The Homesman transcurre en Nebraska, en 1855. Mary Bee Cuddy, una mujer solitaria que vive en un remoto pueblo del Medio Oeste, es elegida por la Iglesia para hacer regresar al mundo civilizado a tres mujeres que han perdido la razón. Para ello, cuenta con Briggs, un delincuente al que salva de la horca con la condición de que la ayude a ejecutar su misión. Juntos emprenden un largo y peligroso viaje a través del desierto, desde Nebraska hasta Iowa, en el que tendrán que enfrentarse a toda clase de peligros.
Suele pasar en los grandes festivales que después de varias exigentes películas de autor siempre rinde volver a ver una película hollywodense de construcción clásica. No es cuestión de preferencias sino que, simplemente, uno tiene sistematizada de tal manera la escuela narrativa americana que ver películas de ese origen suele resultar más sencillo y requiere menos esfuerzos. Y encima cuando esa película es tan buena como la de Tommy Lee Jones, el placer es doble. O triple.
Pero, en este caso, no tiene solamente que ver con la construcción narrativa sino con ciertas tradiciones temáticas del cine clásico que uno vuelve muchas veces a valorar en eventos como éste. Cannes se está caracterizando en los últimos tiempos por buscar películas con una alta dosis de crueldad, de personajes desagradables, de misantropía, de personajes condenables y condenados. En ese marco, una película que apuesta al honor, a la redención y al heroísmo como es The Homesman resulta, otra vez, doble o triplemente bienvenida.
El filme que dirige y protagoniza el actor es más oscuro, seco y –si se quiere– cruento que el western clásico (hay un par de escenas particularmente fuertes), pero el viaje de su antihéroe reproduce casi fielmente los modelos clásicos. Se trata de un tipo bastante impresentable, ladronzuelo y vivillo, que es dejado en la horca y de allí rescatado por una mujer que tiene que trasladar entre dos estados a un trío de damas que tienen severos problemas mentales. El viaje del quinteto (ella es Hillary Swank) es a través de territorios inhóspitos de la zona de Nebraska, una no utilizada habitualmente por el western.
Se trata de un relato seco en una geografía inusual y con mujeres como protagonistas: durante buena parte del relato es Swank la que maneja la acción mientras que Jones aparece casi como simpático sidekick de la severa dama. En un punto se puede hablar de un western feminista: el viaje de Jones es el de un hombre que pasa de despreciar el trabajo que lo tocó en suerte (lidiar con mujeres y tres de ellas psicóticas) a apreciarlas, valorarlas y reconocerlas de un modo que en ese momento era impensado.
El viaje los lleva a vivir una serie de conflictos y aventuras, sí, pero la epopeya es más íntima y personal, ligada a la relación entre ambos (Swank encarna a una mujer demasiado independiente y directa para los cánones de la época) y a cómo lidian con esas otras mujeres que han “quebrado” mentalmente tras vivir horribles experiencias ligadas al abuso o a la incomprensión masculina.
Elegíaca, bella y seca –en gran parte– con una zona de humor que aporta Jones y que parece que no va a funcionar en el tono del filme pero milagrosamente funciona, The Homesman es la confirmación, tras Los tres entierros de Melquíades Estrada, que Jones es un gran cineasta que “bebe” de las mismas fuentes originarias del western hollywoodense que su colega y compañero de aventuras Clint Eastwood (Diego Lerer – micropsiacine.com).
Unforgiven cuenta la historia de William Munny, un pistolero retirado, viudo y padre de familia, que tiene dificultades económicas para sacar adelante a su hijos. Su única salida es hacer un último trabajo. En compañía de un viejo colega y de un joven inexperto, Munny tendrá que matar a dos hombres que cortaron la cara a una prostituta.
Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor Secundario y Mejor Montaje (Premios Oscar 1992)
Mejor Director y Mejor Actor Secundario (Premios Globo de Oro 1992)
A mediados de los años 70 un guionista poco conocido por aquel entonces, David Webb Peoples —años más tarde conocido por el guión de ‘Blade Runner’ (id, Ridley Scott, 1982)—, escribió el guión de Unforgiven influenciado sobre todo por el visionado de una de las obras maestras de Martin Scorsese, ‘Taxi Driver’ (id, 1976) y por la lectura de la novela ‘The Shootist’, obra de Glendon Swarthout, que conocería una adaptación de la mano de Don Siegel protagonizada por John Wayne, (‘The Shootist’, 1976). Hay que apuntar que dicho film guarda no pocos parecidos con el que nos ocupa, por cuanto también narra las últimas andanzas de un viejo pistolero que sólo busca acabar sus días con algo de dignidad. El primero en interesarse por el libreto fue Francis Ford Coppola, que pensó en Gene Hackman para interpretarlo, pero por una razón u otra fue retrasándolo hasta que expiró su opción de compra.
Eso ocurrió en 1983, tras el rodaje de ‘Sudden Impact (Clint Eastwood, 1983), cuando el famoso actor, aconsejado por Sonia Chernus —guionista del mejor western de Eastwood, ‘The Outlaw Josey Wales’, 1976, se fijó en el mismo y enseguida se dio cuenta de que era lo que siempre había estado buscando. Pero en lugar de ponerse rápidamente a filmarlo, hizo algo que muy pocos se atreven a hacer por voluntad propia: esperar durante casi diez años a tener la edad adecuada para interpretar a William Munny. De esta forma el proyecto maduró en la cabeza de Eastwood, e incluso dirigió otro western en el proceso de espera, ‘Pale Rider’ (1985).
La historia nos presenta a William Munny, un antiguo pistolero que ahora vive con sus dos hijos pequeños alejado de todo mal, aunque en condiciones precarias. La relación con su mujer Claudia, fallecida a la temprana edad de 29 años, hizo que Munny se apartase del mal camino que llevaba convirtiéndose en un hombre de bien. Pero la leyenda hace que alguien siempre esté interesado en rescatarla del olvido. Munny recibe la visita de un joven atrevido, Schofield Kid, que quiere pedirle ayuda para matar a dos hombres que rajaron la cara a una prostituta y no recibieron castigo por ello. La recompensa de 1.000 dólares que hay convence a Munny de volver a las andadas, aunque las cosas ya no son tan fáciles como entonces. Con Schofield y un antiguo socio, Ned Logan, partirán a implantar ¿justicia?
Uno de los últimos rótulos de Unforgiven es un conciso “dedicated to Sergio and Don”. Evidentemente se refiere a Sergio Leone, con quien hizo la mítica trilogía del dólar, y Don Siegel, con quien hizo cinco películas —si contamos la ópera prima de Eastwood, seis—, y de quien aprendió prácticamente todo lo que sabe de dirección. Estos dos autores navegan por las imágenes del film, pero menos de lo esperado. Nombres como John Ford —la contenida lírica del relato—, Sam Peckinpah —el héroe crepuscular condenado a un fatal destino—, John Huston —el perdedor—, o William A. Wellman —una vez más (‘The Ox-Bow Incident’, 1943) se vislumbra en su obra— están más presentes que los dos antes mencionados, pero dichas influencias están asimiladas como debe ser. Insertadas inteligentemente en la historia no ahogan ni por un instante el estilo de Eastwood, fusión de clasicismo y modernidad que ningún otro director posee en la actualidad.
Unforgiven parece una continuación de los temas planteados por el propio Eastwood dentro del género del western, de Ford que en los años 60 nos ofreció su visión crepuscular del género con la imprescindible ‘The Man Who Shot Liberty Valance’ (1962), y de Peckinpah, que con su mirada violenta descompuso la épica de un mundo en extinción, el de los viejos pistoleros que deben adaptarse a los nuevos tiempos. William Munny, a quien Eastwood arrastra literalmente por el suelo infinidad de veces, o le hace caer de su caballo, bien podría ser una extensión de Josey Wales, con quien termina de emparejarlo tras el enfrentamiento final en el bar. El biógrafo le pregunta cómo eligió el orden para matar a los cinco hombres que se enfrentaban a él. La respuesta de Munny es una evolución lógica a la respuesta que da Wales en ‘El fuera de la ley’ en una situación parecida.
