Etiqueta: Gran Depresión

  • Boxcar Bertha (Martin Scorsese – 1972)

    Boxcar Bertha (Martin Scorsese – 1972)

    Boxcar Bertha Thompson es una joven de la era de la Gran Depresión que al perder a su padre se une a un controvertido líder sindical llamado Bill Shelley. Acusados de comunistas por un grupo de conservadores y perseguidos por una corrupta compañía de ferrocarriles que busca venganza contra Shelley, la vida de Bertha se convierte en una permanente huida por el mundo del crimen y un emocionante capítulo de la historia americana.

    • IMDb Rating: 6,0
    • RottenTomatoes: 53%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Los años sesenta son, para el cine americano, un híbrido. Por un lado, son los estertores del antiguo sistema de estudios, con un cine estancado en unos modos y maneras clásicos que ya no responden a la realidad y a las ambiciones de su público. Por otro lado, es un permanente laboratorio de experimentación, transformación y cambio muy influenciado por las corrientes foráneas, preferentemente europeas. Los primeros pasos de John Cassavetes y el resto del New American Cinema eclosionan con el éxito popular de películas que como Bonnie & Clyde o Easy Rider, nacidas de la oportunidad que nuevos productores dan a los talentos emergentes surgidos de los suburbios de Hollywood y de las televisiones y teatros de Nueva York, inician una senda en el cine norteamericano que, de manera intermitente, se mantendrá como hegemónica durante unos diez años, hasta que los nuevos sistemas de producción, distribución y publicidad implantados como resultado de los multimillonarios éxitos de The Godfather, The Exorcist, Jaws y Star Wars transformen para siempre el cine estadounidense hasta convertirlo en su mayor parte en el catálogo de vaciedades que se exhibe impúdicamente en las carteleras de todo el mundo para su vergüenza y nuestra consternación. Uno de los supervivientes de aquella generación que intentó cambiar el cine de Hollywood para bien de entre los que mejor se adaptaron a los nuevos tiempos (no hay más que ver cómo ha disminuido exponencialmente la calidad de sus trabajos a medida que se han ido volviendo más acomodaticios y complacientes) es Martin Scorsese, que tuvo algo más de cuerda que el resto. Su película de 1972, Boxcar Bertha, la segunda de su filmografía, no sólo es ejemplar en cuanto a la presencia de ese nuevo aire fresco del cine americano de los sesenta y setenta, sino que permite comprobar cómo ha evolucionado la carrera de Scorsese, sus temas y sus ambiciones, en cuarenta años de trayectoria.

    Boxcar Bertha no podría entenderse sin dos influencias notables: la primera, la de la película de Arthur Penn, de la que Boxcar Bertha parece una versión empequeñecida en lo presupuestario, afeada en lo estético y aligerada en cuanto a estrellas en su reparto, por más que temáticamente contenga un buen puñado de puntos de conexión; la segunda, la de su productor, Roger Corman, alejado durante estos años de su prolongada querencia a las películas de terror de serie B, a las adaptaciones de relatos de Lovecraft o Edgar Allan Poe y a la presencia de Vincent Price, y atraído enormemente por las películas situadas en las décadas veinte y treinta del siglo XX (como sus propios filmes The St. Valentin’s Day Massacre, de 1967, o Bloody Mama, de 1970, en la que un jovencísimo Robert De Niro y un desgarbado Bruce Dern, entre otros, forman un grupo de hijos devotos de su madre, Shelley Winters, además de una banda de violentos y crueles atracadores). A esta doble influencia hay que sumar la subrepticia presencia de la estructura del western, el enfrentamiento entre la ley y los bandidos, los episodios de violencia a él asociados y el entorno rural y de campo abierto donde tiene lugar buena parte de la historia, en localizaciones del viejo sur de Estados Unidos.

