En The World’s End, cinco amigos de la infancia se reúnen después de 20 años para probar suerte en una maratón alcohólica que nunca pudieron llegar a completar. Gary King, un cuarentón que todavía no ha conseguido superar la adolescencia, convence a sus cuatro amigos y los arrastra a su pueblo natal en un desesperado intento por llegar al famoso pub The World’s End. Pero mientras intentan reconciliar el presente con el pasado, empiezan a darse cuenta de que la auténtica lucha debe librarse por el futuro, y no solo el suyo, sino el de toda la humanidad.
- IMDb rating: 7.0
- RottenTomatoes: 89%
La génesis del culto a un director o a un trabajo añejo tiene una causa tan poco racional como diferente en cada caso. Sin embargo, las directrices que rigen el culto instantáneo cambian las condiciones del fenómeno: sin entrar en detalles, el movimiento trataría de definir un target muy específico, bien por espíritu de comunión, bien por vocación comercial, al que se pretende seducir. La clave, por supuesto, está en saber cómo. Pero una vez logrado, cambiar los platos de este menú cinéfago puede ser un jugada peligrosa.
Y es que el habitual y escrupuloso aparato multirreferencial que Edgar Wright brinda en sus películas a sus adeptos como director de culto que es, ha sufrido una transformación más que notable en The World’s End. Ha pasado de ser un instrumento recreativo a poder ser entendido como un amago de narcisismo, puesto que se nutre de aquellos elementos formales y narrativos, no importados, que le encumbraron como cineasta freak. Al margen de algún que otro chiste menor y recurrente como el abuso en los saltos de vallas, véanse: desde los cameos de viejas caras conocidas del serial Spaced (1999-2001), al espectacular eclecticismo sensorial de Scott Pilgrim vs The World, pasando por las nociones de la plaga de Shaun of the Dead, 2004 y de la conspiración ruralita de Hot Fuzz, 2007.
No obstante, existe un factor que no ha de ser pasado por alto en la enésima comedia de fantaterror de Wright, que diluye dicha sombra onanista: la nostalgia como motor omnipotente de The World’s End, plausible dispositivo de la homilía más coherente y profunda de su carrera (de la que también es responsable Simon Pegg, coguionista del filme); la marginación de quien vive anclado en el pasado, en la fuerza del recuerdo adolescente de una noche mágica, frente a la racionalidad de la madurez alienada, que antepone lo que se espera del hombre a su libertad, en una ilusoria e inestable construcción de felicidad. El dilema eterno, la masa frente a los outsiders –independientemente de la validez de sus discursos, que es lo que hace oscilar la cinta entre la buddy movie y el drama, o lo que es lo mismo, entre la borrachera adolescente y las reuniones de Alcohólicos Anónimos–. Por eso, el primer contacto con la fantasía del guión reside en la improbable (casi imposible, deberíamos decir desde el punto de vista de la casuística occidental) reunión de los cinco amigos: el “ya nos llamamos si eso” es la ley universal que prevalece en estas situaciones.
Ni la pulcritud del virtuosismo formal (sobre todo en las escenas de acción) que ya demostrara en Scott Pilgrim, con hipnotismo lisérgico pero sin dejar que la adrenalina conquiste el obstáculo de la acción, ni el equilibrio entre gags físicos (ese gran “sándwich de mermelada”) y verbales (los originales nombres de los pubs que contribuyen a engrandecer la “mitología Wright” o la descacharrante búsqueda de un nombre para la plaga de robots) son muy relevantes para perfilar la filosofía de una cinta que sugiere mucho más de lo que parece ofrecer. Así, el arranque marca de la casa, de frenético montaje, funciona como honesta declaración de las nostálgicas intenciones de Wright, al tiempo que fideliza el estilema de hibridación de géneros que parodia estructuras narrativas de relatos heroicos (protagonizados por su indeleble pareja fetiche Pegg-Frost). Solo que, en este caso, el director británico juega con una probabilidad diferente, por la poca distancia con la que se construye: la crítica a la crisis mundial es más que obvia.
“Errar es humano” es la sentencia conclusiva que podría explicar cada secuencia de The World’s End. La sempiterna alusión al síndrome de Peter Pan es solo el medio para hablar del verdadero objeto, el hombre como animal de costumbres autodestructivas. Apuntarse a la moda del Apocalipsis es otro truco de visibilidad: hace unos meses se estrenaba en nuestros cines su prima hermana, Juerga hasta el fin (This Is the End, Evan Goldberg y Seth Rogen, 2013). Pero, mientras que en la película americana el mal rollo zanjaba súbitamente la fiesta e invitaba a la reflexión existencialista de sus perpetradores, Wright utiliza la bebida como etérea conductora de una catarsis; comienza como pócima mágica del recuerdo, para mutar en bálsamo reparador del olvido y del paso de página. Aunque, la fórmula de la nostalgia juvenil en un filme dirigido a espectadores creciditos hará que más de uno vea a Gary como ídolo bravío y nunca como perdedor. (Javier Moral – ElEspectadorImaginario.com)
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