La figura del biógrafo remite directamente al citado film de John Ford, en el que la leyenda quedaba más bonita que la realidad. W.W. Beauchamp (Saul Rubinek) también busca la leyenda en la historias, por lo que éstas son recordadas, pero su periplo le llevará hasta el mismísimo centro de la realidad, comprobando que ésta es mucho más cruel y triste que todo lo ya no escrito, sino imaginado. Será testigo directo del último acto horrendo de William Munny, el asesino de mujeres y niños, cuya transformación en el relato sigue una lógica interna. Tras once años apartado del alcohol, el principal motivo de su pasado violento, las armas o los caballos —en el film monta una yegua—, volverá a ser el que era antaño cuando le comuniquen la muerte de su amigo Ned y coja una botella de whisky de la que se pondrá a beber.
Unforgiven tiene un estructura casi circular, adornada con la historia paralela de Bob el inglés —sensacional y divertido Richard Harris—, un pistolero que ha acudido al pueblo atraído por la recompensa. Su enfrentamiento con Little Bill Daggett, el sheriff del pueblo, no sólo es un anticipo de lo que le espera a Munny y sus amigos, sino que sirve para vestir el personaje de Daggett, uno de los antagonistas más fascinantes que haya dado el cine en los últimos años. Gene Hackman, que se llevó un merecido Oscar por su interpretación, logra crear un personaje con múltiples aristas que va más allá de ser el típico villano de la función. Daggett es un hombre con un peculiar sentido de la justicia, y puede resultar tan temible —la paliza delante de todo el pueblo a Bob el inglés— como encantador por torpe —la penosa construcción de su casa—. Un rival a la altura de la leyenda de William Munny.
También nos habla de Ned Logan, quizá el único personaje positivo en un relato donde los buenos no son tan buenos ni los malos tan malos. Morgan Freeman, en su primera colaboración con Eastwood, transmite esa humanidad típica en muchos de sus personajes. Un hombre que ayuda a su amigo, pero llegado el momento de la verdad no puede disparar contra un hombre porque realmente él ya se ha reformado, ha dejado atrás de verdad su pasado violento. Schofiled Kid —un convincente Jaimz Woolvett— refleja la juventud, el ímpetu, la fanfarronería, tal vez lo que Logan y Munny fueron en sus tiempos jóvenes. El chico ayudará a Munny hasta que descubre por sí mismo que matar a un hombre puede ser algo fácil de hacer, pero muy duro de asimilar.
Hasta el clímax final, Eastwood alterna paisajes abiertos con escenas de una oscuridad casi extrema, en la que apenas pueden verse los rostros de los personajes. Poco a poco, las tinieblas van ganando a la luz en una historia cuyo clímax parece desarrollarse en el mismísimo infierno, fotografiado por un Jack N. Green en plena forma. En la famosa escena del bar, Munny aparecerá cual figura fantasmal, para llevar a cabo su venganza personal y demostrará la eficacia de la historia que instantes antes Daggett ha contado al biógrafo: un hombre tranquilo es el más peligroso en un tiroteo. La fotografía es más tenebrista que nunca, y Munny, que sabe que se verá con Daggett en el infierno, desaparece en medio de la lluvia no sin antes lanzar una advertencia de muerte y destrucción.
Unforgiven está delimitada por dos planos al más puro estilo John Ford —como si, a modo de homenaje, todo lo narrado por Eastwood no sobrepasase al más grande director de westerns que ha habido—. Un texto nos indica el pasado de Munny, y cómo una mujer le cambió la vida. Dicha mujer se llamaba Claudia, y su madre, que viajará hasta el último lugar de descanso de su hija, jamás llegará a entender por qué su única hija se casó con un hombre tan violento. Nadie conoce la verdadera cara de William Munny, sólo Claudia —pocas veces un personaje que no aparece físicamente en una película tuvo tanta presencia en una historia—, y el espectador.
