En Punch-Drunk Love, Barry es un tipo solitario y poco sociable que fue educado entre siete  hermanas. La sobreprotección que se le dispensó desde niño le ha impedido enamorarse. Un día descubre un fallo en un concurso con el que tiene intención de ganar miles de millas en billetes de avión. Mientras tanto, por mediación de su hermana conoce a una misteriosa mujer con la que inicia una romántica aventura.

Mejor Director en el Festival de Cannes 2002
Mejor Guión y Mejor Actor en el Festival de Gijón 2002
  • IMDb Rating: 7,3
  • RottenTomatoes: 79%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Que después de dos de las mejores películas de la historia del cine norteamericano, Boogie Nights y Magnolia, Paul Thomas Anderson se niegue a continuar por el mismo camino, y se embarque en un proyecto tan extraño y refrescante como Punch-Drunk Love (que me perdone el lector si no utilizo su abominable título español), es la certificación de los enormes huevos de este cineasta. Este (aparente) paso atrás, es la negativa de Anderson de dormirse en los laureles de prestigio de sus dos excepcionales relatos corales, y la confirmación de que es capaz de lanzarse al suicidio de un nuevo comienzo estético, en el que todavía perviven algunos inconfundibles sellos de identidad de su cine anterior, mientras que en gran parte parece la obra de un nuevo cineasta, recién salido de la escuela de cine. O mejor dicho, como un niño que olvidase todo lo aprendido, cogiera una cámara, y escribiera una historia con imágenes.

Se ha dicho de todo acerca de esta película: inclasificable, insólita comedia romántica, boba, genial, impredecible, aburrida, extravagente, surrealista, incluso dadaísta… Puede que tenga algo de todo eso, no lo sé. Pero yo añadiría la palabra que mejor le cuadra, bajo mi punto de vista: libérrima. Tras el homenaje al entrañable y desaparecido mundo del porno californiano de los años setenta, y a la interconexión universal del ser humano de sus dos anteriores trabajos, Anderson se centra ahora en la soledad de un carácter casi insoportable, un individuo que muy pocos harían el protagonista de su historia, y en la intensa e incontrolable relación que surge con una misteriosa mujer, que quizá sea la única que se ha fijado en él en décadas… De ahí surge una de las aventuras de la imaginación más barrocas y complejas de analizar de los últimos años, probablemente la más incomprendida de su director, que sin embargo, de forma casi enigmática, preparaba el terreno para su posterior, y genial, There Will Be Blood.

Lo cierto es que en su historia pueden encontrarse ecos de títulos no muy lejanos como As Good as It Gets, (James L. Brooks, 1998), así como puede considerarse un cierto preámbulo para el laberinto narrativo de Eternal Sunshine of the Spotless Mind, con la que comparte compositor musical, el a veces fabuloso Jon Brion. Pero en verdad no se encuentran equivalentes, al menos nítidos, en el cine reciente, y basta la secuencia de apertura para constatar este hecho: un individuo perennemente vestido de azul (nuestro protagonista, Barry Egan, interpretado por el casi siempre recalcitrante Adam Sandler) mantiene una absurda conversación telefónica, luego sale de su lugar de trabajo (una fría nave industrial) y presencia un accidente automolístico, seguido por el chocante abandono de un armonio en mitad de la calle, justo delante de él. Nada más empezar, Anderson fija perfectamente el terreno en el que vamos a movernos, que nadie se lleve a engaño.

Quizá por eso las referencias a lo surrealista o a lo dadaísta no andan muy desencaminadas, aunque quizá sería injusto limitarse a ellas. La mirada libre y desprejuiciada del niño travieso Anderson no juzga, pues solamente muestra, unos acontecimientos no tan singulares como parece a primera vista, aunque condicionados por una puesta en escena algo más sobria de lo que suele ser habitual en él. Pero también: sólo en apariencia, pues gracias a ella Anderson puede mostrar en imágenes los sentimientos y las emociones de su personaje, tan ambivalentes y alteradas que se corría el riesgo de una caída en lo retórico o en lo superficial. Pero esa caída nunca ocurre, ya que el cineasta, una vez más, es capaz de desplegar una gran comprensión y sobre todo compasión por sus criaturas, por muy imperfectas que estas sean. Su cámara adquiere en algunas secuencias los rasgos nerviosos de otras películas suyas, pero está más atemperada, más serena. Sin embargo, su magistral uso del sonido y el espacio, contribuyen a una sensación de aplastamiento y agobio realmente admirables.

Porque si en la futura There Will be Blood la mujer parece casi proscrita, aquí la mujer, la mayoría de ellas, son mostradas en su vertiente más dañina, exceptuando la tolerante y luminosa presencia de Lena (la maravillosa Emily Watson, muy alejada también de lo que suelen ofrecerle…). La obsesión de Anderson por el dolor que provoca la figura paterna, aquí se ve sustituida por el vampirismo de las siete (!) hermanas de Barry, las cuales le ningunean (sospechamos que desde la infancia), le menosprecian y le anulan constantemente, creando en él un sentimiento de inferioridad patológico, y una notable incapacidad para relacionarse con los demás. De ahí la importancia del misterioso armonio, que supongo que significara algo distinto para cada cual: desde la oportunidad de Barry de expresar algo de sí mismo, o un objeto infantil que confirma su quebradizo interior, pasando por un poético y surrealista cambio en la gris vida del protagonista. Barry luchará por olvidar un pasado que niega su misma identidad, y gracias a Lena comenzará a encontrar la fuerza y la dignidad de su interior.

Durante buena parte de Punch-Drunk Love no sabemos si reir, o llorar, o todo lo contrario. Y cuando ya nos ha quedado claro que no vamos a saberlo ni al final, es más sencillo ir entrando en esta curiosa búsqueda de los complejos resortes emocionales de Barry, y dejarse llevar por el absoluto encanto, y a veces la sordidez, con los que Anderson es capaz de contar su historia, con un magistral empleo del sonido diegético como expresión distorsionada de los sentimientos de Barry, y del color (impagables y cruciales los extraños intertítulos…sin título) como una sinfonía silenciosa que poco a poco va adecuando el estado de ánimo del espectador. La excelente fotografía de Robert Elswitt, capaz de alternar los interiores deficientemente iluminados con los exteriores exuberantes de Hawái, así como el minimalista y psicológico diseño de producción de William Arnold, que en nada desmerece el soberbio trabajo que ya hizo en Magnolia.

Compleja y arriesgada Punch-Drunk Love, obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes, y que muchos seguidores de Anderson no aprecian quizá como se merece. Desde luego, no es fácil de ver, ni es especialmente atractiva, ni es muy agradable salvo en algunos momentos, pero creo que merece mucho la pena. Mi secuencia favorita es, precisamente, todo el bloque de Hawai, que es como una bocanada de aire fresco en la película, y gracias al cual comprendemos un poquito más a ese carácter tan estrafalario, siempre vestido de azul (Adrián Massanet – Espinof.com)