En Point Blank, un hombre es traicionado por su esposa y por su mejor amigo después de haber dado un golpe muy lucrativo. Ambos lo abandonan, dándolo por muerto, en una celda de la abandonada prisión de Alcatraz. Años después, intentará vengarse y recobrar su parte del botín.
- IMDb Rating: 7,3
- Rotten Tomatoes: 92%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
La década de los sesenta fue, para el cine, una época de transición, de relevo generacional y de búsqueda de nuevas potencialidades narrativas y técnicas. En ese aspecto, Point Blank (John Boorman, 1967), es un film de su tiempo. El clima contestatario que se vivía en aquel momento en Estados Unidos, se extrapoló –como no podía ser de otra manera– a la naturaleza de los nuevos films que aparecían. La crisis de los grandes estudios, el asentamiento de la televisión, así como la necesidad de evolución genérica, dieron una mayor libertad creativa tanto a directores como a guionistas. Al mismo tiempo, se hizo cada vez más palpable la influencia del cine europeo que, con sus marcados aires renovadores, se convirtió en un referente para toda la industria cinematográfica.
De este modo, una nueva generación de creadores fueron tentados desde Hollywood, que padecía de la rigidez de tiempos más gloriosos. El cambio necesitaba de todo el potencial de directores europeos como Peter Yates, Roman Polanski, Milos Forman, Karel Reisz o John Boorman. Ellos fueron algunos de los realizadores que desembarcaron en la meca del cine, en medio de un convulso panorama internacional.
Con la Guerra Fría como telón de fondo, la Guerra del Vietnam y la inminente desaparición de los preceptos de censura que habían imperado hasta el momento, la violencia se abrió paso en el cine a golpe de fotograma. De ello se nutre Point Blank, que muestra la agresividad de una nueva versión del sector criminal, con unos renovados personajes que recuerdan más a unos ejecutivos que velan por los intereses de sus corporaciones, en este caso, de la esquiva ‘organización’.
El film noir, como vía expresiva y de estilización visual, fue uno de los géneros que experimentó una mayor transformación durante esta época. Si bien se considera, estrictamente, a Touch of Evil, Orson Welles como la última película de cine negro, muchas de sus características esenciales fueron transformándose y adaptándose a una nueva estética y a una evidente tendencia iconoclasta por parte de los cineastas del momento. Este film de John Boorman, junto con Bullitt, Peter Yates, posteriormente o, de modo más evidente, The Killers, Don Siegel, son claros e ineludibles referentes de esta evolución. El neo-noir, que entronca también con el thriller, fue el término con el que se clasificaron estas películas y que sirvió para encumbrar un estilo que, periódicamente, vuelve a aplicarse.
Durante el rodaje en Inglaterra de The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967, Lee Marvin entró en contacto con John Boorman, entonces un director británico en ciernes. Éste había trabajado previamente para la BBC y había realizado la película Catch Us If You Can, John Boorman, al servicio del grupo pop The Dave Clark Five, en un intento de emular el éxito de A Hard Day’s Night, Richard Lester. Este realizador llegó a Hollywood, pues, con todo el poso de las vanguardias, auténtica revolución a nivel pictórico, musical y literario. En el cine era la francesa Nouvelle vague, la que encabezaba esta renovación. Su huella en Point Blank es manifiesta, para un film que se observa, con el paso del tiempo, como un experimento o ejercicio estilístico, en el que la historia es justamente un vehículo y no una finalidad.
La cinta toma como base la novela The Hunter escrita por Donald E. Westlake, cuyo pseudónimo fue Richard Stark. Ésta fue la excusa para que Marvin y Boorman pudieran colaborar, algo que mutuamente deseaban y en lo que ambos pusieron mucho empeño. Su trama gira entorno a Walker, al que da vida Lee Marvin, un individuo que busca venganza después de ser traicionado por su entonces amigo y su mujer. La interpretación de Marvin en esta cinta, supone un acto total de deshumanización. Cuál autómata, ejecuta su particular vendetta desprovisto de expresión, como sucede también con el resto de personajes que representan los arquetipos más reconocibles del género del que toman forma. Destacan Angie Dickinson, con quien Marvin ya coincidió en The Killers, así como John Vernon, Carroll O’Connor y Keenan Wynn, como sus principales antagonistas.
Un inicio delirante repleto de continuos y oníricos flashbacks, marca el desarrollo circular de una trama que empieza donde termina, en Alcatraz. Ésta fue la primera película que se rodó en dicha prisión, después de su cierre definitivo como centro penitenciario en 1963. El ritmo del frenético montaje inicial, obra del veterano Henry Berman, va pausándose a medida que se manifiesta la futilidad de la venganza del protagonista. No en vano, el personaje de Lee Marvin es el que lleva a la muerte a aquéllos que persigue, pero en ningún caso, irónicamente, es él quien la consuma.
El sexo y el erotismo, por otro lado, también son representados con brusquedad y desapego. Existe un triángulo de relaciones, en más de un sentido. En estas escenas, el ritmo es entrecortado, interrumpido, frustrado. La pistola se convierte en una buscada analogía, como otra forma más de expresión de la violencia que impera en la película.
Los verdaderos personajes son el color y el sonido, en una cinta que persigue claramente el efectismo. El primero está presente no sólo en el entorno y en la iluminación, sino en el vestuario de los protagonistas, que parecen adaptarse a cada escenario, a cada situación. El desarrollo del argumento es también un desarrollo del cromatismo. Su valor sensorial aporta mucho más a la trama que los propios diálogos. Los verdes y los grises al principio, las tonalidades ocres más sensuales con la aparición de Angie Dickinson, pasando por el rojo del apartamento de Mal Reese –interpretado por John Vernon– como preludio de la violencia que le sobreviene al personaje. Estas transiciones no sólo afectan al espacio sino también al propio Walker, que modifica su vestuario a medida que avanza su periplo.
El uso del sonido, concebido también como elemento transgresor y de ruptura con su utilización clásica, supone una alteración constante del ritmo de la película. El sonido ambiente es repetitivo, estridente y crispado, así como la actuación musical del film en la que el intérprete no canta, más bien chilla. La banda sonora fue obra de Johnny Mandel y es uno de los recursos más singulares de Point Blank. Todo ello confiere a la cinta una atmósfera de convulsión, de tensión, hasta cargarse de toda la expresividad que no nos transmiten sus personajes.
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