The Sopranos es la crónica de la vida cotidiana y de las aventuras personales y profesionales de una familia mafiosa que vive en Nueva Jersey. Son gente sencilla, pero implacables en sus ritos y tradiciones. La trama se basa en las confidencias del «capo» Tony Soprano a su psicoanalista, la doctora Melfi.
- IMDb rating: 9.3
- RottenTomatoes: 95%
Un jefe mafioso, corpulento y temible, está preparando una barbacoa en el jardín de su lujosa casa. Con un habano entre dientes y aire de satisfacción, contempla sonriente la bandada de patos que tiempo atrás decidió vivir en su piscina. La visión de aquellos animales es prácticamente lo único que produce una expresión feliz de su rostro. Pero de repente, notando la llamada del otoño, la bandada de patos alza el vuelo y abandona la piscina, alejándose en la distancia: están emigrando. Tony Soprano, el capo mafioso más viril, violento e imponente de la pequeña pantalla, no puede soportar la marcha de unos pequeños patos. Le empieza a faltar la respiración. Todo da vueltas alrededor suyo. Finalmente se desmaya. Ha tenido la primera de las crisis de pánico que le asaltarán en momentos de tensión. Muy a su pesar tendrá que empezar a visitar a una psiquiatra, donde descubrirá el origen de todos sus males: la relación disfuncional que mantiene con su madre.
Así, con los problemas emocionales de uno de los más grandes personajes de la ficción de las últimas décadas, se desencadena una de las más grandes series dramáticas emitidas en la pequeña pantalla. La serie que, sin lugar a dudas, puso al formato televisivo en igualdad de condiciones con el cinematográfico. Aunque siempre han existido grandes series de televisión, antes de la década del 2000 a nadie se le hubiese ocurrido plantear la idea de que el drama en la pequeña pantalla podía estar, no ya al nivel del drama cinematográfico del momento, sino incluso por encima. El cine gozaba de un aura de superioridad intrínseca que parecía intocable… hasta que llegó The Sopranos.
Hay hitos culturales que sencillamente cambian la percepción de las cosas: el jazz siempre fue una música muy rica y compleja, pero muchos la consideraban un estilo “menor” hasta que aparecieron el “bebop” de Charlie Parker o los barrocos virtuosismos de Art Tatum. La guitarra eléctrica era considerada un instrumento de segunda hasta que llegó Jimi Hendrix, así como la guitarra española fue menospreciada antes de Joaquín Rodrigo y Andrés Segovia. O como casi nadie se tomaba la “música popular” en serio hasta que los Beatles empezaron a editar una canción inmortal detrás de otra.
No se trata de que no hubiese grandes jazzmen antes de Parker o de que no hubiese grandes músicos clásicos dedicados a la guitarra antes de Rodrigo. Los había. Pero por uno motivo u otro —normalmente porque la calidad llegaba a unas cotas que no podían ser negadas ni por los detractores— fueron estos nombres quienes convencieron al mundo de que su arte no era en absoluto menor, y que podía medirse de tú a tú con sus respectivos “hermanos mayores”. Esto es lo que The Sopranos hizo por las series de televisión. Por algún motivo es otra de las serias candidatas a poder ser considerada ”mejor serie de la historia”.
Para explicar por qué aparece “de la nada” algo tan revolucionario como The Sopranos hay que explicar en qué contexto fue producida.
Las grandes cadenas norteamericanas habían empezado a cuidar la calidad de sus series desde que surgió una competencia feroz —el vídeo— y hay ejemplos de una nueva voluntad de experimentar incluso en las tres cadenas más tradicionales y mayoritarias: NBC lo hizo con Hill Street Blues, ABC con Twin Peaks o CBS con Doctor en Alaska. Pero ninguna de ellas tenía poder como para romper con los moldes. Eran series cuidadas, con guiones brillantes y algunos buenos momentos narrativos, pero a nadie se le había ocurrido ambicionar una narrativa que compitiese en igualdad de condiciones con la del celuloide. Bueno, David Lynch lo intentó con Twin Peaks y aquello fue lo más parecido que hubo a un fenómeno “sopranista”, pero el loable experimento estaba maldito desde su base. Twin Peaks era más bien un ejercicio de traslación del microcosmos de Lynch a la pequeña pantalla, su moderna versión de Alfred Hitchcock Presenta, y no tanto un producto concebido desde cero para los requerimientos de la TV. Tras un enorme éxito inicial en el que influyeron tanto su calidad como lo atractivo de la novedad quedó claro que Lynch estaba haciendo, más que un programa de televisión como tal, una de sus películas a capítulos. El resultado: una gran serie que la cadena no entendió y contribuyó a arruinar, matando la gallina de los huevos de oro en la segunda temporada con decisiones argumentales que pensaban más en la audiencia semanal que en la serie como una obra completa.