    Así, Scorsese construye en Boxcar Bertha, con guión de Joyce y J. William Corrington inspirado en hechos reales, la historia de Bertha (una jovencísima Barbara Hershey), una huérfana que en compañía de un joven sindicalista (David Carradine), un fullero y tramposo jugador (Barry Primus) y un músico negro (Bernie Casey), luchan violentamente contra el ferrocarril de un magnate sin escrúpulos (John Carradine), mezclando en su comportamiento el inconsciente idealismo de los jóvenes impresionados por las igualitarias y justicieras ideas de izquierdas y el ansia de dinero «fácil» con el que salir de su estado de pobreza y miseria. La película, erigida sobre la estructura de road movie, de huida permanente, ya sea en coche o en tren, de un grupo de perseguidos por la justicia, a un ritmo vertiginoso, está salpicada de capítulos románticos (escenas de sexo entre Carradine y Hershey rodadas no sin lirismo y sensibilidad) y violentos (atracos, tiroteos, asaltos a trenes, fugas carcelarias, persecuciones), así como de bellas imágenes de los exteriores del sur de Estados Unidos, aunque un poco atolondradas y descuidadas en el mejor estilo Corman. Pero la película no evita la reflexión y una postura abiertamente contestataria propia de aquel nuevo cine cuyo futuro se truncaría pocos años más tarde.

    En primer lugar, sitúa la acción en el sur de Estados Unidos, lo que da pie, a través del personaje de Bernie Casey, a examinar los vestigios de la discriminación racial presentes en su sociedad y que la Guerra de Secesión, terminada apenas sesenta o setenta años antes del periodo en el que se inicia la historia que cuenta la película, no eliminó sino que enraizó. Por otro lado, la policía, las fuerzas de la ley retratadas en la película, no son ni mucho menos personajes positivos, sino seres corruptos, violentos, autoritarios, brazos armados al servicio de unos intereses económicos que chocan con las ansias de supervivencia, dignidad y libertad de las masas campesinas y trabajadoras, o de los jóvenes que no tienen futuro. Por último, utilizando para eso un nuevo guiño al western (el ferrocarril como metáfora de la inminente e inevitable llegada de una modernidad transformadora del mundo conocido a costa de penurias y sacrificios), la película critica el desarrollismo fundamentado en las fortunas particulares, los macroproyectos económicos que no redundan en un beneficio para toda la comunidad, sino para unos pocos. Lejos de justificar la violencia del grupo de atracadores, Scorsese expone las causas de su irrupción, de su fracaso, de la imposibilidad de otro futuro. Los personajes afrontan su destino con resignación (incluso cuando Bertha, con todo el resto de la banda en prisión, asume el ejercicio de la prostitución para sobrevivir), al mismo tiempo que sus antagonistas sólo se rigen por la ambición. Esta imposibilidad de conciliación eclosiona en un impactante final, rodado con maestría, en el que se percibe la alargada sombra de los westerns de Peckinpah, y que encuentra en el final del personaje de Bill, el sindicalista al que da vida David Carradine, la expresión metafórica del contenido ideológico de la cinta.

    Scorsese filma con pericia anunciadora de su enorme capacidad para narrar, se apunta un buen puñado de hallazgos visuales y también unos cuantos aciertos en la composición de planos, aunque los ajustes presupuestarios y la huella de Corman se noten en buena parte del metraje y también del montaje. Especialmente destacan las escenas en las que aparece Bertha-Hershey (ingenua y salvaje, tosca y sensual, violenta y bellísima), el crucial final de la película, con Bertha corriendo junto al tren que se lleva a Bill, y, en el plano metacinematográfico, las secuencias en las que John y David Carradine comparten escenario y planos.

