En A Bucket of Blood Walter Paisley es un humilde camarero de un café bohemio, celoso del talento y la popularidad de sus clientes regulares. Pero cuando por accidente mata al gato de su casera y lo cubre de arcilla, Walter es tomado por un brillante escultor. Consumido por su ego de artista, las esculturas empiezan a multiplicarse mientras la gente del lugar empieza a desaparecer…

  • IMDb Rating: 6,7
  • RottenTomatoes: 71%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

El cine muestra, dice, comenta, transmite ideología; y se autopercibe como un arte más. Ha creado un lenguaje propio y en tal razón funda sus aspiraciones. Cualquiera sea el estatuto que le reconozcamos, ninguna otra manifestación artística se inscribe por completo en las esferas de la midcult. Esto genera no pocos entredichos y confusiones respecto de los juicios que se emiten sobre él. Hacia allí quisiera dirigirme tomando apoyatura en una película para la cual, por algunas de sus determinadas características, los patrones estandarizados de la crítica tienen un veredicto de antemano. Esas características, identificadas, separables, funcionan para esta crítica, como elementos patógenos que, independientemente del contexto, la etiquetan condenatoriamente, cerrando quizás, alguna otra posibilidad de lectura.

Veamos: una película que se titule A Bucket of Blood (aquí se la conoció como “El falso escultor”) se la hallará siempre en el estante de las películas “bizarras”, sin reparar que el adjetivo podría no estar exento de un aspecto virtuoso. Y mas si su realizador es Roger Corman

Con los elementos propios del discurso cinematográfico podemos aceptar respecto de A Bucket of Blood su condición de “bizarra”, pues, claro, se ven algunos hilos de la técnica; porque parece estar descuidado cierto anclaje más realista. Esa adjetivación de “bizarra” no sería cuestionable si no conllevara la carga peyorativa. Las “buenas” películas, etiquetadas así, como Forrest Gump o Matrix, por citar algunas muy celebradas, tienen efectos especiales eficientísimos; eso más una enunciación pre fabricada les reserva lugares de privilegio. En A Bucket of Blood triunfa el concepto sobre el truco.

Independientemente de nuestras preferencias en materia de cine, mi propósito es identificar con este ejemplo, algunas dificultades de lectura de un texto. Estas dificultades las ubico en los puntos de partida, en olvidar bajo el opresivo “sentido común” algunos aspectos propios de la estructura de un texto, de la fantasía operante de la pulcritud posible del arte y de su supuesto ideal deseable.

¿Qué hace a un gran filme?, ¿Qué es lo logrado? Estas preguntas podrían indicarnos un camino. Ingresemos a A Bucket of Blood. La película trata acerca de un muchacho apocado (Walter Paisley) que es camarero de un bar de clima bohemio, cuyo temperamento contrasta vivamente con el de los asiduos parroquianos que allí se reúnen, casi todos ellos, artistas e intelectuales. El hombre envidia a esos artistas y desea ser como ellos, situación que comprende tras escuchar las palabras de un poeta, palabras que producirán un quiebre en su espíritu y que desencadenará la trama sangrienta. Es la primera escena de la película; un muy largo poema que improvisa el poeta Brock en el que transmite la idea de que el arte equivale a la vida y que ninguna otra cosa importa; el que es un artista, vive; y los demás están muertos.

Son esas palabras las que llegan al corazón de Paisley, quien entonces se propone, convertirse en artista. Y piensa que bien podría ser un escultor, tras lo cual compra un poco de arcilla y se embarca en el proyecto de fabricar una escultura.

El pretendido escultor está alienado a las palabras del poeta Brock cuando le sucede el accidente que propiciará el comienzo de sus desvaríos. Walter Paisley había comprado una buena cantidad de arcilla y esa noche, desparramándola sobre la mesa de su pequeño cuarto alquilado se apresta a intentar su sueño de artista. Pero sus manos son torpes, y su ingenio, si es que lo tiene – aún él mismo no lo sabe – no se revela. Su frustración es evidente. Es entonces, cuando, para mayor inquietud, el gato de su vecina se le cuela en la casa; pero el animal, en vez de arrellanarse y disfrutar de su intrusión, deambula nervioso, como sacudido por alguna horrible premonición, y sus maullidos lastimeros taladran el silencio de un modo que para Walter se tornan tan insoportables que decide dejar por un momento la arcilla para ir por él. Sólo quiere ahuyentarlo, pero en un infortunado movimiento, el cuchillo que lleva alcanza al gato y lo mata. Walter queda consternado, atrapado por la culpa y acorralado por la presencia abrumadora del cuerpo del delito. Esa presencia, ese objeto inadmisible abre a la dimensión del encuentro con lo real; se trata de algo que no puede incluirse en la realidad del sujeto, algo que carece de sentido y es intratable en lo simbólico. El cuerpo muerto del gato es un objeto que perturba la realidad a la manera de una intrusión; lo real, aparece por fuera de esa materialidad, es el encuentro mismo con lo inadmisible de la realidad de ese objeto allí.

