En Flora and Son, Flora es una madre soltera que no sabe qué hacer con su hijo Max. Intentando buscar una afición para Max, rescata una guitarra de un contenedor y descubre que la basura de una persona puede ser la salvación de una familia.
- IMDb Rating: 7,3
- RottenTomatoes: 95%
Película / Subtítulos (Calidad 1080)
Quizás sea el humor irlandés. O esa forma seca, cruda y directa que tienen todos de hablarse entre sí. Lo cierto es que las películas de John Carney consiguen evitar casi siempre cualquier tipo de exceso de sentimentalismo gracias a que sus momentos más edulcorados están siempre teñidos de esa aspereza de Dublín y alrededores, como si alguien le tirara media pinta de Guinness al jugo de frutas dulzón que bien podría haber sido la película.
En Flora and Son, el director de Once y Sing Street vuelve tras un largo parate de siete años (en el medio dirigió episodios de series) con otra historia en la que la música tiene un papel central, fundamental, la que aleja de ser un drama familiar irlandés de esos que bien podría firmar algún imitador de Ken Loach. No sé si mejora o no a ese género –eso será cuestión de respectivos gustos–, pero le da un toque muy particular. Es que, más allá de los asuntos musicales, lo que la película cuenta es la complicada relación entre una madre treintañera separada y su problemático hijo adolescente, que bien podría correr por otros carriles.
Flora –interpretada por Eve Hewson, la hija de Bono, el cantante de U2, quien seguro tiene una alta proporción de música en sangre– es una mujer joven a la que le gusta beber, salir, llevarse tipos a la casa por una noche y pasarla bien con sus pocas amigas. Hasta ahí, todo más o menos típico. El único inconveniente es que tiene un hijo, Max (Oren Kinlan), que ya tiene 14 años, y que tiende a ser testigo de muchas de las desventuras de Flora.
Pero a ninguno de los dos parece importarle demasiado. El está en su mundo –enamorado de una vecina y soñando con convertirse en un músico de hip hop, para lo que no tiene problemas en robarse cosas de negocios del ramo– y ella lo ignora, le grita y le dice que no lo tolera. Y viceversa. Cada tanto aparece el padre (Jack Reynor), un ex bajista que supo tener una banda de rock cuyo punto más alto fue haber sido una vez soporte de Snow Patrol. El tipo ya tiene otra mujer, se pasa el día bebiendo y jugando a videojuegos, y cada tanto se queda con el chico. Acá, más que pelearse por estar con él, se pelean por sacárselo de encima.
Flora arregla una guitarra que encuentra tirada con la intención de regalársela a Max para su cumpleaños, pero él la rechaza, lo que lleva a que ella misma –cuya única relación con la música es encamarse con rockeros, bailar en la disco o mirar «American Idol»– quiera aprender a tocarla. Tras hacer un divertido recorrido por varias clases online se topa con un tal Jeff, un californiano amable y medio hippie que encarna Joseph Gordon-Levitt. Y empieza a tomar clases con él. A su manera, claro, porque al principio parece más interesada en conquistarlo o decirle guarradas que en aprender acordes.
Flora and Son irá promoviendo, de a poco, una suerte de reconexión entre madre e hijo, a partir de sus intereses musicales, que no son similares pero que con algo de imaginación pueden combinarse. A la vez, tendrá un peso importante la relación que tendrá con Jeff, que no será tan de maestro-alumna como parece sino una cosa distinta, quizás inesperada. Lo que Carney hace en las varias escenas que Hewson tiene con el actor de Inception es “sacarlo” a él de la pantalla de la computadora e imaginar que las conversaciones las tienen estando juntos donde ella está. Es una buena idea, ya que ver una charla por zoom durante un buen rato a esta altura es algo casi indigesto.
Gracias a un poco de folk, algo de tecno, otro tanto de rap, un momento educativo con Tom Waits y otro (muy) emotivo con Joni Mitchell, Flora and Son va construyendo una comedia dramática acerca de cómo la música puede servir para componer lazos y reunir a distintas generaciones, sean o no familiares. Para eso ayuda la naturalidad que Hewson le imprime a ese personaje tan clásico de la clase obrera irlandesa, una de esas personas frontales, discutidoras, que pueden pasar de la agresión a la seducción en un segundo, siempre con un vaso (ella es más de vino que de cerveza) al lado. Y el resto del elenco no se queda atrás.
En una ciudad como Dublín –y en un país como Irlanda– en el que cantar es parte integral de la vida comunitaria y de la tradición cultural, resulta casi natural que se pueda entender a la música como algo que nos puede ayudar no solo a tolerar un poco más el mundo que nos rodea sino a mejorar nuestras relaciones con los demás. Acá, a diferencia de anteriores películas de Carney, las canciones que componen y cantan los protagonistas no son demasiado memorables. Pero eso es lo de menos. En el fondo, lo central pasa por entender que, pese a todos los problemas, las diferencias y las tensiones, con tener una guitarra, un micrófono, una computadora y algo para decirse la vida puede empezar a ser un poco más tolerable. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
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