    Una película que avanzaba el enorme talento de Martin Scorsese, que eclosionaría dentro de esa misma década con los títulos más decisivos de su carrera, antes de que (quizá por el abandono de las drogas que durante aquel tiempo fueron parte importante de su inspiración y de su actividad), especialmente por su ansia de supervivencia comercial, su cine se fuera apartando cada vez más de la autoría para abrazar los cánones más comerciales y alimenticios, a través de los cuales, sin embargo, ha obtenido un gran éxito mediático que, no obstante, no es ni comparable al reconocimiento artístico que sus mejores títulos siguen disfrutando hoy en día. (39Escalones.com)

  • The Purple Rose of Cairo (Woody Allen – 1985)

    The Purple Rose of Cairo (Woody Allen – 1985)

    Mientras Cecilia trabaja como camarera en Nueva Jersey, mientras la Gran Depresión azota a Estados Unidos, su marido se dedica a hacer el vago. Su única distracción es el cine, al que va una y otra vez para evadirse de la dura realidad y soñar con un mundo de champagne, trajes de noche y fiestas elegantes. Una noche, el protagonista de su película favorita, The Purple Rose of Cairo, se fija en ella y atraviesa la pantalla para conocerla.

    Premio FIPRESCI (Festival de Cannes 1985)

    Mejor Guion (Premios Globo de Oro 1985)

    Mejor Película y Mejor Guion Original (Premios BAFTA 1985)

    Mejor Guion (Asociación de Críticos de Boston 1985)

    Mejor Película Extranjera (Premios César 1985)

    Mejor Guion (Círculo de Críticos de Nueva York 1985)

    • IMDb Rating: 7,7
    • Rotten Tomatoes: 92%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Escapar. A veces –muchas veces- queremos escapar de lo que nos rodea. Y si la fuga no puede ser física, por lo menos aspiramos a que sea mental: una distracción que apague, borre, calme, apacigüe, refresque, sane o mitigue. Cualquier cosa que nos haga olvidar ese presente no siempre en paz y nos permita soñar. La ficción es una buena forma de escapar y el cine es un proveedor instantáneo y constante de ficciones en busca de un espectador que beba de ellas.

    En los momentos de crisis el cine siempre ha ofrecido un alivio particular o colectivo, brindando un efecto catártico que está en la base de su función como entretenimiento. Géneros “escapistas” como el cine de aventuras, el cine de terror, el musical o la comedia brindaron esperanza en momentos clave de la historia del siglo XX y a nivel personal continúan y continuarán ayudando a los espectadores a encontrar un refugio.

    Woody Allen sabe muy bien de esas bondades del cine y quiso por ello contarnos una historia que ocurre en una época histórica concreta y crítica: la depresión económica de inicios de los años treinta en los Estados Unidos. Un pueblo sumido en la pobreza se aferraba al cine como una de las pocas herramientas de distracción barata que le quedaba. Y Hollywood le brindaba un universo absolutamente ajeno a la realidad que se vivía fuera de los teatros. En esos filmes la sofisticación de las situaciones era la regla: escenarios exóticos, gente de mundo, dandis despreocupados, mujeres frívolas, fiestas perpetuas, licor y los infaltables teléfonos blancos (que incluso fueron un género per se en el cine italiano de finales de la década), símbolo de riqueza y boato. ¿Quién querría mostrar en el cine esa realidad demasiado cruel y dura? Era mejor volver imágenes una quimera aspiracional que fuera tan soleada como imposible de alcanzar en esos momentos. Recuerden a Gran Hotel (Grand Hotel, 1932), Cena a las ocho (Dinner at Eight, 1933), Design for Living (1933), Twentieth Century (1934), The Richest Girl in the World (1934) o The Gay Divorcee (1934) y tendrán ejemplos de esa tendencia que la RKO convirtió en su marca.

    De un lado estaba la realidad gris y de otro lado la fantasía cálida. Era obvio que cualquier espectador de esos años hubiera querido saltar al mundo de la pantalla, como ocurrió con Buster Keaton en Sherlock Jr. (1924) una película a la que Woody rinde homenaje aquí. Sin duda era menos predecible que un personaje de la pantalla –un personaje de una película proyectada- pasara al otro lado, al real, para él también escapar. ¿Huir al mundo real? ¿A ese mundo empobrecido y ruinoso donde los autos no encienden sin la llave, los contendores no son nobles y donde no hay un fundido negro tras un beso apasionado? Esa es la anécdota básica que dio origen a The Purple Rose of Cairo (1985) la brillante y conmovedora historia con la que Woody Allen declara su amor al cine y a sus posibilidades redentoras.

