duda se siente identificada pero que sabe que ha quedado definitivamente atrás.
Los largos de trenes de carga que abren y cierran Wendy and Lucy –una imagen icónica de la idea de libertad y del viaje al margen del sistema– recuerdan a los de Pasajeros profesionales (1972), de Martin Scorsese, y a los de Esta tierra es mi tierra (1976), de Hal Ashby. La sombra de la Gran Depresión de los años ’30 de la que daban cuenta estas películas está allí, a la vuelta de la esquina. Pero ahora ese mismo paisaje parece definitivamente vaciado de toda esperanza. Ya no hay otros desclasados con quien compartir el viaje. Ya no hay tampoco con quién enfrentarse. Como en una novela apocalíptica (¿The Road, de Cormac McCarthy?) apenas queda el instinto de seguir adelante, de sobrevivir.
Una crónica de Wendy and Lucy no debería dejar de consignar la precisión de los fugaces retratos que hace Reichardt de las pocas figuras que pasan por delante de su cámara: los dos fugaces planos mudos, por ejemplo, que le dedica al rostro de la compañera del guardia del estacionamiento parecen expresar el infinito cansancio de toda una vida. ¿Será así Wendy en el futuro? No se sabe, pero en principio no está dispuesta a rendirse. Piensa llegar al final de ese camino que ella misma ha trazado en un mapa, cada vez más ajado. No queda claro qué busca ni qué la espera en la meta. Y quizá sea la última en intentarlo. Pero viendo la película de Reichardt no se puede sino sentir que vale la pena seguir adelante. (Luciano Monteagudo – pagina12.com.ar)
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