La cadena de cable Home Box Office, HBO, existe desde los años setenta, aunque antes de The Sopranos a casi nadie le hubiesen sonado esas siglas fuera de Estados Unidos. Era una cadena de pago exitosa, que había tenido sus momentos de gloria como la retransmisión del último combate entre Muhammad Ali y Joe Frazier o la emisión de la inolvidable serie infantil Fraggle Rock, pero cualquier cadena tiene sus pequeños o grandes hitos a lo largo de su historia y no había una etiqueta reconocible o un “estilo HBO” del que tuviésemos noticia en España, por ejemplo. Lo que primero hizo resonar las siglas en nuestra orilla del Atlántico, justo antes del estreno de The Sopranos, fue el enorme éxito de Sex and the city (“Sexo en N.Y.”) pero —aunque nunca he visto la serie— no he oído de nadie que la cite como un producto artísticamente revolucionario.
Sin embargo, HBO ya había estado trabajando en un nuevo enfoque para las series dramáticas. En mitad de una fuerte competencia apostaron por la calidad, lo cual conllevaba tomar decisiones arriesgadas y poner en juego mayores presupuestos. Empezaron a gastar más dinero y recursos en atraer a buenos guionistas, en realizar castings más elaborados y en asegurar que sus productos finales ofreciesen algo más que la típica “serie culebrón” basada principalmente en giros argumentales sorprendentes (un formato que estaba empezando a sufrir ya las consecuencias de una nueva y más llamativa oferta: talk shows y reality shows que ofrecían las mismas sorpresas por presupuestos mucho menores). La HBO consideró que seguía habiendo un espectador para las series, pero que era más exigente o al menos más pronto a distraerse con otras cosas. No había que imitar el formato cinematográfico como hizo Twin Peaks, pero sí imitar los cuidadosos procesos de producción del cine. No se trataba de hacer cine en TV, sino de hacer pura TV pero pasando por los mismos estadios creativos y de control de calidad que el cine.
HBO estrenó su formato de serie dramática de capítulos de una hora con Oz, que narraba la vida en el interior de una cárcel de alta seguridad. Fue la primera de las que hoy conocemos como típicas “series HBO”. Cuidaban el guión, la producción y el reparto al máximo; además, al ser emitida por cable, ofrecía contenidos más extremos que los admitidos en las series de las cadenas en abierto. Casi universalmente alabada por la crítica, tampoco Oz tenía todos los condicionantes que requería la serie destinada a dinamitar los moldes. Pero era un ensayo general de lo que estaba por venir.
Como sucede con otros grandes productos de HBO —aunque hay excepciones— The Sopranos es una serie de género: narra las circunstancias que rodean a una familia mafiosa de Nueva Jersey, pero resumirla así es como no decir nada. Va mucho más allá de su género, no en la forma, pero sí en el fondo. Si The Wire es una serie social camuflada de argumento policial y si Deadwood es una serie filosófica camuflada de género Western, The Sopranos es la serie psicológica camuflada con aventuras mafiosas.