    El personaje que huye de la pantalla lo hace prendado de una mujer, Cecilia (Mia Farrow), una constante espectadora de un teatro de New Jersey que ahoga sus penas conyugales y laborales hundiéndose con ellas en las películas que ve una y otra vez. Estamos en los años treinta y Cecilia vive con un hombre desempleado que abusa de ella, le es infiel y le quita las pocas ganancias que obtiene trabajando como mesera y lavando ropa. El cine y sus estrellas son su única válvula de escape ante semejante situación. Hasta que un día Tom Baxter, el personaje de una película que ella ve asiduamente y que se llama precisamente The Purple Rose of Cairo, la ve, la identifica y decide salir al mundo real a conocerla. A huir juntos. Cecilia quería escapar de la realidad y terminó acompañando a un ser de ficción que se decidió a hacerlo antes que ella. Lo absurdo de la situación le sirve a Woody para jugar y hacer comedia con los contrastes que se viven entre el candor de Tom Baxter –su personaje es un aventurero y poeta, y conserva esas características- y la dureza de la situación social que se vive en ese momento. Así mismo se vive un sainete surrealista entre los personajes de la pantalla, estancados por la ausencia de Tom en un relato que no puede avanzar.

    Entre Tom y Cecilia germina un romance al que se suma una complicación adicional, la aparición de Gil Shepherd, el actor de Hollywood que interpreta a Tom (a ambos personajes los encarna Jeff Daniels), y que termina también enamorándose de Cecilia, que es una fanática de su cine. Acá esta película va acercándose a El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952) de Federico Fellini, en la que una joven de provincia llega a Roma en su luna de miel y se escapa para conocer al jeque blanco que protagoniza su fotonovela favorita para encontrar tan solo a Fernando Rivoli, el actor que interpreta a ese personaje de ficción (que solo existe en el contexto de la fotonovela) y acabar desilusionándose con la realidad vulgar que este representa.

    La tensión entonces en The Purple Rose of Cairo es exactamente entre la ficción y la realidad; entre la idealización del celuloide y el desencanto terrenal; entre el sueño y la vigilia; entre la perfección que no existe y la imperfección que todo lo cubre. Woody es un director que se ha resistido a que sus personajes dejen de estar atrapados en los confines de la realidad y permite que se liberen por medio de la magia, el espiritismo, lo onírico, lo sobrenatural. Lo malo es que él está consciente que esos antídotos son de corta duración y que más temprano que tarde la realidad se impondrá con su contundencia. Reversando la situación inicial, Cecilia visita el mundo de celuloide y en blanco y negro donde vive Tom Baxter y descubre que la champaña en realidad es ginger ale y que los rascacielos son decorados de cartón. Pero lo que en verdad descubre es que ella no pertenece a ese mundo. “La fantasía es mucho mejor que la realidad. Desafortunadamente no podemos vivir en la fantasía y estamos forzados a vivir en esta horrible realidad en la que nos encontramos por razones inexplicables”, le explicaba Woody a Richard Schickel al referirse a esta película.

    Cecilia parece ir de la niñez a la adultez en este filme. De vivir fantaseando roles y vidas ajenas pasa al final a aceptar su entorno y a entender que llega un día en que uno despierta y se reconoce adulto, con todas las responsabilidades y frustraciones que eso implica. Al final de The Purple Rose of Cairo la burbuja de ensoñación le explota en la cara y ella tiene que volver a empezar.

