En Ar Condicionado cuando los aparatos de aire acondicionado comienzan misteriosamente a caer de las ventanas de los edificios, un guardia de seguridad emprende un surrealista viaje hacia la capital angoleña.
- IMDb Rating: 6.2
Película / Subtítulo (Calidad 1080p)
“Jazz”, “odisea quijotesca”, “realismo mágico” y “meditación poética” son algunas de las etiquetas que atribuye la descripción de MUBI a Ar Condicionado, primer largometrje de ficción del joven director Mário Bastos, que firma como Fradique (Luanda, 1986), cuyo eclecticismo creativo goza no sólo de atractivas sinopsis, sino también de una profundidad insólita. La película abre con las fotografías monocromáticas de Cafuxi, quien ofrece una especie de prólogo por medio de imágenes que retratan la geografía urbana de Luanda, donde el concreto y los rostros se conjugan en un claroscuro fascinante. Esta visión preliminar de la capital angoleña nos acerca al lugar de la ficción a través del órgano citadino por excelencia, la gente. Pronto conocemos a Zezinha (Filomena Manuel), mujer práctica y parlanchina que, de camino al edificio donde trabaja como servidora doméstica, escucha las noticias sobre la más reciente crisis del país: los aires acondicionados caen misteriosamente de sus soportes; el golpe de calor es inminente y los accidentes derivados de este inusual fenómeno alarman a los ciudadanos. Ya en el edificio, Zezinha recibe una llamada de su jefe (Herlander Glenóide), quien, furioso y autoritario, le ordena solucionar el problema de la climatización en su departamento. La orden recae en Matacedo (José Kiteculo), veterano de guerra vuelto conserje que protagoniza el film.
Siempre en paralelo con la icónica figura cervantina, Matacedo emprende una batalla absurda, aunque no por ello intrascendente. Si bien Don Quijote salió mal parado de su encuentro con los molinos de viento, su equivalente hipermoderno encontraría una revancha al enfrentarse a la versión automática, compacta y también invicta de su antiguo rival: el aire acondicionado. A pesar de que entre Matacedo y Alonso Quijano existe una diferencia histórica de cuatro siglos, una discrepancia geográfica considerable y un origen sociocultural muy distinto, sus similitudes los vuelven inseparables: ambos son caballeros de figura triste; soñadores y entusiastas, han de encarar solos a un mundo caótico y desquiciado; les corresponde defender un orden ya rebasado e imposible de restablecer. Y es que en un contexto demencial donde caen aires acondicionados como gotas de lluvia, ¿qué sentido tiene vigilar y custodiar? En todo caso, la vigilancia se reduce a un acto de fe, porque un problema tan extraño supone soluciones igual de incomprensibles.
En efecto, el encargado de arreglar el aire acondicionado del jefe es el Sr. Mino (David Caracol), una especie de científico excéntrico que de tanto reparar dispositivos se ha vuelto inventor. La gente lo considera un loco, otro maniático solitario digno de evitar. Pero Matacedo, hombre tenue, íntimo y profundo, en lugar de ver locura en él, ve dolor, sensación común en todos los personajes de la película que, no obstante, se manifiesta de muy diversas formas: el conflicto bélico, el exilio y el testimonio impotente de la decadencia socioeconómica en Angola dejan tras de sí una serie de resabios tanto físicos como morales que habitan el pasado, la fantasía y la cotidianidad de sus ciudadanos. A este respecto, resultan muy reveladoras las palabras de Mino: «Los recuerdos cayeron con los árboles. Ahora sólo caen los aires acondicionados». Esta frase enigmática encierra el secreto detrás de la misteriosa crisis nacional: la razón atraviesa al mismo tiempo el violento proceso de urbanización y la politización de la memoria; entre la ausencia de flora y la institucionalización del olvido, sólo queda la muerte (literal y figurada). Por suerte, la disparatada sabiduría del Sr. Mino “revive” el aire acondicionado descompuesto del jefe insuflándole sus recuerdos –sí, insuflándole sus recuerdos–, tras lo cual presenciamos un nuevo episodio mágico.
En un cuarto del taller, el Sr. Mino esconde su proyecto salvador, una carcasa-de-automóvil-grabadora-de-recuerdos que coexiste con abundantes plantas (único vestigio de naturaleza en toda la película). El símil con el Arca de Noé es inevitable: se trata de rescatar lo esencial para garantizar un comienzo más próspero: recuperar las plantas para crear oxígeno no artificial, resguardar la memoria para conservar la identidad y hacerse con una tripulación escasa, pero noble y sensible. El episodio termina, como debe de ser, con una última acción críptica: el Sr. Mino obsequia a Zezinha y a Matacedo unas semillas de casuarina, regalo que pretende ser una promesa, una ilusión o una esperanza, todas sinónimos de optimismo.
