En Kiss me Deadly el detective Mike Hammer recoge en la carretera, en plena noche, a una muchacha que huye de un peligro mortal. Poco después son interceptados por los acosadores, unos despiadados matones que, tras torturar y matar a la muchacha y pegar una paliza al duro detective, les arrojan por un precipicio. Hammer logra salir indemne, y se dedicará a investigar este misterioso caso..

  • IMDb Rating: 7,5
  • RottenTomatoes: 84%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

El célebre quid detrás de la obra maestra Kiss Me Deadly, aquel MacGuffin centrado en una enigmática y mortífera caja que brilla, que brilla mucho, ha inspirado una infinidad de propuestas de todos los géneros cinematográficos dentro de un rango de lo más amplio que va desde Raiders of the Lost Ark, de Steven Spielberg, y Repo Man, de Alex Cox, hasta Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, y Ronin, de John Frankenheimer. Sin embargo la influencia de la película del inefable Robert Aldrich fue mucho más allá porque, como lo señalaron en su momento François Truffaut y Jean-Luc Godard, el film constituyó uno de los pivotes decisivos en lo que a la construcción formal de la Nouvelle Vague se refiere porque gran parte de los artífices de la vanguardia tomaron como horizonte y faro conceptual inconformista a este diminuto pero muy poderoso clásico del policial negro más áspero, agresivo, nihilista, violento y enmarcado en una suciedad que de pose afectada hollywoodense no tiene nada de nada porque aquí la sinceridad brutal de los rufianes es el único lenguaje que vale en las calles de Los Ángeles. Sumado a lo anterior, Kiss Me Deadly resultaría también fundamental en el desarrollo posterior de los thrillers de espionaje y hasta apocalípticos/ fantásticos porque logra combinar el film noir con el miedo al holocausto nuclear propio de la Guerra Fría pero de una forma tácita, disimulada, sin jamás tirarse de cabeza a la pileta de las conspiraciones y así prefiriendo apelar a una estructura argumental enrevesada repleta de pistas que llegan sin demasiadas aclaraciones, una progresión narrativa llena de elipsis, una vehemencia torturadora y egoísta que todo lo cubre para seguir avanzando, muchos cadáveres que se van acumulando y en especial una peligrosidad en aumento en consonancia con las preguntas del antihéroe reglamentario, el tremendo Michael “Mike” Hammer creado por el novelista Mickey Spillane allá en 1947.

El guión de A.I. Bezzerides, aquel de They Drive by Night, de Raoul Walsh, Thieves’ Highway, de Jules Dassin, Sirocco, de Curtis Bernhardt, On Dangerous Ground, de Nicholas Ray, y Track of the Cat, de William A. Wellman, entre otras, en cierta medida subvierte la típica conspiración mafiosa de la novela de serie negra del libro homónimo original de 1952 de Spillane para introducir elementos externos que van más allá de la caja/ maletín radioactivo y el sustrato de espionaje, ya que poco del entramado esencialmente surrealista y por demás macabro de la película se condice con la novela ni mucho menos con el detective privado del papel, un Hammer que en las páginas de Spillane es el arquetipo de la soledad, la dureza y un chauvinismo anticomunista puesto al servicio de una justicia que muchas veces implica saltearse la ley, planteo que nada tiene que ver -salvo en lo que respecta al placer que genera la violencia y las “libertades” en relación al sistema jurídico- con el Mike de la gran pantalla interpretado por Ralph Meeker, un narcisista y cínico con todas las letras que deja de lado cualquier principio ético en pos de salirse con la suya dentro de una gama de actividades amorales que van desde hacer de proxeneta de su novia y secretaria, Velda Wickman (Maxine Cooper), a la que manda a acostarse con maridos infieles para a posteriori chantajearlos mientras él “se trabaja” a las esposas de igual manera en casos de divorcio, hasta lanzar por las escaleras a un sicario, romperle un disco de colección a un informante, Pagliacci (1892) de Ruggero Leoncavallo en la voz de Enrico Caruso, para que le diga lo que quiere oír, cerrarle un cajón en la mano a un forense con vistas a que le entregue una cosilla en la que está muy interesado, golpear a un recepcionista avejentado de un club por más información valiosa o matar a sangre fría -y con deliciosos engaños- a matones varios que lo secuestraron y buscaban hacerlo hablar.