    Los directivos de Orion Pictures se sintieron frustrados con el final pesimista de la película, pero Woody no iba a cambiarlo, así le advirtieran que eso repercutiría en la taquilla. Para él el final justifica todo el filme, ese final donde de nuevo, tras su fantástica aventura –que bien podría haber ocurrido en un sueño como le ocurrió al protagonista de Sherlock Jr.– ella está frente a una pantalla de cine. Está viendo Top Hat (1935) y Ginger Rogers y Fred Astaire bailan para ella esa hermosa melodía de Irving Berlin que es Cheek to Cheek. Ahí está la ficción otra vez, dándole la certeza de encontrar siempre un bálsamo infalible, un escudo mental frente a tanta ignominia errática. Entrégate, deja que el cine te salve, Cecilia, puede que nada ni nadie más venga en tu ayuda. (Juan Carlos González A. – tiempodecine.co)

  • Of Mice and Men (Gary Sinise – 1992)

    Of Mice and Men (Gary Sinise – 1992)

    En Of Mice and Men dos grandes amigos, Lennie y George se encuentran en paro, en plena era de la depresión norteamericana, y con pocas posibilidades de conseguir trabajo debido al retraso mental de Lennie. Cuando son contratados en el Rancho Tyler ven como su vida progresa a pesar de la estricta supervisión de Curley, el desagradable hijo del jefe. Pero su mundo se tambalea cuando la insatisfecha esposa de Curley se convierte en víctima inocente de la compasión de Lennie, forzando a George a decidir entre su amistad o él mismo.

    • IMDb Rating: 7,5
    • Rotten Tomatoes: 97%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Espléndida película del actor y director escénico Gary Sinise, uno de los innovadores del teatro estadounidense contemporáneo y co-fundador de la famosa compañía Chicago Steppenwolf, ahora también dedicado al cine como intérprete, productor y realizador (Más allá de la ambición). Basada en la novela de John Steinbeck Of Mice and Men (traducida a 31 idiomas), que en 1980 ya había llevado al teatro el propio Sinise con el mismo Malkovich (quien hace una gran creación de George Milton, el referido retrasado mental), es la tercera versión fílmica de esa obra literaria: en 1939 la tradujo en imágenes por primera vez Lewis Milestone, con Burgess Meredith y Lon Chaney, Jr. como protagonistas, y en 1982 hizo lo propio Reza Bariyi, aunque para la pequeña pantalla.

    No obstante, Gary Sinise ha contado aquí con uno de los guionistas más sólidos -Horton Foote (Oscar por Matar un ruiseñor y Tender Mercies)- y un equipo técnico-artístico de primer orden. Por tanto, su evocación de la época es excelente, así como la creación de tipos -especialmente el viejo Candy interpretado por Ray Walston- y la puesta en escena esta vez en escenarios naturales e interiores meticulosamente reconstruidos.

    Concebida casi como una tragedia griega, con la significativa catarsis de la patética “ejecución” de George por su amigo Lennie, Sinise ofrece -como en 1937 hiciera el premio Nobel Steinbeck en su novela original- una reflexión crítica sobre la condición humana y de un período determinado. Si el célebre escritor americano ya retrató el status USA de la Depresión en el campo con Las uvas de la ira (que adaptó John Ford para la gran pantalla en 1940, y el mismo Gary Sinise recreó con su compañía escénica entre 1988-90), aquí se intenta universalizar con temas que están más allá de una situación social concreta: amistad, lealtad, soledad, amor… Así manifestaría el realizador: “La historia de George y Lennie es una historia de la cual podemos aprender mucho: dos individuos que se quieren, protegen y se sacrifican el uno por el otro…, soñando por un trozo de tierra y los obstáculos que impiden la realización de ese sueño. Para mí, ésta es una historia que merece la pena que se cuente una y otra vez… para toda la humanidad”. Aunque Sinise es sobrio y evita cualquier tipo de concesiones -análisis dialéctico incluido-, cae en cierto tono literario-sentimental y esteticista en su visión lírico-testimonial del mundo rural. (María Bofarull – contraste.info)

     

    El actor Gary Sinise se pone también tras la cámara para llevar a la pantalla una de las grandes novelas de la literatura norteamericana, Of Mice and Men de John Steinbeck, que ya había sido adaptada en 1939 por Lewis Milestone.