Una obra maestra ya no sólo del western, sino del cine en general. Un Eastwood introspectivo que hizo las delicias de los críticos europeos, mientras que en Estados Unidos tenía un gran éxito de público y se alzaba como la vencedora en los Oscars entregados en 1993, siendo el tercer western en toda la historia que conseguía el premio a la mejor película, tras ‘Cimarrón’ (id, Wesley Ruggles, 1931) y ‘Dances with Wolves’ (Kevin Costner, 1990).
El bello tema a guitarra que puede oírse a lo largo del film, ‘Claudia´s Theme’, fue compuesto por el propio Clint Eastwood. Está interpretado por Laurindo Almeida, excelente músico brasileño que colaboró en film de William A. Wellman —‘Good-bye, my Lady’ (id, 1956)— o Sam Peckinpah (‘The Deadly Companions’, 1961)—, y contiene arreglos de Lennie Nieahus. (Alberto Abuín – espinof.com)
Aferim! sucede a principios del siglo XIX. Costandin, un policía local, es contratado por un boyardo para dar con el paradero de Carfin, un esclavo gitano que huyó de su propiedad después de mantener un romance con su esposa, Sultana. Costandin empieza a perseguir al fugitivo, dando comienzo, así, todo un viaje lleno de aventuras.
«Cada nación tiene su propósito. Los judíos, estafar. Los turcos, hacer daño. Nosotros, los rumanos, amar, honrar y sufrir como buenos cristianos. […] Los gitanos tienen que ser esclavos. Ham echó bosta de caballo sobre Noé, y Noé los maldijo, para que fueran esclavos y negros como la mierda».
En una de las escenas más llamativas de Aferim!, los dos agentes de la ley protagonistas, Costadin e Ionita (padre e hijo), comparten un rato de conversación durante su viaje por los caminos recónditos de Valaquia con un monje, que pronuncia la cita que precede a estas líneas. Una conversación verborraica, muy literaria en su forma pero tremendamente vulgar en su fondo (aspecto extensible a toda la película), en la que el religioso cita teorías que combinan citas bíblicas con leyendas apócrifas para justificar por qué los judíos no pueden ser considerados humanos, o por qué los gitanos están destinados a la esclavitud. Costadin, por su parte, le responde con retazos de refranería popular mientras el imberbe Ionita escucha, respetuosamente silente ante las voces de la sabiduría anciana. La secuencia, una buena condensación de toda la película, está filmada en unos pocos y largos planos generales, donde las tres figuras humanas que avanzan sobre sus caballos apenas se distinguen en la inmensidad de un paisaje yermo, aderezado por vegetación desértica y surcado por montañas que no dejan ver el horizonte, fotografiado en blanco y negro.
Punteada por esta forma tan panorámica de encuadrar sus personajes, la ambientación de Aferim! se sitúa en 1835, época en la que la Europa más cosmopolita se encuentra en plena efervescencia revolucionaria. La Ilustración, los avances científicos y la naciente democracia han derribado los otrora sólidos cimientos de un mundo donde una ensalada de religión y mitología popular sustentaba un estricto régimen feudal en el que el “cada uno donde le corresponde” se asumía sin discusión. Pero la ola renovadora no llegó a todas partes. En el mismo tiempo en el que La libertad guiando al pueblo expresa el ímpetu de una nueva Europa, Costadin e Ionita discuten, en torno al fuego de una hoguera, sobre si en algún lugar de la tierra existe una especie de barranco que marca el final del mundo. ¿Pero al final, qué más da —concluye Costadin— que la tierra sea redonda o plana, si ante su inmensidad ellos son como las pequeñas brasas de la hoguera que los calienta? Puntos minúsculos destinados a apagarse pronto, cuyo conocimiento del mundo se limita a poco más allá de las fronteras de su Valaquia natal, ese desierto inmenso tan poco propicio para nuevos florecimientos. Donde el poder del déspota feudal de turno apenas alcanza a castigar a siervos díscolos y cobrar de cuando en cuando sus tributos, mientras cada en cada aldea en mitad de la nada sus habitantes, solos contra los elementos, se buscan el pan como mejor pueden.
