Mientras Cecilia trabaja como camarera en Nueva Jersey, mientras la Gran Depresión azota a Estados Unidos, su marido se dedica a hacer el vago. Su única distracción es el cine, al que va una y otra vez para evadirse de la dura realidad y soñar con un mundo de champagne, trajes de noche y fiestas elegantes. Una noche, el protagonista de su película favorita, The Purple Rose of Cairo, se fija en ella y atraviesa la pantalla para conocerla.
Premio FIPRESCI (Festival de Cannes 1985)
Mejor Guion (Premios Globo de Oro 1985)
Mejor Película y Mejor Guion Original (Premios BAFTA 1985)
Mejor Guion (Asociación de Críticos de Boston 1985)
Mejor Película Extranjera (Premios César 1985)
Mejor Guion (Círculo de Críticos de Nueva York 1985)
- IMDb Rating: 7,7
- Rotten Tomatoes: 92%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
Escapar. A veces –muchas veces- queremos escapar de lo que nos rodea. Y si la fuga no puede ser física, por lo menos aspiramos a que sea mental: una distracción que apague, borre, calme, apacigüe, refresque, sane o mitigue. Cualquier cosa que nos haga olvidar ese presente no siempre en paz y nos permita soñar. La ficción es una buena forma de escapar y el cine es un proveedor instantáneo y constante de ficciones en busca de un espectador que beba de ellas.
En los momentos de crisis el cine siempre ha ofrecido un alivio particular o colectivo, brindando un efecto catártico que está en la base de su función como entretenimiento. Géneros “escapistas” como el cine de aventuras, el cine de terror, el musical o la comedia brindaron esperanza en momentos clave de la historia del siglo XX y a nivel personal continúan y continuarán ayudando a los espectadores a encontrar un refugio.
Woody Allen sabe muy bien de esas bondades del cine y quiso por ello contarnos una historia que ocurre en una época histórica concreta y crítica: la depresión económica de inicios de los años treinta en los Estados Unidos. Un pueblo sumido en la pobreza se aferraba al cine como una de las pocas herramientas de distracción barata que le quedaba. Y Hollywood le brindaba un universo absolutamente ajeno a la realidad que se vivía fuera de los teatros. En esos filmes la sofisticación de las situaciones era la regla: escenarios exóticos, gente de mundo, dandis despreocupados, mujeres frívolas, fiestas perpetuas, licor y los infaltables teléfonos blancos (que incluso fueron un género per se en el cine italiano de finales de la década), símbolo de riqueza y boato. ¿Quién querría mostrar en el cine esa realidad demasiado cruel y dura? Era mejor volver imágenes una quimera aspiracional que fuera tan soleada como imposible de alcanzar en esos momentos. Recuerden a Gran Hotel (Grand Hotel, 1932), Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933), Design for Living (1933), Twentieth Century (1934), The Richest Girl in the World (1934) o The Gay Divorcee (1934) y tendrán ejemplos de esa tendencia que la RKO convirtió en su marca.
De un lado estaba la realidad gris y de otro lado la fantasía cálida. Era obvio que cualquier espectador de esos años hubiera querido saltar al mundo de la pantalla, como ocurrió con Buster Keaton en Sherlock Jr. (1924) una película a la que Woody rinde homenaje aquí. Sin duda era menos predecible que un personaje de la pantalla –un personaje de una película proyectada- pasara al otro lado, al real, para él también escapar. ¿Huir al mundo real? ¿A ese mundo empobrecido y ruinoso donde los autos no encienden sin la llave, los contendores no son nobles y donde no hay un fundido negro tras un beso apasionado? Esa es la anécdota básica que dio origen a The Purple Rose of Cairo (1985) la brillante y conmovedora historia con la que Woody Allen declara su amor al cine y a sus posibilidades redentoras.
