Dogfight transcurre en San Francisco, durante 1963. La víspera de su partida a la guerra del Vietnam, un grupo de jóvenes marines realizan una cruel apuesta: cada uno pone 50 dólares. El que acuda con la chica más fea a la fiesta de despedida, se llevará todo el dinero.

  • IMDb Rating: 7,3
  • RottenTomatoes: 86%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Dogfight, dirigida por Nancy Savoca y escrita por Bob Comfort, es uno de esos pequeños tesoros del cine norteamericano que pocos conocen y también muy pocos lamentablemente conocerán, una película minúscula que da vuelta la doble fórmula estándar del acervo hollywoodense en lo que atañe a faenas del corazón, por un lado esquivando el presente y centrándose en una época pasada, ardid espaciotemporal que no tiene que ver con la romantización histórica del período elegido, la década del 60, sino con la idea de fondo de que el amor y los ataques/ prejuicios/ intentos de sabotaje que éste recibe del entorno son eternos, y por el otro lado consagrándose en cuerpo y alma al drama romántico y anulando lo que podría haber sido un sustrato cómico de estudiantina bobalicona orientado a captar la atención, precisamente, de los oligofrénicos de siempre que sólo conocen la vertiente mainstream tontuela de la cultura, asimismo invirtiendo lo esperable al poner de relieve el corazoncito indie del opus y de sus dos responsables máximos, léase un Comfort dedicado casi exclusivamente a los guiones televisivos y esa Savoca con una carrera tendiente a unificar diversas propuestas industriales y under que a decir verdad no llegaron al nivel de calidad de Dogfight, su única película destacable junto a If These Walls Could Talk, de 1996, aquella recordada antología televisiva codirigida por Cher, producida por Demi Moore y emitida por HBO acerca de las distintas experiencias de las mujeres en torno al tópico del aborto, todo a través de tres episodios que transcurrían en 1952, 1974 y ese mismo 1996. El grueso del relato se centra en un día sin especificar de noviembre de 1963, justo en los momentos previos al asesinato del 22 del presidente John Fitzgerald Kennedy en uno de los quiebres más importantes dentro del imaginario popular vernáculo en lo que respecta a la confianza en el poderío de Estados Unidos y el supuesto carácter sacrosanto de sus instituciones, puestas en ridículo de manera tácita mediante el asesinato del líder máximo del país, claro indicio tanto para la izquierda como para la derecha del abanico político de que nadie es intocable, la fragilidad o crisis comunal está a la vuelta de la esquina y las embestidas bien planificadas pueden provocar consecuencias inmensas dentro del entramado hegemónico.

En Dogfight Eddie Birdlace (River Phoenix) es un miembro muy joven de la Infantería de Marina que llega a San Francisco junto con su grupo de tres compañeros, Berzin (Richard Panebianco), Benjamin (Mitchell Whitfield) y Oakie (Anthony Clark), con un permiso de 24 horas antes de partir hacia una base militar en Okinawa, en Japón, y desde allí a Vietnam dentro del contexto de las primeras movilizaciones de tropas por parte del gobierno yanqui, aún sin comunicarlo al cien por ciento a la población en general ni tampoco a los combatientes. Una tradición bien execrable de la Marina es la “pelea de perras” o “dogfight”, tal el título original del film, una competencia en la que los varones seducen en la calle a la mujer más fea posible para llevarla a una fiesta nocturna en un bar y desfilar con ella ante los ojos del jurado, también sus pares, los cuales eligen a un ganador que se lleva el pozo que haya quedado después de pagar la comida y el alcohol, para lo que cada uno de los muchachos colaboró con una suma variable de dinero. Birdlace selecciona a Rose (Lili Taylor), una tímida mesera de un restaurant familiar en propiedad de su madre, también llamada Rose (Holly Near), y la lleva al mentado bar en medio de simpatías mutuas que se vienen abajo cuando la chica descubre el secreto gracias a Marcie (Elizabeth Daily), la cita del eventual ganador, Berzin, una prostituta a la que contrata para que se saque la dentadura postiza y lo lleve a coronarse campeón. Mientras que sus tres cofrades se tatúan unas abejas y se hacen practicar sexo oral por otra furcia en un cine porno que proyecta The Immoral Mr. Teas, del querido Russ Meyer, Eddie trata de reconquistar a Rose y lo logra invitándola a cenar en un restaurant lujoso, acompañándola a un club nocturno de la movida preferida de ella, la musical folk de protesta de aquellos años, y compartiendo unos momentos románticos en una sala de juegos. La flamante pareja ingresa sigilosamente a la casa de ella, para no despertar a su madre, y hacen el amor vía esa torpeza entrañable de la adolescencia y luego se separan prometiéndose escribirse. Entre Berzin y Birdlace surge un pacto de silencio porque el primero lo vio con la “muchacha fea” de la fiesta y no con la esposa de un oficial como no se cansa de repetir y el segundo descubrió, gracias a esa Rose que charló con Marcie, que hizo trampa en la competencia contratando a una profesional.