    Sinise lleva a cabo una película de corte clásico, en la que cobran especial importancia las interpretaciones de los dos protagonistas, él mismo y sobre todo John Malkovich como Lenni, el gigante bueno pero incapaz de controlar sus acciones (un poco monstruo de Frankenstein). El film intenta dotar del máximo realismo y autenticidad la reconstrucción de la época, moviéndose por localizaciones reales. Sinise intenta transmitir el ambiente que se vivía en esos Estados Unidos de la Gran Depresión por los que se mueven los dos personajes buscando un trabajo tras otro mientras conversan sobre su imagen del sueño americano: tener un rancho propio para criar conejos. El director no renuncia tampoco al regusto de tristeza y derrota que deja el film. (Eulália Iglesias – sensacine.com)

  • Paper Moon (Peter Bogdanovich – 1973)

    Paper Moon (Peter Bogdanovich – 1973)

    Paper Moon transcurre en los Estados Unidos de los años 30, durante la época de la Gran Depresión y la Ley Seca. Un estafador de poca monta que intenta vender Biblias a las viudas, se hace cargo a regañadientes del cuidado de la hija de una antigua amante. La niña no sólo aprende rápidamente todos los trucos del oficio de su protector, sino que incluso le ayuda, en algunas ocasiones, a salir de apuros.

    Mejor Actriz de Reparto en los Premios Oscar 1973
    Nueva Promesa Femenina en los Globos de Oro 1973
    Concha de Plata y Premio del jurado en el Festival de San Sebastián 1973
    Mejor guión adaptado comedia 1973 para el Sindicato de Guioniostas (WGA)
    • IMDb Rating: 8,2
    • RottenTomatoes: 91%

    Película / Subtítulo (Calidad 720p)

     

    El séptimo arte a lo largo de su historia nos regaló muchas road movies con personajes que a priori mucho no tienen en común salvo el ardid retórico de tener que compartir un viaje a donde sea por el motivo que sea, no obstante lo que nos ofrece la maravillosa Paper Moon, es algo mucho más profundo y difícil de describir, en especial si pensamos en la parafernalia hueca estándar de los ámbitos comercial estrafalario e indie de pocas ideas de la actualidad: la que sin duda podemos definir como la obra maestra de Peter Bogdanovich, uno de los representantes más conspicuos del querido Nuevo Hollywood de la década del 70, cuenta con un encanto humanista y una sinceridad muy poco habitual en el cine no sólo norteamericano sino mundial, circunstancia que refuerza la paradoja de base porque la película de hecho está enmarcada en el prolongado ciclo de films de impronta nostálgica que coparían prácticamente toda la trayectoria del director, un verdadero obsesivo en eso de intentar recuperar determinados aspectos de las diferentes sociedades y la industria del espectáculo de antaño aunque desde una perspectiva a simple vista un tanto extraña, léase combinando la mirada nihilista de nuestros días, cierto devenir narrativo caótico en plan homenaje explícito a lo bestia y un cuidado admirable por los personajes y su idiosincrasia; en esencia tres ítems que casi nunca se presentan en simultáneo y mucho menos alineados -como en esta oportunidad, por ejemplo- en las obras del mainstream internacional contemporáneo, el cual suele poner el acento en un escepticismo de manual para después tratar de “atarlo con alambre” alrededor de los mismos clichés vetustos de siempre sin que nadie pueda identificarse con semejante atolladero hipócrita y perezoso.