El creador de la serie, David Chase, había pensado en una película con argumento centrado en un mafioso que tiene una relación problemática con su anciana madre, ladina y manipuladora, a la que está emocionalmente sometido. Chase, de hecho, se había inspirado en la relación con su propia madre para desarrollar la historia. Cuando el proyecto de largometraje se transformó en una serie, la relación entre el protagonista —Tony Soprano— y su anciana madre se convirtió en el núcleo de la primera temporada. Tony es uno de los capos de una familia mafiosa, pero sus traumas acumulados empiezan a causarle problemas cuando empieza a sufrir repentinas crisis de ansiedad que le hacen perder el conocimiento en cualquier lugar y situación. Asustado, comenzará a visitar a una psiquiatra, lo cual es un pecado mortal dentro de la mafia… así que tendrá que llevar en absoluto secreto su terapia y esconder su vulnerabilidad emocional ante los ojos de sus compinches y subordinados.
Así, pues, contrariamente a The Wire y Deadwood, esta serie tiene un protagonista central de peso, en torno al cual gira toda la acción. Buena parte de su éxito reside en la sorprendentemente acertada elección del actor: James Gandolfini, hasta entonces un secundario sin mucho renombre, que se destapó como una versión moderna de Marlon Brando y ya desde el primer episodio da un recital de sutilezas interpretativas a sumar a una enorme presencia en pantalla. El propio Gandolfini se sintió confuso cuando le dieron un papel protagonista (“Mira esta cara… ¡y me han elegido a mí!”) pero la enormidad de su trabajo consiguió lo que muy pocos actores logran a lo largo del tiempo: redefinir un estereotipo. La figura del mafioso sólo había conocido dos arquetipos culturales universales: Al Capone, que representó al jefe criminal en el imaginario popular durante cuatro décadas, y el ficticio Vito Corleone de El Padrino, que hizo lo propio durante varias décadas más. Contra todo pronóstico, la poderosa aportación de Gandolfini convirtió a Tony Soprano en un tercer molde iconográfico de mafioso.
Allí donde Capone y Corleone habían sido figuras casi omnipotentes en la imaginación del público, Tony Soprano es una nueva clase de figura criminal: su omnipotencia es sólo aparente, todo fachada, porque en el fondo es muy vulnerable y está repleto de complejos e inseguridades enterradas tras un aspecto temible. A lo largo de la serie esa vulnerabilidad suele terminar despertando una inevitable simpatía, por lo que David Chase constantemente nos recuerda en su guión que nos hallamos ante un individuo indeseable, capaz de las más terribles acciones. Chase, consciente del atractivo de su personaje estrella, juega con las simpatías del espectador pero también con sus resortes morales. Topny Soprano ya no es el témpano de hielo que era Vito Corleone ni un psicópata robótico como Hannibal Lecter, sino alguien muy propenso a perder la estabilidad emocional y cuyos problemas de autoestima son bien evidentes, así como su tendencia a sentir un vacío existencial que ni él mismo puede comprender. Tony Soprano puede ejercer un liderazgo natural entre sus colegas mafiosos, tiene todas las cualidades para ello, pero su juicio está a menudo cegado por su sufrimiento personal.
De todos modos, pese a la presencia de un protagonista tan poderoso, The Sopranos no deja de ser también una serie coral. De hecho y en este sentido tiene pocas rivales, el reparto está cuidadísimo y muy enfocado hacia un objetivo evidente: que casi cada personaje tenga un gran carisma y sea claramente distintivo y fácil de recordar por sí mismo. No importa tanto el realismo a ultranza como el carisma, podría decirse. Por ejemplo, en The Wire hay muchos personajes admirablemente construidos, pero algunos de ellos se parecen entre sí y con el tiempo pueden llegar a confundirse en el recuerdo. Esto no ocurre en The Sopranos, donde cada individuo tiene una personalidad tan llamativa y tan marcada por el contraste con el resto, que resulta difícil confundirlos ni aun habiendo pasado años desde que el espectador vio la serie. The Sopranos tiene un protagonista central, pero también todo un impresionante elenco de “secundarios-protagonistas” que confieren una extraordinaria riqueza y color a cada uno de los episodios. Incluso en aquellos capítulos donde el argumento pudiere renquear un tanto, si consideramos que los hay (y de haberlos serían más bien pocos), el atractivo del conjunto de personajes y el nivel de las interpretaciones —así como los siempre agilísimos diálogos— siguen recompensando el visionado.