Se podría decir que Dogfight recupera ciertos elementos del clasicismo narrativo del Hollywood de antaño, como por ejemplo una fotografía apaciguada ahora a cargo de Bobby Bukowski, un cuidado meticuloso para con la humanidad de los personajes y sus preocupaciones y una gran banda sonora que se condice con la sensibilidad de los protagonistas, hoy con Rose dominando el rubro -Eddie no es un experto musical ni mucho menos- de la mano de bellas composiciones de Malvina Reynolds, Woody Guthrie, Ricky Nelson, Joan Baez, Muddy Waters, Lenny Welch, Pete Seeger, Van Morrison, John Fahey y el imprescindible Bob Dylan, de quien aparece en pantalla la extraordinaria Don’t Think Twice, It’s All Right, perteneciente al álbum The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), sin embargo ello no es del todo cierto porque el opus de Savoca responde más al cine indie de los 80 y 90, apuntalado en una sencillez que esconde visceralidad y desenfado, antes que a la prototípica movida retro o nostálgica de la derecha cinéfila que viene aburriéndonos con tantas referencias explícitas a esta o aquella película y a este o aquel director sin conseguir construir por cuenta propia una obra que le llegue a los talones de las aludidas, quedándose en el homenaje estéril y prolijo que va directo al olvido por un conservadurismo siempre en pose y sin garra o cojones de por sí. En este punto hay que sincerarse y aseverar que gran parte del encanto naturalista, sincero y ultra despojado de la realización es responsabilidad exclusiva del maravilloso dúo de actores protagónicos, hablamos primero del malogrado y genial Phoenix, quien en su corta carrera hasta su muerte por sobredosis/ intoxicación de cocaína y de heroína en 1993 a los 23 años supo destacarse además en Explorers, de Joe Dante, Stand by Me, de Rob Reiner, The Mosquito Coast, de Peter Weir, Running on Empty, de Sidney Lumet, Indiana Jones and the Last Crusade, de Steven Spielberg, I Love You to Death, de Lawrence Kasdan, My Own Private Idaho, de Gus Van Sant, Sneakers, convite de Phil Alden Robinson, y The Thing Called Love, de Peter Bogdanovich, y segundo de esa querida Taylor de Arizona Dream, de Emir Kusturica, Short Cuts, de Robert Altman, The Addiction, de Abel Ferrara, I Shot Andy Warhol, de Mary Harron, Cosas que Nunca te Dije, de Isabel Coixet, Pecker, de John Waters, High Fidelity, de Stephen Frears, Factótum, odisea de Bent Hamer, The Notorious Bettie Page, otra de Harron, Starting Out in the Evening, de Andrew Wagner, y la célebre The Conjuring, de James Wan, entre muchas otras interpretaciones por parte de una actriz heterogénea y en verdad talentosa que no ha recibido su merecido reconocimiento. Comfort por momentos parece contraponer el cinismo y la manipulación social que llegan desde las cúpulas administrativas y que en una escena denuncia Berzin, esa condena bélica que cuelga sobre las cabezas de los marines sin siquiera saberlo, y toda la impetuosidad y franqueza del pueblo que se lanza hacia el vacío a mitad de camino entre la curiosidad y la atracción hacia lo desconocido, encarnado en el affaire de una noche que propone el relato.