    La fuente de inspiración del glorioso guión de Alvin Sargent, con retoques muy específicos del propio Bogdanovich, fue la novela Addie Pray de 1971 de Joe David Brown, cuya estructura Paper Moon respeta a rasgos generales: en el Estado de Kansas del comienzo de la Gran Depresión y los últimos estertores de la Ley Seca en los Estados Unidos, Moses “Moze” Pray (Ryan O’Neal), un artista consumado de la estafa más disimulada, un buen día se aparece en el entierro de una mujer que supo tener en alta estima cuando la conoció años atrás en un bar y tuvo sexo con ella, lo que deriva en que el sacerdote y dos dolientes femeninas asuman que es el padre de la única hija de la finada, una nena de nueve años llamada Addie Loggins (Tatum O’Neal), y por ello le solicitan que la lleve a la casa de la tía de la niña en St. Joseph, en el Estado de Missouri, Billie (Rose-Mary Rumbley), alguien que ni siquiera conoce a la mocosa. El señor en un principio se niega de lleno pero a posteriori termina aceptando con vistas a aprovechar toda la situación para extorsionar al hermano acaudalado del imbécil que mató a la madre de la huérfana en un accidente automovilístico por conducir borracho, de quien consigue extraer 200 dólares a condición de no iniciar ninguna hipotética acción legal confiscatoria. Addie, que está convencida de que Moses es su padre porque ambos tienen la misma barbilla, y a sabiendas de que el hombre no quiere hacerse cargo de ella, le reclama que le entregue el dinero en cuestión o le dirá a la policía cómo lo obtuvo, detalle que termina de obligar a un Moze que se gastó gran parte del efectivo en arreglar su vehículo a tener que peregrinar con la nena en su clásico tour de timos y engaños hasta recolectar los 200 dólares y ya sacársela de encima.

    Contra todo pronóstico, el dúo demuestra ser muy bueno en lo suyo porque la presencia de Addie agrega sincronía a los discursos para embaucar al aportar una capa de respetabilidad sobre los fraudes de Pray a ojos de los habitantes ignorantes y/ o ingenuos del interior estadounidense; un estilo de vida muy peculiar sustentado en primer lugar en artimañas con los billetes en compras al paso, birlándole el cambio a los cajeros al confundirlos, desviar su atención o defraudarlos de manera subrepticia, y en segundo término en la venta semi forzada de Biblias estampadas a viudas o viudos recientes que Moses encuentra por los avisos fúnebres de los periódicos, a quienes les dice -para inducir una compra compulsiva melodramática- que el hoy fallecido le encargó tiempo atrás un ejemplar del libro sagrado con el nombre de la viuda en letras doradas. Todo marcha bien y superan holgadamente la suma a recaudar hasta que el hombre se enamora y decide llevar con él a una “bailarina exótica” que conoce en una feria popular ambulante, Trixie Delight (Madeline Kahn), una prostituta muy verborrágica que lo hace comprar un nuevo coche y que no se despega de su asistente/ criada afroamericana, Imogene (P.J. Johnson), una adolescente de 15 años símil esclava. Eventualmente las dos jóvenes pergeñan una estratagema para alejar a Trixie de Pray organizando un encuentro sexual pago entre el empleado de un hotel y la mujer, así la nena y él vuelven al camino e Imogene regresa a su hogar familiar. Cuando la pícara dupla pretenda estafar a un contrabandista, Jess Hardin (John Hillerman), robándole y después vendiéndole su propio whisky, el asunto los enfrentará al hermano mellizo del afectado, un policía algo tenebroso (también compuesto por Hillerman) que los perseguirá con tozudez.

    Paper Moon, que por cierto está muy enmarcada en el mejor período de la carrera de Bogdanovich, ese inicial que abarca a las también excelentes Targets, The Last Picture Show, y What’s Up Doc?, funciona como una amalgama perfecta de elementos muy difíciles de hacer trabajar en conjunto desde el punto de vista de la armonía artística, a saber: la fotografía en blanco y negro de László Kovács es francamente sublime (cada toma juega desde la astucia con el contrapunto entre los personajes y sus miserias y alegrías por un lado y esos fondos semi desérticos del medio-oeste yanqui por el otro, subrayando el contexto desesperado de los protagonistas y su necesidad de seguir timando y continuar huyendo para subsistir en un páramo con pocas o nulas oportunidades concretas), aquí una vez más el realizador demuestra ser un prodigioso director de actores como pocos de sus colegas (los O’Neal, padre e hija en la vida real, interpretan a un dúo que puede o no estar vinculado a nivel sanguíneo, con Ryan entregando una actuación espléndida que pone en primer plano sus dotes cómicas y Tatum directamente ofreciendo una de las mejores labores infantiles de la historia del cine tracción a una versatilidad -según la escena considerada- que resulta insólita), y finalmente el mismísimo guión está plagado de diálogos memorables y muy graciosos que mezclan perspicacia, mundanidad y angustia en iguales proporciones (el verosímil, ese eterno descuidado en las comedias dramáticas y las comedias a secas, aquí está construido con una gigantesca solvencia transmitiendo una permanente sensación de improvisación meticulosa en la ruta que tiene mucho de ambigüedad y sutiles sorpresas).

