En Through a Glass Darkly y durante un hermoso verano, un escritor, siempre demasiado ocupado y de temperamento frío y distante, va a pasar unos días con sus hijos, un adolescente y una joven con problemas mentales, que está casada con un médico que la cuida con gran ternura. Su estancia en la isla donde viven sus hijos desencadena una crisis que los afecta a todos, pero especialmente a él, porque toma conciencia de su incapacidad para darle a su familia lo que espera de él.
Mejor Película Extranjera en los Premios Oscar 1961
Premio OCIC en el Festival de Berlín 1961
- IMDb Rating: 8,1
- RottenTomatoes: 100%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
Estudiada con detenimiento, es poco osado el considerar que la década de los sesenta marcó el culmen de la expresión creativa de Ingmar Bergman. Cierto es que en los cincuenta labró cuatro filmes supremos: Sawdust and Tinsel (1953), The Seventh Seal (1956), Wild Strawberries (1957) y The Virgin Spring (1959); pero una vez terminado el decenio, se despojó en forma definitiva de cadenas que lo engrillaban tanto en su ideología personal como en su modo de abordar el aspecto formal de hacer cine.
Con Through a Glass Darkly, Bergman inauguró ese doble sendero. Por un lado, expresamente ha dicho que la película representó el período de su vida en que se le planteó la “total disolución de toda noción de un tipo de salvación sobrenatural”. Por el otro, comenzó a despegarse con mayor determinación de cierto estilo teatral con el que abordaba la forma de articular su cine y del que, a propósito de su también exitosa carrera como dramaturgo, se le solía acusar.
La película, a posteriori, es considerada como la primera parte de lo que ha sido conocida como la ‘trilogía de la ausencia de Dios’ (seguida por Winter Light y The Silence); un Dios, para Bergman, desdeñoso, cuya indiferencia respecto al abandono de sus criaturas sólo podría deberse a una de dos verdades: o bien, a que es un ser malévolo que se regocija con el sufrimiento humano o, sencillamente, a que en realidad no existe. Situada en la isla de Farö, en el Báltico sueco, en apenas los 10 primeros minutos de Through a Glass Darkly queda establecido el perfil de los cuatro personajes involucrados, los puntos de contacto entre ellos y también las acentuadas fisuras que los distancian. Karin (Andersson) rodeada de su esposo (Von Sydow), su padre (Björnstrand) y su hermano Minus (Passgard). Los 4 ensimismados en sus propios problemas: el padre, escritor, en búsqueda de la máxima expresión de su arte; el esposo, queriendo encontrar en la satisfacción sexual la recompensa al amor y paciencia ofrecidos a su mujer; el hermano, padeciendo además del final de la adolescencia con su propia problemática, el espinoso añadido del extravío de su identidad sexual; ella, sufriendo por partida triple: por los años de abandono paterno, por la ofuscación mental que le produce la esquizofrenia y por el resquebrajamiento de su fe; por la ausencia o indolencia de Dios.
En lo que, desde temprano en su carrera, ha quedado establecido como una de las marcas registradas de Bergman, nos toca como espectadores estar presentes en esos momentos cruciales de la vida de los personajes en los que estalla toda la carga emotiva que llevan soportando de mucho tiempo atrás y se vuelve impostergable e inexorable el estallamiento del frágil filamento que preserva la calma; todo queda salpicado de severas y lastimosas recriminaciones. Se trata de una familia que, como diría Peter Bradshaw sobre los personajes de Archipelago (2010) de Joanna Hogg, es puesta “en situaciones de intimidad sin que tengan ni el interés ni la aptitud para ser íntimos”. Los resentimientos y la ansiedad tienen rebosado el ambiente. La tensión busca afanosamente una válvula para escapar y, por supuesto, a la menor provocación la encuentra.
En el aspecto formal, Bergman enfatizó la apuesta por los primeros planos, signo fundamental en su lenguaje, al que le pudo extraer cada milímetro de expresión gracias tanto al inconmensurable talento del mago de la luz, Sven Nykvist (a partir de este filme el cinefotógrafo imprescindible de Ingmar), para iluminarlos y encuadrarlos de forma siempre hermosa, inventiva y elocuente, así como a su portentosa cualidad para encontrar el tono idóneo de interpretación de sus de por sí talentosos actores. La oscilación entre los close-ups y las tomas abiertas con las que dimensiona a los personajes recortados contra un paisaje tan magnífico como intimidante, en el que todo está rodeado por el cielo y el mar, le permite al director explorar a detalle su estudio sobre el rostro humano, sobre el poder de la mirada y cuanto nos dice y deja de decirnos del alma que la dirige, al tiempo que la coloca en el contexto de una enormidad que la rebasa.
Bergman ha explicado que al estructurar Through a Glass Darkly fue fuertemente influenciado por la relación que vivía con su entonces esposa Käbi Laretei, aclamada concertista de piano. Imbuido en su aprendizaje musical encontró la forma para articular sus obras fílmicas a manera de música de cámara (que se construye como un cuarteto de cuerdas en tres movimientos en el que variaciones de un mismo tema son interpretadas por cuatro instrumentos y en la que tanto la composición como la instrumentación son exiguas). El sueco llamó precisamente a este tipo de cintas, entre las que esta trilogía se incluye, piezas de cámara.
Vista por la superficie la película parecería una pulcra historia, impecablemente contada, y nada más. Observada con atención al detalle, es una cinta minuciosamente construida, en la que cada plano informa mucho más de lo que las líneas dan a leer: la iluminación –que evade los contrastes y se regocija en la palidez del gris-, la forma de componer el cuadro que captura la cámara, la manera en que se relacionan los personajes, lo que dicen y dejan de decir, el modo en que la cámara se mueve sigilosa en torno a ellos, explora mucho más tanto de la personalidad de cada uno de los cuatro, como del tipo de relación entablado entre ellos debajo de esa superficie que suele estar llena de máscaras y de sombras engañosas.
Pese a todas las virtudes enunciadas, Bergman mismo la considera un filme fallido. Alude al vocablo ‘gewollt’, de origen alemán, que se utiliza para hablar de un arte que no es puro, que está infestado por un elemento controlador; una deliberada imposición de ideas, dice el director sueco, que termina siendo estéril y, por encima de todo, antiartística. Paradójico toda vez que justamente, además del tema del anhelo por encontrar la respuesta de un Dios ausente, el de la auténtica misión del artista sea otro de los ejes conceptuales de la película y que, es evidente, también radiografía el momento de intensa duda por el que pasaba Bergman. Por lo que podemos certificar, sólo él sabe el dolor que padeció durante el trance, pero salió de él luminosamente fortalecido. Cuando menos en su misión como artista. (Alfonso Flores-Durón y M. – EnFilme.com)
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