A diferencia de tantas películas previas que banalizaban el motivo de la fealdad y la belleza según los antojadizos parámetros sociales del momento, y asimismo distanciándose de ese tono de sermón demacrado de la corrección política más insulsa correspondiente a tantas epopeyas del corazón del nuevo milenio en materia de dejar hiper en claro que no se debe discriminar a nadie baja ninguna circunstancia, Dogfight simplemente se consagra a pintar las cosas como son en la praxis con los machos y las hembras mofándose los unos de los otros en función de su carácter, apariencia, predisposición, idiosincrasia y variados preconceptos y gustos, todo sin pretender construir una perorata ni misógina ni misándrica porque aquí lo importante es subrayar que el afecto puede surgir en cualquier circunstancia y en muchísimas ocasiones producto de un contexto de humillación implícita como el de la “pelea de perras” de la pantalla, gran prueba de que todo el mundo se sirve de todo el mundo de una u otra forma y que a veces alguien puede aprender de sus errores y pretender corregirlos. En este sentido el Birdlace de Phoenix en un personaje muy bien construido porque el guión no exacerba la uniformidad y violencia militar pero tampoco le resta importancia a nivel de la solidaridad para con sus compañeros de la Marina, detalle enfatizado mediante los tatuajes pueriles de abejas que se hacen en sus brazos, y en lo que al sustrato pendenciero de Eddie se refiere, algo que queda de manifiesto en la escena del restaurant elegante cuando se la agarra con un maître soberbio (Dale Garman) porque en un principio le prohíbe el ingreso al lugar por no llevar saco y corbata, yendo de inmediato a comprar la vestimenta requerida en un local de segunda mano y después ridiculizando al jefe del comedor a la vista de todos los clientes. La Rose de Taylor, por su parte, constituye un contrapeso sensible frente a la rigidez latente de su amado y es la verdadera catalizadora de la faceta tierna del marine, mujer que sintoniza mucho mejor con el zeitgeist de los 60 ya que literalmente está obsesionada con el proto folk de izquierda de Guthrie, Seeger, Baez y el primer Dylan y anhela ella misma convertirse en una cantautora comprometida con la contracultura, los movimientos civiles, las causas ambientales, los derechos de los obreros y estudiantes, el desarme nuclear, el pacifismo y aquellas fases iniciales del Flower Power y el hippismo, ejemplificadas en el corolario de 1966 y en el desfasaje de un Birdlace que se perdió el nacimiento de la revolución sexual. El asesinato de Kennedy, ocurrido luego de la separación obligada de la pareja, como decíamos antes funciona como la destrucción definitiva de la inocencia a lo coming of age/ bildungsroman/ narración de aprendizaje que hace estallar la burbuja hermética del amor a través de la profundización de la paranoia norteamericana, las divisiones entre izquierda y derecha, los alcances de la Guerra Fría y su semblante visible y más trágico, esa Guerra de Vietnam en la que mueren Benjamin, Oakie y Berzin y de la que Eddie regresa en los minutos finales con una cojera por una pierna destrozada debido a la carga explosiva de un mortero del Vietcong, debacle que simboliza el quid calamitoso de la adultez así como el hecho de que Rose herede el restaurant de su madre hace las veces de la dimensión más reposada de la vida que dejó atrás aquel dejo naif para ponderar una madurez responsable, precisamente por ello el abrazo de ambos del final equivale no sólo al cariño recuperado o la solidaridad por el estrés postraumático sino a la reconciliación de las dos caras del destino, la lunática/ cruenta y la lógica/ natural/ afable… (Emiliano Fernández – Metacultura.com.ar)