    Es precisamente dicha incertidumbre y nerviosismo en torno a la paternidad de Moze con respecto a Addie la que se va desdibujando a medida que avanza el metraje ya que es reemplazada por una amistad imprevista orientada al retrato de determinados vínculos sociales que parecen obedecer a conjunciones azarosas más que a un afecto intrínseco de por sí: en vez del clásico prejuicio facilista de la comunidad occidental y la industria del espectáculo en lo que atañe a la comarca hogareña, ese del “si son o pueden ser parientes, deben vivir juntos y llevarse bien a la fuerza”, en el opus de Bogdanovich tenemos en cambio la edificación de un enlace entre dos extraños a partir de la naturalidad y elementos compartidos, definitivamente la soledad (él perdió a sus padres y no sabe dónde está su hermana, y ella no desea ir a vivir con una tía que jamás se molestó en conocerla o en visitar a la finada de su madre), los billetitos verdes (la nena lleva un constante recuento de la suma acumulada por las trampas y el hombre se espanta ante los abultados montos que Addie pide a las víctimas por las Biblias, siempre calculando el “valor personalizado” según las pertenencias de la casa/ capacidad de compra de cada individuo en particular), y la paradigmática adicción al peligro que se mueve por detrás de una existencia dedicada al riesgo ad infinitum (como tantas obras consagradas al delito cíclico, cada nueva operación de los protagonistas parece duplicar a la anterior en materia de esfuerzos involucrados, amenaza y posibles recompensas, logrando que la progresión dramática marche cuesta arriba hasta un desenlace que suele colocar a nuestros adalides cara a cara con el límite de hasta dónde pueden -o pretenden/ anhelan- llegar en su ambición y hambre de aventuras).

    Más allá de la sabiduría exhibida por Bogdanovich al momento de explorar la complejidad del mundo de los niños y su convivencia con el atolondrado ecosistema de los adultos, sólo equiparable a su homóloga apesadumbrada de otros maestros del rubro como Carlos Saura, Louis Malle y Víctor Erice, la propuesta es uno de los mejores exponentes del cine inconformista más álgido por la sencilla razón de que toda la faena en su conjunto está encarada desde la amoralidad antiinstitucional y el relato nunca pide perdón al respecto, como sí harían la infinidad de duplicados que Hollywood ensayaría desde los 80 hasta nuestros días, casi siempre haciendo que los valores familiares tradicionales y la seguridad burguesa reaccionaria triunfe en última instancia. Ubicándose en el extremo opuesto, Paper Moon continuamente celebra la cultura del rebusque callejero que recorre los intersticios y pequeñas grietas del sistema social/ económico/ comunicacional para sacar beneficio y robarles a los tontos obedientes unas monedas que permitan sobrevivir un día más; algo que queda muy de manifiesto en el desenlace cuando un Pray humillado porque los gemelos contrabandistas lo encontraron, lo golpearon y le sacaron el dinero pretende dejar con Billie a la niña, y ella no se resigna a la mediocridad aburrida burguesa y sale al reencuentro de un socio/ amigo/ tutor que la acepta ya que ambos comparten cariño, ese dulce cinismo del vagabundo de los márgenes y la visión crítica para con una sociedad conservadora que se vive replegando en sus cuevas cada vez que las papas queman. La lucha del subsistir prosaico y carente de pompa aquí se unifica con una parquedad tramposa que sabe sonreírle a los necios y los paparulos cuando se necesita birlarles eso que definitivamente les sobra… (Emiliano Fernández – Metacultura.com)