Throne of Blood sucede en el Japón feudal, siglo XVI.  Cuando los generales Taketori Washizu y Yoshaki Miki regresan de una victoriosa batalla, se encuentran en el camino con una extraña anciana, que profetiza que Washizu llegará a ser el señor del Castillo del Norte. A partir de ese momento, su esposa lo instigará hasta convencerlo de que debe cumplir su destino. Adaptación del «Macbeth» de William Shakespeare.

  • IMDb Rating: 8,1
  • RottenTomatoes: 98%

Película / Subtítulos

En el Japón feudal del siglo dieciséis, los generales Washizu (Toshiro Mifune) y Miki (Minoru Chiaki) regresan de una batalla. En el camino de vuelta se pierden en un laberíntico bosque por los efectos de una pesada niebla. El encuentro con un inesperado espíritu capaz de desvelar el futuro de los guerreros, cambiará radicalmente sus destinos.

Contemporánea de El Séptimo Sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman) y de El Puente sobre el Río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean), nada menos, Throne of Blood emerge en 1957, como la gran transposición al cine de Macbeth de William Shakespeare.

La gran apuesta de Akira Kurosawa es optar por una elegante emancipación del relato original. Así que trabaja con un modelo de correspondencia intertextual que cambia completamente el escenario. Además, a diferencia de la versión de Orson Welles (Macbeth, 1948), la película es netamente visual, y claro, viniendo de un texto de Shakespeare, puede sonar extraño. Sin embargo, una vez visto el resultado, está claro que el estilo de Kurosawa acaba por hacer suyo plenamente el texto y logra sublimar en imágenes el corazón de la obra.

Es probable que el enredo dialéctico (que sí utiliza la versión de Welles) le hubiese restado esa potencia estética tan adherida al director japonés. La versión de Kurosawa recoge las piezas literarias, para reconfigurar su mensaje y traducirlo al lenguaje cinematográfico, rompiendo así, la teatralidad que se le supone a una adaptación de estas características. Todo un acierto.

El juego bidireccional entre la dramaturgia de los clásicos griegos y la mitología oriental se entremezcla en la frase lapidaria que ejerce de alfa y omega de la trama: “La trayectoria del demonio es el camino del destino y nunca cambiará su rumbo”. En la mitología griega, los Hados tejían el devenir de los hombres y los dioses, y nadie escapaba a él. Throne of Blood es la historia, en definitiva, de aquel axioma tan arraigado en sendas culturas. Kurosawa recicla la metodología de la tragedia griega, para construir su personal círculo de ambición, en torno al regio destino de Washizu.

Los coros enmarcan el relato. Es la voz de la sabiduría que entona la irremediable fricción entre el sentido común y los hechos. También está presente la figura del mensajero que gira los acontecimientos recursivamente y hace avanzar la trama. Por último el juicio, del que se encargará el hijo de Miki, heredero al trono, junto al grupo de rebeldes sumados a su causa. Al igual que en los clásicos, en Throne of Blood, subyace un discurso aleccionador, reconocible y universal. Se podría decir, que mientras el texto original de Shakespeare se desvanece, en cambio toma forma el aroma mítico de Esquilo, Sófocles o Eurípides.

El director usa un programa simbólico de gran riqueza. Hay innumerables alegorías que prefiguran la tragedia, como esa música disonante de los créditos a tono con la historia. Es fácil asociar las notas con la mente atormentada de Washizu. Más evidente aun, es la niebla. Se cuela como protagonista principal. Es la causante de esa atmósfera claustrofóbica presente en toda la película, pero sobre todo es la gran metáfora del tema central de Throne of Blood, que no es otro que la ambición, que al igual que la niebla, es cegadora. Aunque la que se lleva la palma es la fantasmagórica presencia del bosque.

El bosque encantado, icono recurrente en toda leyenda medieval, esboza un laberinto que pone a prueba al guerrero antes de alcanzar la virtud o la tragedia inherente a la condición humana. El viento, la niebla, los miedos del alma… convergen en esa especie de limbo en el que la voz penetrante de una anciana revela la dicha desdichada. Igual que el canto de una sirena que acaba por devorar la mente de quien la escucha.

Es curioso el papel de los personajes femeninos en Throne of Blood. No abundan, pero cuando aparecen son oscurísimos. La mujer de Washizu (Isuku Yamada) es la encarnación de la codicia. La puesta en escena de las conversaciones entre ambos refleja una relación tan tóxica como determinante para el aspirante al trono. Él se deja embaucar y el espectador percibe, gradualmente, la lúgubre metábasis que sufre. Para enfatizar la venenosa relación, Kurosawa emplea múltiples detalles, como el uso sutil del sonido para convertir los andares de la mujer en diabólicos pasos acompasados (volvemos a la frase grabada en el monolito) hacia lo irremediable.

Respecto a la dirección de actores, también es llamativo el contraste entre la quietud de las mujeres frente a la gestualidad de los hombres. Mifune, actor por excelencia del director, inunda la pantalla y proyecta toda la gama pasional de su lucha interna. La angustia descarnada de Washizu en la escena final, que volverá a ser citada en Ran (1985), rompe ya completamente con el juego contención/explosión emocional muy polarizado de todos los actores, acorde con el método de teatro Noh. Finalmente, refleja el drama con toda transparencia y radicalidad. El tan anhelado Castillo de la Tela de Araña se convierte en una trampa, en la que Washizu se enreda en una red de flechas, como una presa agonizante que gasta sus últimas fuerzas en vano.

Al contrario que Washizu, uno se deja apresar, sin lucha, por la atmósfera onírica de su propuesta; por la pasión con la que trabaja cada puesta en escena; y por la perfección estética de la que siempre hace gala Kurosawa. Con él, la cámara muta en pincel. Las escenas se envuelven de un halo romántico, donde las composiciones son cuidadísimas y los trazos se difuminan, tan sueltos como en la mejor pintura veneciana. Throne of Blood es por derecho, una de las grandes piezas artísticas del maestro japonés. (Mario Cea Millán – ElEspectadorImaginario.com)