Así, la peripecia más urgente queda resuelta, pero los grandes problemas se mantienen. El aparato del jefe ha sido reparado, pero no puede decirse lo mismo de los aires acondicionados de las familias más humildes. Como en toda catástrofe, las consecuencias afectan más a las clases bajas que a la gente acomodada, que no reacciona a la crisis hasta que ésta le representa un perjuicio material. De esta forma, el enemigo a vencer pasa de ser un misterio metafísico a ser un problema muy concreto: el subdesarrollo, enfermedad crónica típica de la realidad postcolonial, cuyo rezago económico fragmenta la configuración social del país, donde los espacios traslucen una contradicción temporal irremediable. El pasado colonial oprime y se manifiesta en la pobreza, la desesperación y la nostalgia por una edad tanto dorada como remota; el futuro, bajo los augurios de prosperidad, paz y plenitud, nunca llega a concretarse; ambos tiempos colisionan en un presente lleno de contrastes, donde los rascacielos modernos se contemplan desde las azoteas más modestas. Desde luego, la contrariedad resulta pintoresca, y el paisaje se yergue como un monumento a la desigualdad.
En este cuadro conflictivo, los versos en off que rapea Tito Spyck resultan tremendamente significativos:
Tierra en duelo. Herencia de explotados.
El kuduro está en guerra, mas no todo es trinchera.
Su declaración sintetiza el movimiento contracultural angoleño, la tentativa de erigir una resistencia popular que dé cuenta de la realidad socioeconómica de la nación y reivindique su identidad mestiza. Esta oposición lucha contra la opresión sistemática, pero en ese ímpetu de combate subyace el deseo de comunión y la esperanza de una libertad reconquistada. «Cuando cierro los ojos, vislumbro un país nuevo», canta un desbordado Paulo Flores en el himno de Ar Condicionado, un danzón brasileño tan melancólico como vigoroso que conmueve sin fomentar el patetismo. Con el motivo y la melodía de la canción a manos del fliscorno y la guitarra, la base rítmica en las congas y la dikanza, y una letra en portugués, la talentosa compositora Aline Frazão culmina una fusión musical que concilia la herencia lusa con la tradición angoleña.
Resulta difícil pensar en una conceptualización sonora más coherente con el discurso de la película que aquella que nos presenta el jazz, un género tan vasto e impredecible como Luanda, y tan enigmático o complejo como los personajes que la habitan. En Ar Condicionado, la música no sólo es el pilar atmosférico, sino que también marca el pulso de una odisea vertical –literalmente– llena de matices psicológicos. Las composiciones de Frazão (Luanda, 1988), desarrolladas en paralelo a los procesos de escritura y de filmación, son a la vez el retrato emocional de los personajes y la pauta rítmica de su estar-en-el-mundo. Matacedo y su danzón, Mino y su díptico pasional (constituido por las piezas “Mino’s Dream”, una cadenciosa muestra de entusiasmo, y su contraparte elegiaca, “Mino’s Dream Again”), la curiosidad y el sonido del kisanji, la ciudad y la disonancia, son elementos indisociables en la obra que representan a menudo el umbral de la fantasía, del sueño, de la turbación y del anhelo. El genio de la compositora angoleña radica precisamente en su capacidad de alternar entre lo eufónico y lo cacofónico según las necesidades dramáticas –o poéticas, ¿por qué no?– de la trama. En general, existe una continuidad admirable entre el elemento visual y la mezcla de sonido, que se sirve de los contrastes para subrayar el conflicto: lo inquietante, por ejemplo, se refuerza con la fusión de frecuencias graves y chirridos, cuya agudeza, similar a la de los silbidos provocados por el tinnitus, genera un malestar hipnótico.
Finalmente, Ar Condicionado cierra con una serie de videos e imágenes actuales reproducidas en un televisor. Si las fotografías en blanco y negro del comienzo nos introducían al universo urbano, el material de clausura funge como un epílogo que inscribe la ficción en la actividad cotidiana del país. Así, la historia de Matacedo se inserta dentro de un paréntesis documental que difumina los rastros de lo extraordinario, o que más bien los normaliza. Después de todo, no es casualidad que el realismo mágico naciera en Latinoamérica, otro territorio postcolonial que comparte con Angola una heterogeneidad sociocultural muy susceptible a la extrañeza. Y es que, más que un tinte narrativo, el realismo mágico se presenta en Ar Condicionado como la manera justa de sopesar la historia; esto es, a partir de la condición híbrida de la experiencia angoleña: la razón y el absurdo, la modernidad junto a la antigüedad, la vitalidad frente a la crisis, el sueño a pesar de la violencia, la nación mestiza, el jazz. En Luanda, los opuestos conviven, se con-funden; la realidad mágica permite su conciliación a la vez que revela otra faceta del tiempo, un presente sumamente pasado, un pasado demasiado presente que exalta la nostalgia, el esfuerzo, la búsqueda por una identidad que pueda llamarse propia. (Bruno Armendáriz – RevistaIcónica.com)
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