En resumidas cuentas, Radu Jude propone en Aferim!, su quinto largometraje, una inmersión en un mundo determinado por su desfase ancestral, donde el paso del pensamiento mitológico al racional no ha empezado siquiera a cuajarse. En consonancia, la peripecia de Costadin e Ionita que da cuerpo al argumento no tiene ningún carácter transformador. El primero, agente de la ley, ha sido contratado por un noble boyardo para que dé caza a uno de sus esclavos, un gitano que ha huido de sus dominios tras haber mantenido relaciones con la esposa del señor. Costadin se embarca así en una aventura de clara estética western (la Valaquia decimonónica es un perfecto Monument Valley a la rumana) donde la trama avanza a ritmo de caballos a trote ligero, salpicada por los distintos encuentros que se suceden en el camino y las conversaciones con su hijo, en las que ejerce la función de transmisión del saber que se espera de él como padre. Con lo cual, las citas a John Ford maridan con un aroma de novela picaresca, ese género al que la idiosincrasia tradicional rumana (no muy diferente a la española, por cierto, como demuestra el éxito de este género en nuestra literatura) se pliega tan bien. A esta esencia picaresca apuntan el carácter teatral de los diálogos, el individualismo espabilado como medio de supervivencia en un entorno donde los recursos comunes son escasos, o la superstición popular como base de una teoría de conocimiento de la realidad. Esto último, en el fondo, a modo de mitología totalizadora que permita conciliar la existencia de injusticias como la esclavitud de los gitanos (un colectivo que, en boca de los protagonistas, no sale demasiado bien parado), la exclusión de los judíos o el sometimiento del país al Imperio Otomano. Chascarrillos como la cita que abre esta crítica (el origen extranjero del mal, una autoconcepción de la identidad rumana como algo a la vez sufrido y virtuoso) son creídos por pura necesidad de mantener el sistema.
La cuestión, además, es que Aferim! demuestra que picaresca y western tienen algo esencial en común. Su condición de géneros que a menudo narran aventuras sin rumbo fijo, con caracteres errantes que recorren las realidades sociales más alejadas del universo de la ciudad y la ley. Realidades sociales donde los estratos más humildes viven en una suerte de anarquía interrumpida a ratos por los tics dictatoriales del cacique de turno (bandido, terrateniente o, como en nuestro caso, señor feudal). Pero el retrato de estos reductos se suele filtrar por su condición pasajera para los protagonistas que lo contemplan, ya que tanto el pícaro como el jinete errante no echan raíces en ninguna parte. Costadin, si se quiere, es el reverso antiheroico de un Ulises intachable. La epicidad del griego radica, entre otras cosas, en su resistencia al canto de las famosas sirenas. Esto es, en la firmeza de una voluntad espoleada por el deseo de vuelta al hogar. Mientras que nuestro Costadin no sólo se deja engatusar por sus hechizos, sino que presume orgulloso de tener una vagina (sinécdoque, al fin y al cabo, de la figura de la sirena) en cada posada del camino. La Penélope que, teje que teje, aguarda junto al calor de la chimenea no es ningún incentivo. Y sus vivencias aventureras, como decíamos, no tienen ningún carácter transformador. Ni interior ni exterior. Costadin es el mismo en la primera escena que en la última; las injusticias y padecimientos que atraviesa siguen en su sitio, vagamente justificados por ese viejo orden tradicional que se asume entre la resignación y la involuntad de trascendencia personal. Si acaso, la única transformación lograda ha sido sembrar el deseo de emulación en Ionita, que ejerce de heredero pasivo. Lo que, al fin y al cabo, no es más que otra forma de manifestar la perennidad del sistema social.