Esa cosa intratable debe desaparecer.La arcilla cubrirá al gato. Este movimiento es, en un primer momento, sólo un desesperado intento de Walter Paisley de quitar de su universo aquella visión. Es un vade retro necesario para volver a poner las cosas en orden.

Pero cuando volvemos a ver a Walter, la noche siguiente, en el mismo bar en que oyera las reveladoras palabras de Maxwell Brock, la metamorfosis ya se ha producido; y se solidifica cuando su escultura del gato es aclamada por todos. Paisley es tomado por un escultor genial; y luego, al demandársele más obras, sólo puede cumplir cometiendo asesinatos y repitiendo con los cadáveres humanos el procedimiento que hiciera con el cuerpo del gato.

Habiendo tomado literalmente las palabras del poema de Brock, en su mente extraviada, el asesinato no adquiere relevancia ante lo único que existe, el arte. Paisley goza de su triunfo. Pero no es el arte. Se trata de ser reconocido por los otros, de ingresar al círculo, de existir, para que esa existencia, además, le abra las puertas del amor de Carla, una bella muchacha del grupo, inalcanzable para él en su condición. Cuando Paisley es descubierto como artista, es gloriosamente admitido allí por todos, como uno más de ellos; todos aquellos a quien hasta entonces servía como camarero, ahora lo tratan a él a cuerpo de rey, incluso le entregan un cetro y una corona para simbolizar ese ascenso al mundo de los “vivos”, de los que merecen vivir. Es decir, una de las ideas del filme es la pregunta por la existencia, pregunta que el falso escultor resuelve para sí, de un modo concreto en su alienación a las palabras del poeta. Son tiempos del auge de la filosofía existencialista, con la intelectualidad de la época imbuida de la lectura sartreana, que se traducía fácilmente en desasosiego: “…es absurdo el nacer, es absurdo el morir…”. Con Lacan, aquella nada en el horizonte existencialista, podemos remitirla a otro estatuto, al vacío de la “falta en ser”.

La crítica más establecida lee en este filme una intención de sátira social, de ironizar sobre las imposturas de cierta fauna de pretendidos artistas. Esta fauna existe, desde ya; pero lo que no suele tenerse en cuenta es que esta mirada implica que habría una arte puro, que es posible el universo artístico Ideal y concreto en la que la máscara del artista coincide con una supuesta máscara de una verdad real. No hay tal cosa. El arte es un artificio; y no hay artificios de la subjetividad que no conlleven ese exceso, esa “impureza”. Aun el arte que más en serio se toma a sí mismo, lo hace cuando deja ver algo del artificio, cuando cierto toque “kitsch” aparece como referencia, referencia que habrá de posibilitar, de manera retroactiva, lo nuclear de su materialidad artística. Ese toque “kitsch” actúa como causa de deseo y como objeto de deseo, opera en el arte como un a, como exceso, y como resto.

No se trata de homologar cualquier cosa como arte y ni siquiera de una indulgencia con el diletante, sino de una imposibilidad estructural de “lo puro”. He allí algo de lo velado por el “sentido común”. Cómo leemos afecta a nuestro discurso; a cómo nos ubicamos en el mundo. Los norteamericanos (no sólo, pero sí especialmente) hacen, en general, la lectura inversa, y a cuenta de la afectación snob atacan la subjetividad artística, tan incómoda a sus paradigmas. Está clarísimo que para la crítica cinematográfica estándar, Matrix, para seguir con el mismo ejemplo, es una gran película y A Bucket of Blood, no. Los motivos son bien identificables: en Matrix no hay fisuras en la realidad mostrada; lo que se desea mostrar como realista adquiere una realidad insuperable. En A bucket of blood la escultura del gato es evidentemente falsa pues se la nota mucho más liviana que lo que sabemos que debería pesar un gato cubierto de arcilla seca; es cierto que no se logra un efecto realista, y lo que sorprende aquí es que hubiera resultado muy fácil conseguirlo. Pero no es el truco lo importante. Y respecto de la lectura: en películas como Matrix se trata de cuestionamientos superficiales presentados como profundos. Como producto midcult es más propio. A Bucket of Blood, por supuesto también pertenece al midcult, pero quisiera proponer que sus propósitos artísticos son más nobles y sus posibilidades de enunciación, más expandidas. A bucket of blood parece pretender una inocencia que no tiene, en comparación con productos como Matrix, que realiza lo contrario, y parece pretender una consistencia docta de la que adolece. (Ricardo Pereyra – BibliotecaOscarMasotta.com)