El personaje que huye de la pantalla lo hace prendado de una mujer, Cecilia (Mia Farrow), una constante espectadora de un teatro de New Jersey que ahoga sus penas conyugales y laborales hundiéndose con ellas en las películas que ve una y otra vez. Estamos en los años treinta y Cecilia vive con un hombre desempleado que abusa de ella, le es infiel y le quita las pocas ganancias que obtiene trabajando como mesera y lavando ropa. El cine y sus estrellas son su única válvula de escape ante semejante situación. Hasta que un día Tom Baxter, el personaje de una película que ella ve asiduamente y que se llama precisamente The Purple Rose of Cairo, la ve, la identifica y decide salir al mundo real a conocerla. A huir juntos. Cecilia quería escapar de la realidad y terminó acompañando a un ser de ficción que se decidió a hacerlo antes que ella. Lo absurdo de la situación le sirve a Woody para jugar y hacer comedia con los contrastes que se viven entre el candor de Tom Baxter –su personaje es un aventurero y poeta, y conserva esas características- y la dureza de la situación social que se vive en ese momento. Así mismo se vive un sainete surrealista entre los personajes de la pantalla, estancados por la ausencia de Tom en un relato que no puede avanzar.
Entre Tom y Cecilia germina un romance al que se suma una complicación adicional, la aparición de Gil Shepherd, el actor de Hollywood que interpreta a Tom (a ambos personajes los encarna Jeff Daniels), y que termina también enamorándose de Cecilia, que es una fanática de su cine. Acá esta película va acercándose a El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952) de Federico Fellini, en la que una joven de provincia llega a Roma en su luna de miel y se escapa para conocer al jeque blanco que protagoniza su fotonovela favorita para encontrar tan solo a Fernando Rivoli, el actor que interpreta a ese personaje de ficción (que solo existe en el contexto de la fotonovela) y acabar desilusionándose con la realidad vulgar que este representa.
La tensión entonces en The Purple Rose of Cairo es exactamente entre la ficción y la realidad; entre la idealización del celuloide y el desencanto terrenal; entre el sueño y la vigilia; entre la perfección que no existe y la imperfección que todo lo cubre. Woody es un director que se ha resistido a que sus personajes dejen de estar atrapados en los confines de la realidad y permite que se liberen por medio de la magia, el espiritismo, lo onírico, lo sobrenatural. Lo malo es que él está consciente que esos antídotos son de corta duración y que más temprano que tarde la realidad se impondrá con su contundencia. Reversando la situación inicial, Cecilia visita el mundo de celuloide y en blanco y negro donde vive Tom Baxter y descubre que la champaña en realidad es ginger ale y que los rascacielos son decorados de cartón. Pero lo que en verdad descubre es que ella no pertenece a ese mundo. “La fantasía es mucho mejor que la realidad. Desafortunadamente no podemos vivir en la fantasía y estamos forzados a vivir en esta horrible realidad en la que nos encontramos por razones inexplicables”, le explicaba Woody a Richard Schickel al referirse a esta película.
Cecilia parece ir de la niñez a la adultez en este filme. De vivir fantaseando roles y vidas ajenas pasa al final a aceptar su entorno y a entender que llega un día en que uno despierta y se reconoce adulto, con todas las responsabilidades y frustraciones que eso implica. Al final de The Purple Rose of Cairo la burbuja de ensoñación le explota en la cara y ella tiene que volver a empezar.
Los directivos de Orion Pictures se sintieron frustrados con el final pesimista de la película, pero Woody no iba a cambiarlo, así le advirtieran que eso repercutiría en la taquilla. Para él el final justifica todo el filme, ese final donde de nuevo, tras su fantástica aventura –que bien podría haber ocurrido en un sueño como le ocurrió al protagonista de Sherlock Jr.– ella está frente a una pantalla de cine. Está viendo Top Hat (1935) y Ginger Rogers y Fred Astaire bailan para ella esa hermosa melodía de Irving Berlin que es Cheek to Cheek. Ahí está la ficción otra vez, dándole la certeza de encontrar siempre un bálsamo infalible, un escudo mental frente a tanta ignominia errática. Entrégate, deja que el cine te salve, Cecilia, puede que nada ni nadie más venga en tu ayuda. (Juan Carlos González A. – tiempodecine.co)
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