De este modo, la concepción circular de Aferim! alcanza a todos sus niveles de lectura. Las andanzas de Costadin e Ionita empiezan y acaban en el mismo lugar, con una pequeña y muy relevante elipsis (el escenario del hogar) en el trazo del círculo de la trama. Y más allá de lo diegético, la transmisión generacional de valores repetidos se adivina (Ionita mediante) completada sin conflicto, así como el mantenimiento del orden social. Este aspecto resulta interesante si tenemos en cuenta que la cinta está inscrita en la cinematografía de un país que, si por algo se ha caracterizado en los últimos años, es por su fuerte carácter de crítica social contemporánea (que ha laureado a autores como Cristian Mungiu, Cain Peter Netzer o Cristi Puiu). En cierto modo, Jude realiza una exploración en los orígenes de esas tensiones de clase rumanas. Con lo que su Valaquia amplifica sus ecos como yermo ya no paisajístico, sino cultural y humanitario. En el que una vida de vagabundeo encuentra sus mayores recompensas en una hoguera al raso con la que calentarse, una cena con la que llenarse el estómago y una vulva con la que aliviar las tensiones del camino. Si bien, sobre todo, Aferim! se contempla como un soplo de aire fresco frente al semblante serio de la crítica social contemporánea: no olvidemos que la picaresca, pese al miserabilismo en el que se inscribe, es un género capaz de crear una irresistible atracción hacia su mezcla pintoresca de folclore y humor. Y la película de Jude se deja permear por esta deliciosa socarronería que emerge de entre la negrura.
En Hell or High Water, un padre divorciado y su hermano ex-convicto recurren a un desesperado plan para poder salvar la granja familiar, en el oeste de Texas.
Si Hell or High Water estuviera regida por los cánones tradicionales del western, los dos vaqueros que la protagonizan tendrían que identificarse como los defensores de una causa justa, abnegada y redentora; de ser un filme de robos y atracos al uso, los atracadores, por el contrario, representarían el egoísmo, la maldad y la avaricia feroz. Como podremos comprobar, la última película de David Mackenzie no cumple con ninguno de esos dos requisitos indispensables de genuina filiación con los valores dogmáticos, puesto que no quedan claros en ningún momento los confines éticos por los que discurren cada uno de los bandos que se dan cita en este thriller andrógino y obstinado en no seguir patrón lógico alguno. Hasta el propio Jeff Bridges parece estar defendiendo al bando equivocado desde el primer instante. Para terminar de romper con cualquier atisbo de adhesión a los clásicos, el director presenta a una pareja de defensores de la ley capaz de escandalizar al sector más purista del orbe cinéfilo: indios y vaqueros luchando juntos por una causa que nunca estuvo más lejos de la justicia.
En Hell or High Water, una pareja de hermanos se ve forzada a conseguir una cuantiosa suma de dinero si no quiere que su rancho familiar, levantado a costa del duro esfuerzo y el sacrificio de sus antepasados, pase a ser herencia de un gigante bancario que amenaza con absorber esta propiedad a consecuencia de una deuda que no hace sino crecer. Las ominosas condiciones que los corruptos corporativos exigen a sus clientes se establecen como el único foco unánime de animadversión. Sin embargo, justo a la hora de posicionarnos hacia el lado del menos malo, aparecen en escena Marcus y Alberto, dos Ranger de Texas que se ven en la obligación deontológica de defender a estos viles personajes invisibles, cuya sombra se intuye tras los indefensos trabajadores que dan la cara y se exponen a los peligrosos atracos que no dejan de sucederse. A los espectadores no nos quedará más remedio que ir saltando de un bando al otro mientras esquivamos las balas que se nos echan encima, según los personajes vayan exponiendo sus razones para seguir con las atroces acciones que estamos presenciando. Mackenzie llega a lo que parece la cúspide de su progresión como realizador; tras haber examinado con tremenda originalidad las causas de un insólito apocalipsis con, Perfect Sense (2011), y haber puesto en evidencia los fallos del sistema penitenciario británico en la fantástica, Starred Up (2013), llega ahora, en un estadio artístico inmejorable, a la excelencia audiovisual gracias a un trabajo en el que convergen armónicos y precisos los elementos esenciales de la forma fílmica. El primero de estos elementos que destaca por su nitidez y calidad es, como no podría ser de otra forma, el fabuloso guion de Taylor Sheridan, que se encarga de preparar los andamios narrativos de una trama apoteósica y nos introduce por completo en la idiosincrática masculinidad del oeste texano, donde los habitantes encienden cerillas en sus estudiadamente descuidadas barbas de dos días y miden el tamaño de su ego en función de cuán lejos escupen su tabaco de mascar. Sheridan cocina a fuego lento un libreto que permite a los actores brillar por encima del polvoriento escenario. A la dirección, el libreto y las sorprendentes interpretaciones de los cuatro protagonistas principales, ha de sumarse, como uno de los grandes aciertos de esta película, el montaje. ¡Y qué montaje! Con un ritmo trepidante, el estupendo trabajo de Jake Roberts no nos permite ni un segundo de tregua en su imponente entramado audiovisual, en el que el estruendo del motor de los coches y las balas silbando en nuestros oídos quedará parcialmente amortiguado por unos sintetizadores que nos prepararán para un desenlace que viene augurando, desde el primer minuto, un derroche de decibelios.