A partir de la tercera temporada la temática materno-filial se diluye y los asuntos mafiosos protagonizan completamente la serie, pero siempre desde una perspectiva psicológica, siguiendo de cerca la evolución interior de Tony y del resto del elenco. La familia, la amistad y las relaciones siguen llevando las riendas en torno a un tema central no claramente definido, pero con el tiempo emerge por sí mismo: ¿es posible abandonar un ambiente como el de la mafia? ¿Pueden estos individuos y estas familias, que a menudo parecen normales de cara a la sociedad, convertirse de hecho en ciudadanos realmente normales? Buena pregunta, que no responderemos aquí y dejaremos que la propia serie responda, para quien decida verla.
Ni siquiera la HBO, que había cuidado muchísimo la producción de la primera temporada, podía haber previsto lo que sucedería con The Sopranos. El éxito de audiencia —el programa más visto en una cadena de cable— y la lluvia de premios de todo tipo fueron inmediatos (la serie arrasó completamente en los Emmy de manera pocas veces vista) pero es que además se produjo un fenómeno inédito. La crítica, de manera casi unánime, y buena parte del público, empezaron a vocalizar una opinión que rayaba en la herejía: ver The Sopranos era como ir semanalmente al cine, para ver una película mejor que las que en aquel momento estaban en cartel. Una serie de TV era la vanguardia, la flor y nata del drama, frente a la cinematografía del momento. Sus guiones eran mejores, sus interpretaciones eran mejores, y su narrativa era mejor precisamente porque había perdido los complejos y no intentaba imitar al cine, sino “hacer cine” dentro de los condicionantes marcados por el formato televisivo.
El que la crítica reconociese abiertamente que la pequeña pantalla estaba ganando la partida artística al sacrosanto celuloide fue la mayor revolución producida por la serie de David Chase. De repente, la televisión podía ser “alta cultura” como lo era el cine y The Sopranos era analizada tan concienzuda y respetuosamente como toda una obra maestra de Hollywood. Los actores protagonistas se convirtieron en superestrellas en Estados Unidos, al punto de que resulta fácil prever que la mayoría de ellos quedarán por siempre prisioneros de sus respectivos papeles. James Gandolfini, por ejemplo, sufrió el “síndrome Superman” y ya nadie puede mirarle sin ver a Tony Soprano, porque para colmo, en sus apariciones públicas, el actor evidencia que muchos de los tics y gestos con los que compuso su personaje son propios de él en su vida privada. Algo similar se puede decir de otros miembros del reparto.
Se empezó a hablar oficialmente de una “segunda edad de oro de la TV” o sencillamente de una edad dorada de las series dramáticas (la primera habrían sido los años cincuenta). HBO siguió ofreciendo productos de enorme calidad y otras cadenas empezaron a imitar su ambicioso planteamiento, lo que conllevó una sorprendente retahíla de grandes series de TV de todos los géneros imaginables. No todas ellas triunfaron y varias decayeron en calidad tras una o dos buenas temporadas, pero es innegable que el nivel medio del drama televisivo se disparó a consecuencia del terremoto “sopraniano”. A día de hoy, las siglas HBO siguen siendo garantía de calidad y la cadena es todavía la locomotora que impulsa el tren de la ficción audiovisual. Hay quien piensa que, en general, esta edad dorada está empezando a decaer un tanto: pero sea ello cierto o no, los años en los que la calidad de la TV ha dejado a menudo en paños menores a la cinematografía fueron propiciados por el enorme éxito y reconocimiento de The Sopranos. Ha sido la pequeña pantalla la que ha ofrecido guiones, interpretaciones y profundidad artística mientras las salas de cine eran generalmente plagadas por el entretenimiento fácil. Durante estos años, muchos espectadores han dado la espalda al cine y han consumido casi exclusivamente drama televisado. El motivo es simple: pagar 50 o 60 euros por llevarse a casa un puñado de horas de The Sopranos o The Wire compensa más que pagar 8 o 10 euros por una entrada para ver una película de dos horas de cuya calidad nunca estás seguro. Puede parecer un motivo prosaico, pero detrás de ello está el hecho de que el espectador confía hoy en la calidad de la TV como antes confiaba en la calidad del cine, o más.
