En Do Not Expect Too Much of the End of the World Angela es una ayudante de producción que trabaja para una empresa rumana y que conduce por Bucarest y el resto del país para cumplir una misión de una multinacional: buscar testimonios para un spot de seguridad laboral.

Premio Especial del Jurado y Premio Ecuménico en el Festival de Locarno 2023
Mejor Película en la Sección Albar del Festival de Gijón 2023
  • IMDb Rating: 7,5
  • RottenTomatoes: 73%

Pelicula / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

No existe cine más actual que el de Radu Jude. Uno se sienta a ver una película suya y la siente como si la hubiera filmado hace unas horas, armada en base a algo que había pensado o soñado la noche anterior. En el futuro, cuando la gente vuelva a los 2020s quizás no necesariamente sea Radu Jude lo primero que piensen a la hora de recapitular sobre este tiempo, pero tal como pasó con Godard en los sesenta, todo el cine del rumano está hecho de materiales en bruto del pasado, presente y futuro, de pensamientos sueltos y cosidos en nuevos patrones. Su filmografía está hecha del material del cual está hecha la historia, aún cuando ese material es feo, inconexo, o caótico.

Do Not Expect Too Much of the End of the World es tanto una película de quiebres como de fines. Una película sobre la grieta, aún persistente, entre Europa oriental y occidental, pero también sobre la falla geológica, cada vez más inescrutable, entre cine, política y publicidad.

Radu recurre como vehículo narrativo a una de sus clásicas heroínas al borde del colapso, que en su deambular desesperado por distintos rincones de Bucarest se convierte en un cable pelado de un sistema mayor. Ángela (Ilinca Manolache) es una asistente de una productora rumana que suele llevar a cabo proyectos publicitarios de otros países más pudientes de la Unión Europea. Fiel a la noción marxista de alienación y plusvalía, cada eslabón de la cadena de mando es tanto amo de sus subyugados como esclavo de sus empleadores. Ángela es un reservorio moral del film, puede ver y comentar lo que está mal a su alrededor, pero a diferencia de las otras mujeres del cine de Jude (la directora teatral de I Don’t Care if we Go Down in History as Ba rbarians, o la profesora de liceo que se ve enjuiciada por los padres de sus alumnos luego de que se filtra un video íntimo suyo en Bad Luck Banging or Loony Porn ) está demasiado cansada, demasiado atrás del schedule para tratar de cambiar las cosas. El único espacio subversivo que encuentra en esas demenciales jornadas de 18 o 20 horas laborales, al borde dormirse al volante y despedazarse en un accidente de ruta, es hacer videos de Tik Tok en los que por medio de un filtro super rústico se hace pasar por una versión rumana -y aún más terraja- de Andrew Tate, ese gurú de la riqueza e hipermasculinidad que suele tener de público objetivo a una legión de tipos que se sienten frustrados con cómo les va en su vida amorosa y laboral. Los videos son una especie de purga coprolálica, en donde Ángela puede largar todo lo que tiene adentro y volver a lo que tenía que hacer en el laburo. Una vomitadita y a seguir.

(Demás está decir que Angela es Rumania, y que todo el film es una gran parábola de cómo en la Unión Europea sigue habiendo países clase a y países clase b -uno de los chistes más ácidos es el ringtone de la “Oda a la alegría” que suena constantemente en el celular de la protagonista, tomando en cuenta de que es nada más ni nada menos que el himno oficial de la Unión Europea).

Do Not Expect Too Much of the End of the World es una película que además de su trama central, está todo el tiempo jugando con los formatos y distintas materialidades de lo audiovisual. Así como tenemos aquellos videos verticales llenos de filtros, también se intercalan escenas del flaneurismo automovilístico de Angela con el de una taxista de una película de Lucian Bratu de 1982. El intercalado de esos freeze frames y toscos ralentis reeditados por Radu Jude recuerdan a los que se dedicó a implementar Godard en sus películas de los ochenta, como Sauve qui peut (la vie) (1980). Cada uno de ellos dialogan, no sólo entre la vieja y la nueva Bucarest, sino entre las distintas formas de contarla. Así, la forma de filmar los espacios y la música incidental del film de Bratu parecería estar lavada por una especie de ligero optimismo clásico de películas que debían pasar por los censores de los estados de la cortina de hierro, pero más allá del buen humor y vitalidad de la protagonista de aquel film de 1982, Jude logra congelar en el material original a extras y personas de la calle en instantes en donde todo lo alegre y liviano se desvanece en caras rescatadas en un momento de enojo, miedo o desesperanza. En amplio contraste, las escenas del interior del auto de Angela se filman en un abrasador blanco y negro, la música que suena suele ser una electrónica carpatiana de corte nihilista y los hombres con los que se cruza han dejado de ser los incómodos pero contenidos seductores que se subían a los taxis de aquella película de los ochentas, para ser conductores desquiciados que putean y amenazan a la protagonista. Es un contrapunto interesante porque en la misma medida que el mundo del capitalismo desenfrenado de la actualidad parece más sórdido y duro que el -artificialmente- amable de la Rumania comunista de Bratu, también deja un poco más de espacio para que su protagonista se rebele y se haga valer.

Los juegos de formatos cinematográficos y tecnológicos se amplían aún más: charlas por zoom con financiadores austríacos, uso de lentes dorados para dar más solemnidad a los testimonios recogidos e incluso la incursión en un detrás de cámara de un set de filmación de Uwe Boll -un director de horror famosamente odiado por la crítica. Lo que ronda es un aire a fin de los tiempos, o fin del cine, donde todos hace tiempo dejaron de pensar para qué sirve el formato audiovisual porque, al igual que Ángela, están demasiado cansados como para detenerse a analizarlo. En esta línea, sobre todo con este juego de formatos, la película retrotrae un poco no tanto al estilo sino a la sensación que dejaba Holy Motors (Leos Carax, 2012), otro film en el que el exceso de material fílmico, ya sea analógico o digital, quebraba su ontología y hacía preguntar a sus personajes “¿para quiénes actuaremos cuando ya no haya espectadores?”.

El punto crucial de Do Not Expect Too Much of the End of the World llega, como casi siempre en su cine, en un chiste contado al pasar, más que en un gran momento epifánico. Alguien del grupo de filmación cuenta que cuando los hermanos Lumiére filmaron La salida de los obreros de la fábrica Lumière (1895) lo hicieron en dos tomas: la primera era, tal como se suele defender en los debates de ontología cinematográfica, un documental; la segunda, con los directores coordinando con los trabajadores para que imiten su cotidianeidad con la mayor naturalidad posible, es un video institucional. Yendo a este hueso mismo de la mitología del cine, Jude nos plantea que ya desde los orígenes mismos hubo interés, sujeción y manipulación. Directores diciéndole a sus filmados que actúen lo más natural que puedan, al menos hasta que esa naturalidad entre en conflicto con los lineamientos de la patronal, tal como les es indicado a toda esa serie de sobrevivientes tullidos a la hora de brindar su testimonio para el video de seguridad laboral. (Agustín Acevedo Kanopa – Caligari.com.ar)