En American Honey, Star, deja a su familia disfuncional para unirse a un equipo de ventas de suscripciones de revistas, que recorre, vendiendo puerta a puerta, el midwest estadounidense. Rápidamente se siente a gusto con el grupo de jóvenes, al que también pertenece Jake y adopta su estilo de vida, entre veladas bañadas en alcohol, pequeños delitos e historias de amor.
Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2016
- IMDb Rating: 7,3
- RottenTomatoes: 80%
Algunos pronosticaban que el mundo se detendría el día que se supieran los resultados de las elecciones norteamericanas, si en ellas resultaba vencedor contra todo pronóstico el magnate machista y megalómano Donald Trump. Y es que todo parecía a favor de que llegara a la Casa Blanca su contrincante Hillary Clinton, por preparación, programa y apoyos. Entre estos últimos ha tenido un lugar destacado en la campaña la cultura, con grandes celebridades del mundo de la música, el cine o el deporte manifestándose a favor de la candidata demócrata. Y sin embargo muchas veces es cuando hay una situación adversa cuando más florece la producción cultural, al reflejar un estado de cosas contra el que se quiere luchar empleando armas artísticas. Esto es en efecto lo que ha ocurrido con la censura a lo largo de la historia. Resulta entonces muy oportuno que, la semana en la que finalmente ha sido el (pseudo)republicano el que se ha impuesto en las urnas, y se han desencadenado las consecuentes protestas de esos múltiples grupos urbanitas que tiene en su contra, llegue a nuestras salas American Honey, una película que en su marco de cine independiente, y en concreto en el subgénero de la road movie, nos presente una cruda panorámica del país que ha llevado a este resultado. El mismo no ha supuesto como se pensaba un antes y un después, pero sí un cambio de visión que, por la fortuna de las fechas, nos permite a nosotros ahora interpretar mejor lo que Andrea Arnold persigue en American Honey, teniendo en cuenta que esta rompe los esquemas narrativos convencionales y se desliza por una senda difusa, casi etérea, sin percibir una meta clara.
Dicho esto, la referencia a Trump cobra sentido y realidad casi desde el comienzo del metraje, cuando el personaje interpretado con gran emoción por Shia Labeouf, de nombre Jake, describe su atuendo como Donald Trumpish. Y es que la cineasta británica se desplazó a Estados Unidos el año pasado para rodar esta cinta (antes de estrenarla en Cannes este verano, donde se hizo con el premio del jurado), cuando el nuevo presidente norteamericano ya se había consolidado en las primarias y su visibilidad ya de por sí considerable se había vuelto omnipresente. Pues bien, en ese momento Jake se dirige a la protagonista Star, a cargo de la novata y prometedora Sasha Lane, a quien le despierta curiosidad ese individuo que trata de vestir con algo más de elegancia que el resto de la banda white trash que le acompaña, en un negocio de venta de suscripciones a revistas al que casi sin dudarlo se une la propia Star, dejando atrás a una familia pobre y rota. A partir de ahí asistiremos a un recorrido episódico por la América profunda, la de las mujeres evangelistas, trabajadores de la tierra y vaqueros anacrónicos, mientras la camioneta en la que viajan estos personajes, liderados por la maquiavélica amante de Jake, Krystal, no revela tantas expectativas profesionales como obstáculos que les impiden salir de un bucle presente. La persistente imagen que presenciamos entonces, la de unos jóvenes a la deriva mejor o peor vestidos, o incluso sin ropa alguna, reformula la interpretación que adelantábamos: esta muestra de la especie white trash como potenciales votantes de Trump en realidad no es tal si la contraponemos con sus futuribles clientes, de las antedichas categorías sociales, que son los que sí encajan entre tales electores, aún cuando su background sea casi opuesto. Si con estas elecciones se ha querido dibujar la geografía de este país como dividida en dos, siguiendo unos clivajes campo/ciudad o laicidad/confesionalidad, Arnold se encarga de darle la vuelta con este fuerte contraste entre sus personajes principales y secundarios.
Sentado de esta manera el contexto sociopolítico, importa como decíamos mucho más la fluidez poética y simbólica que la narración propiamente dicha. En particular, cuando la cámara malickiana de Robbie Ryan confluye con una banda sonora compuesta a base de hits del rap y el pop es cuando la película alcanza sus momentos más álgidos. Valga el ejemplo de la presentación de los coprotagonistas, en un supermercado mientras suena una canción de Rihanna, instante mágico en que observamos desde el punto de vista cercano de Star (con su primer plano) la fascinación que a lo lejos le despiertan Jake y su improvisado baile (en plano general subjetivo de ella). Las escenas siguientes en las que se produce esta combinación de música y gestualidad tienen lugar en el interior del mentado vehículo, otro protagonista más de la historia, pero aquí lo reducido del decorado y lo agresivo del soundtrack producen un efecto más cercano al malestar claustrofóbico que a la transportación idílica. El carácter repetitivo, casi cansino de esta parte de la trama de American Honey refuerza en cualquier caso la apuntada situación de impasse en la que anímicamente se encuentran estos jóvenes, a la vez que ilustra con verosimilitud y fuerza su desinhibida manera de ser y comportarse. En cualquier caso encontramos también en estas secuencias varios paréntesis que, a modo de meras transiciones o bocanadas de aire fresco, vuelven a seducirnos, incluso con encuadres tan sencillos como los que desde lo lejos delinean la ciudad de turno a la que llegan sus ocupantes. En otras palabras, tenemos realmente la sensación de estar compartiendo su viaje iniciático, gracias a que desde el principio adoptamos la perspectiva de Star y se nos hace partícipes de sus nuevas experiencias sin ningún tipo de filtros. Esta dualidad en la que parece sumergirse American Honey trasciende, a un nivel más general, hacia una estructura diseñada con sorprendente rigor y hasta su propia simetría. Lo abultado del metraje y su carácter fragmentado indican que Arnold y su montador Joe Bini han debido trabajar y seleccionar entre muchas horas de material, sin que a veces parezca justificada la inclusión prominente de tal o cual escena o la omisión del enlace entre una y otra, provocando entre ellas saltos llamativos y ritmos maleables. Pero en realidad se descubre un diseño ortodoxo en lo que se refiere a los puntos de giro (son por ejemplo tres las secuencias puntuales en las que Star debe lidiar con Krystal, repartidas con cierta uniformidad), o la clásica división en tres actos, pues una vez superado el meollo del viaje, el desenlace conecta con la introducción al retomar la mirada distanciada de Star hacia sus compañeros danzantes, con una música de nuevo más cercana al pop que al rap. Gracias a todo ello, American Honey supone el paso definitivo en la carrera de Arnold en su afán de poetizar el drama social de nuestra generación, y, acorde con su espíritu, se ha dejado llevar por sus vicisitudes tan improvisadas como cíclicas.
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