The Sopranos duró seis temporadas en las que no disminuyó su éxito y su prestigio, aunque queda para la opinión de cada cual juzgar si están siempre al mismo nivel. Personalmente, las temporadas que me parecen más redondas son las dos primeras. La última temporada me pareció francamente irregular (que no mala) sobre todo en su primera mitad, aunque seguía teniendo interés por muchos motivos y en su segunda mitad recuperaba buena parte del impulso perdido. Pero eso ya son preferencias personales y habrá quien opine de otro modo: de todas maneras, la serie nunca llega a decaer hasta niveles decepcionantes, y toda ella, incluso con sus altibajos, merece mucho la pena.
Naturalmente no voy a revelar ninguna información sobre cómo termina la serie, es más: ni siquiera el lector más despierto podrá deducir cómo es el final de lo que yo pueda comentar aquí. ¿Por qué estoy tan seguro? Pues porque NADIE que no haya visto ese final imagina cómo es. Nadie. El 100% de los espectadores se quedan atónitos cuando asisten a la última secuancia, y el 99% de ellos no la entienden a la primera. Aunque me esté leyendo el propio Albert Einstein, no hay manera humana de que adivine de qué se trata.
Pero tiene su sentido hablar del revuelo que organizó ese final. Cuando se terminó de emitir en EEUU el último episodio de The Sopranos, uno de los episodios más esperados en la historia de la TV, la inmensa mayoría del público que la seguía en directo se sintió desorientado e incluso en algunos casos “estafado”. La centralita telefónica y la página web de HBO quedaron colapsadas por miles y miles de quejas. Incluso hubo críticos que, arrastrados por la necesidad de publicar una crónica rápida, metieron la pata afirmando que aquel final no tenía sentido y que David Chase había querido pasarse de listo o de experimental. Y mientras, Chase guardó silencio por un tiempo. Es muy listo y supo que la gente lo terminaría captando: al principio se limitó a decir que toda la secuencia final tenía sentido y que las pistas para entender el final estaban en el propio final. Él mismo se había preocupado de supervisar al mínimo detalle la planificación y rodaje de toda aquella última secuencia y negó rotundamente que se tratase de una improvisación de última hora o de una “boutade” destinada a escandalizar por las buenas.
Yo mismo quedé totalmente perplejo con el final del último episodio y tuve que “rebobinar” la secuencia para intentar comprender qué estaba pasando, y fue como uno de esos cuadros de colores sin sentido en donde clavas la vista y de repente aparece una imagen en 3D. Como le ocurrió a tantos otros espectadores, cuando volví a contemplar la escena LO VI. Estaba todo allí, ante mis propios ojos, perfectamente explicado (aunque, eso sí, de manera bastante sibilina y retorcida). Supe que acaba de asistir al final más original y atrevido que haya tenido cualquier serie de TV que yo recuerde.
El tiempo le dio la razón a David Chase: los indignadísimos espectadores que aún no habían comprendido el sorprendente desenlace terminaron cayendo en la cuenta de su significado y a las pocas semanas la marea había cambiado: incluso algunos de los críticos que habían censurado la aparente improvisación del cierre de la serie tuvieron que reconocer que se trataba de una genialidad. No sólo había merecido la pena ver las seis temporadas por la serie en sí, sino por la oportunidad de sufrir el desconcierto y la posterior epifanía de un desenlace totalmente imprevisto. Si el lector no ha visto aún la serie, que no deje que nadie le desvele el final. No lea en Internet ni investigue sobre ello. Vea la serie y experimente el momento por sí mismo. Pocas veces en su vida experimentará una sensación semejante frente a una pantalla de televisión. (Emilio de Gorgot – Jot Down Magazine)
4 Comments
Join the discussion and tell us your opinion.
¡Me quiero volver chango!
Tienen el resto de las temporadas? Sería un golazo.
Su pedido ha sido tomado, compañero. En breve será entregado. Muchas gracias.
Subida Temporada 2. Vamos por el resto.