Todo el planteamiento lógico de Hell or High Water se sostendrá gracias a la justificación moral que se hace de la violencia. Cada atraco encuentra su razón de ser con una lógica inapelable que, por supuesto, eximirá a los asaltantes de cualquier deuda que puedan tener con el espectador, no así con la representación de las fuerzas del orden. Sin embargo, llega un intervalo en Hell or High Water, coincidiendo con el punto álgido de la acción, que tratándose de una cinta con un ritmo endiablado ha de ser por fuerza una situación de intensidad abrumadora, en el que ese razonamiento se desvanece, como también lo hará el sentido de la palabra justicia. Cada concepto ahora se desliga de su contexto para dejarnos al amparo de una definición literal que, como siempre ocurre, no conseguirá tener sentido para nadie. En ese punto desaparece lo ético y sólo queda recurrir al código penal, que establece que, en cualquier circunstancia y bajo cualquier pretexto, atracar un banco es un delito, al menos atracarlo con intimidación y armas de fuego, porque si consiguiéramos que el banco nos entregara el dinero de forma voluntaria, a consecuencia, por ejemplo, de una cláusula en nuestro contrato de cliente que nos protegiera contra una mala administración del mismo, o por un retraso imperdonable a la hora de sacar efectivo de un cajero averiado, sería un atraco legalmente aceptable —sin señalar a nadie—. Esta tesitura, como es evidente, no corresponde a los verdaderos hechos ocurridos, dejando a los hermanos a merced de la implacable justicia texana que, a estas alturas, habrá perdido todas las ganas de seguir prolongando este juego del ratón y el gato, sobre todo desde que la sangre tiñó indolente la escena de un sucio y polvoriento rojo realidad. Los mecanismos de concesión se activan para poner en guardia a un público que ya no será tan generoso en su proceso empático. Los malos, a quienes quiera que este guion haya establecido como tales, ya no parecen tan malos, o al menos, simplemente no aparecen en absoluto, del mismo modo que los buenos han cruzado la difusa línea que separa razón y corazón, y se han entregado a una venganza ciega que ubica la contienda a un mismo nivel amoral, dejando al espectador atrapado en el fuego cruzado sin una figura heroica a la que aferrarse y encomendarse para que venga al rescate.
Aquí se aprecia la mayor trasgresión y distanciamiento con respecto al western, que por muy crudo y despiadado que se mostrase en su avance, siempre podíamos contar con el jinete salvador que pusiera todo en orden al final. Hell or High Water nos priva de esa armonía y, aun así, resulta un sentimiento de incertidumbre e inestabilidad que terminamos por agradecer. Una gratitud que emerge desde nuestras entrañas más indignadas, ya que no podríamos pensar en un escenario categórico aceptable que encontrara justicia para lo que aquí ha ocurrido. Una cruel alegoría, como lo es la propia realidad, de la coyuntura de desamparo e impotencia que se extiende como un mal endémico, o una metedura de pata viralizada de algún personaje público, a lo largo de las, cada vez más amplias y definidas, fronteras de la clase baja. La infinitud vertical de Nuevo México se presenta como el escenario perfecto para fundar este tipo de metafóricas visiones de la sociedad contemporánea, donde los lejanos horizontes desérticos del oeste americano son capturados con sublime precisión por los astutos encuadres de Giles Nuttgens, quien contrasta toda esa potencia visual liberadora con la claustrofóbica visión de las entidades bancarias, para ofrecer una mirada abrumada de las opresivas técnicas despóticas de los magnates del capitalismo. Mackenzie presenta en Hell or High Water una de las obras más completas, a nivel narrativo y estilístico, que hemos podido presenciar en lo que llevamos de siglo; uno de esos raros especímenes, únicos en su especie, que aparecen de forma inesperada y se ganan al público y a la crítica a fuerza de sacrificio, trabajo duro y, sobre todo, amor por esta empresa perezosa que, en ocasiones, todavía encuentra acérrimos defensores que vuelven a encumbrarla en lo más prominente del selecto panorama artístico.