El sadismo, los arcanos de fondo y el acecho entrecruzado e insistente entre los personajes están asimismo complementados por una sensualidad que aparece en primer plano -toda una rareza para la época, junto con el resto de los ingredientes- desde la primera escena, cuando Christina Bailey (Cloris Leachman), una paciente fugada de un hospital psiquiátrico cercano y completamente desnuda excepto por una gabardina, se cruza de noche adelante del coche de Hammer en una carretera suburbana de Los Ángeles para que la lleve. Luego de eludir un control policial simulando ser una pareja y de parar en una estación de servicio de la ruta, donde la mujer le entrega a un empleado una carta para que le estampe un sello postal y la envíe, ambos son interceptados por otro auto provocando que Mike se desmaye y sea testigo de manera semi consciente de cómo unos hombres torturan hasta la muerte a Bailey entre gritos de dolor y luego los arrojan a los dos por un precipicio a bordo del coupé deportivo de Hammer. Al despertarse en una cama de un sanatorio el protagonista se encuentra con Velda y su amigo de la policía, el Teniente Pat Murphy (Wesley Addy), quien le solicita que olvide todo el asunto a un Mike deseoso tanto de venganza como de saciar su codicia porque deduce que Christina había robado -o tenía en su poder- algo de gran valor para aquellos hombres. Lo que sigue es una investigación muy compleja basada en pistas que un reportero, Ray Diker (Mort Marshall), le va dejando al detective privado y lo conducen a lo que parece ser una organización parapolicial y paraestatal encabezada por Carl Evello (Paul Stewart) y el Doctor G.E. Soberin (Albert Dekker), derivando en bombas conectadas a la ignición y el velocímetro de algún que otro vehículo, en el asesinato de un mecánico griego amigo de Hammer, Nick (Nick Dennis), en un secuestro e interrogatorio con pentotal sódico y en la necesidad de proteger a una tal Lily Carver (Gaby Rodgers) que dice haber sido compañera de departamento de la pobre Bailey y estar en peligro de muerte.

En términos prácticos Kiss Me Deadly, alusión irónica a la malicia y el pavor disfrazados de gozo, no sólo acumula datos como si fueran trompadas de loco, unos tras otros, sino que no se molesta en definir las conexiones de turno ni en brindar explicaciones en lo que atañe al entramado vincular entre los personajes y entre éstos y la “gran pesquisa gran” en pos del tesoro, esa mini valija que efectivamente tenía la fallecida en su posesión y cuyo secreto escondió en su propio cuerpo, hablamos de una llave que se tragó antes de ser atrapada y que lleva a Mike a hallar en un casillero del Club Atlético de Hollywood esa maldita cajita luminosa e incandescente que le quema una muñeca al abrirla: el convite no sólo no aclara si estamos frente a uranio, plutonio o semejantes (debemos contentarnos con las referencias bien difusas a la investigación atómica que Murphy le brinda a su amigo para que se calme, “Proyecto Manhattan, Los Álamos, Trinity”), sino que incluso deja flotando elementos centrales del relato como la famosísima última palabra de Christina, “recuérdame”, que a su vez se reproduce en esa misiva que envió desde aquella estación de servicio y que tenía de destinatario al propio Hammer (el hombre la interpreta de modo muy literal para el lado de escudriñar el cuerpo de la chica, por ello aprieta en busca de la llave al forense del querido Percy Helton que hizo la autopsia, pero su verdadero significado -en estrecha relación con el papel de Bailey en toda la faena- queda en la nebulosa retórica), esquema misterioso que se extiende también a las otras féminas del relato (por un lado tenemos a esa apabullante Velda que acepta ser la prostituta de Mike sin chistar, cual pyme regentada entre ambos, y por el otro lado está esa rubia con la que el protagonista se topa en la mansión de Evello y que lo recibe con un tremendo chupón en la boca sin siquiera conocerlo, sin duda uno de los momentos más desconcertantes de la trama, amén de una Carver algo freak que resulta llamarse Gabrielle, suplanta a la amiga muerta de Christina y está complotada con Soberin).

En Kiss Me Deadly Aldrich llega al cielo cinematográfico debido a que logra apuntalar una atmósfera de paradójica irrealidad realista y hasta consigue equiparar las comarcas de la insinuación y de la violencia explícita desde el principio hasta el fin del metraje, sin lagunas narrativas y siempre manteniendo un sentido de imprevisión majestuoso; recordemos la secuencia de créditos iniciales, con la cámara ubicada en el auto de Mike, ella llorando, Nat King Cole cantando Rather Have the Blues y los nombres corriendo al revés -de arriba hacia abajo- y el desenlace en esa “casa de la playa” a la que acude Hammer para rescatar a la secuestrada Wickman, donde incluso descubre que Gabrielle -una femme fatale tan embustera como el detective, aunque bastante más vulnerable y enajenada- traicionó a Soberin y pretende quedarse con el contenido de la caja para ella sola, por eso le pega un tiro a Mike y abre el maletín para terminar generando un incendio que la consume junto a todo el inmueble y que permite la huida de los amantes. Entre sonetos románticos de Christina Rossetti, proto contestadoras automáticas gigantescas, policías ultra crípticos a lo paranoia macartista, ninfómanas maravillosas que aparecen de la nada, un suicidio vía sobredosis de somníferos de un agente de arte abstracto, confidentes de la más variada naturaleza, un adorable fetiche con los accidentes automovilísticos que no lo son, ese coche que cae encima del simpático de Nick y un surtido de clubes de box, antros nocturnos, departamentos, hoteles y playas paradisíacas que se convierten en un Infierno, la gloriosa y furiosamente experimental Kiss Me Deadly exacerba hasta la hipérbole el sustrato manipulativo/ maquiavélico del film noir, construye el MacGuffin autodestructivo más memorable de la historia del cine, juega con el refrán “la curiosidad mató al gato” y sobre todo analiza los sacrificios que se debe estar dispuesto a realizar si se quiere llegar a una verdad que de todos modos está prefijada para aniquilarnos justo como el ignoto contenido de esa caja utópica que todo lo promete… (Emiliano Fernández – Metacultura.com.ar)