En Nieve Negra, Salvador, acusado de haber matado a su hermano durante la adolescencia, vive aislado en el medio de la Patagonia. Tras varias décadas sin verse, su hermano Marcos y su cuñada Laura, llegan para convencerle de vender las tierras que comparten por herencia. El reencuentro, en medio de un paraje solitario e inaccesible, reaviva el duelo familiar dormido.
- IMDb Rating: 6,2
- RottenTomatoes: 60%
Un misterioso ermitaño que vive en un remoto paraje montañés, conflictos familiares irresueltos, una millonaria herencia en disputa, un pasado brumoso: todo en el argumento está servido para que Nieve negra resulte atrapante. Son elementos clásicos con los que el director y guionista Martín Hodara –en su opera prima en solitario- y Leonel D’Agostino –el coguionista- arman un efectivo cóctel de tragedia y suspenso.
Por supuesto, siempre ayuda contar con Ricardo Darín como uno de los protagonistas. Sería redundante insistir aquí en señalar sus virtudes o su carisma; basta con decir que una vez más pone esas cualidades al servicio de Salvador, ese hombre hosco y solitario peleado con el mundo, exiliado entre bosques y rocas. Sí, en cambio, hay que señalar el progreso de Leonardo Sbaraglia, que en los últimos años creció mucho interpretativamente, ( vean sino El Otro Hermano) y muestra las herramientas necesarias para hacer contrapeso en el duelo actoral con Darín.
Porque esto es un ajuste de cuentas entre Salvador y Marcos, su hermano menor, que reaparece después de muchos años en el exterior para enterrar las cenizas de su padre y convencer a su hermano de vender las tierras que heredaron. La testigo de ese mano a mano es Laura, la mujer de Marcos (la española Laia Costa), casi una representante de los espectadores en la pantalla: ella sabe lo mismo que nosotros sobre el retorcido vínculo entre esos dos hermanos.
Un elemento clave para potenciar este drama familiar cargado de flashbacks es el contexto: el imponente paisaje cordillerano –se supone que es la Patagonia, pero en realidad fue filmada en los Pirineos-es el equivalente natural del personaje de Darín por su misterio y su hostilidad, tormenta de nieve incluida. Es un marco que crea un clima parecido al de los policiales negros nórdicos, tan de moda a partir de Henning Mankell y su inspector Wallander.
Hay un talón de Aquiles, y es esa fórmula –en la que tan seguido caen justamente los policiales- de hacer que la historia dé un giro sorpresivo, que asombre y a la vez explique todo. Un recurso efectista que resta profundidad dramática y circunscribe a Nieve negra al rubro de películas que se limitan a contar bien una historia y entretener. Pero pedir más quizá sea demasiada exigencia. (Gaspar Zimerman – Diario Clarín)
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