The Searchers sucede en Texas, tres años después de la guerra de Secesión, Ethan Edwards, un hombre solitario, vuelve derrotado a su hogar. La persecución de los comanches que han raptado a una de sus sobrinas se convertirá en un modo de vida para él y para Martin, un muchacho mestizo adoptado por su familia.
John Ford, “un republicano del Estado de Maine”, como le gustaba presentarse, estrenó en 1956 The Searchers, una película que solo años después sería plenamente comprendida y confirmaría a su director, un cascarrabias neurótico, como uno de los escasos genios (sí, escasos, ya es hora de ir quitando nombres de la lista) que ha dado la industria del cine. Para quien no conozca el argumento, The Searchers narra con un talento melvilliano la peripecia de un hombre trágico y amargado, Ethan Edwards (John Wayne), que vaga en busca de su sobrina Debbie, secuestrada por una partida del jefe indio Cicatriz (Harry Brandon), responsable también del asesinato del hermano y la cuñada de Ethan. En la búsqueda, interminable y fantasmal, acompaña a Edwards un mestizo, llamado Martin Pawley (Jeffrey Hunter) y participan dos personajes que solo cabe describir como fordianos: el reverendo Samuel Clayton Johnson (Ward Bond) y Mose Harper (Hank Worden).
Ningún guion hará justicia a la extraordinaria complejidad de The Searchers. Apoyado en unas interpretaciones magistrales, Ford ajusta para siempre las cuentas con las entrañas racistas y depredadoras del wéstern, ese género que describe milimétricamente la formación de Estados Unidos. Entra a fondo en la paranoia del miedo interracial, el horror que consume a Ethan —su idea inicial es matar a la niña, mancillada por los indios—, y en la venganza como motor de la Conquista. Edwards también es un solitario, tipificado como un leatherstocking, un pionero avanzadilla de la civilización blanca, pero incapaz de formar una familia. La película enhebra la neurosis racial con el conflicto entre nomadismo y hogar que desgarró a una parte de la generación salida de la Guerra de Secesión.
El argumento de The Searchers sería poca cosa sin un despliegue narrativo que es capaz de transmitir al espectador emociones muy complejas a trevés de recursos expositivos sencillos. Quien quiera comprobar el genio de Ford, que atienda a la secuencia maestra en la que el reverendo Clayton observa como Martha, la cuñada de Ethan, acaricia el capote de éste; la mirada del reverendo nos cuenta una historia lejana y quizá oscura entre Ethan y Martha, pero nos dice también de que jamás una sola palabra saldrá de los labios del mudo espectador. O el momento en que Ethan vuelve de su misión de reconocimiento —sin su capote— e informa a Martin y Brad de la localización de la partida india; sus nerviosos movimientos excavando con el cuchillo en la tierra revelan que está mintiendo. O el entrañable gesto del analfabeto Jorgensen Sr. (un gran John Qualen), calándose los anteojos cada vez que su hija Laurie lee una carta del searcher Martin.
Han pasado 60 años desde The Searchers pero parece que fue ayer cuando se estrenó. Ford, como Hitchcock y Lang, es uno de los gigantes que llevó la capacidad expresiva del cine hasta límites inexplorados. Los clásicos se expresan mejor y vieron más lejos que estos contemporáneos tan, como decirlo, confusos y difusos. (Jesús Mota – ElPaís.com)