En A Bigger Splash está centrado en el complejo y progresivamente siniestro juego de relaciones que se forma entre un grupo de cuatro personas: una estrella de rock que se está recuperando de una operación a orillas del Mediterráneo, su pareja, su antiguo representante y amante, un hombre tan excéntrico como peculiar, y la joven y sexy hija de este último. Remake libre de La Piscine, de Jacques Deray.
- IMDb Rating: 6,4
- RottenTomatoes: 89%
Los parajes idílicos son a menudo los más peligrosos. No digamos ya si son destinos que mezclan la exuberancia paisajística con la suntuosidad arquitectónica. Conviene evitarlos a cualquier precio, aunque provoquen una bronca o incluso a lo tonto el divorcio. No se dejen llevar por los cantos de sirena. Eviten la tan soñada desconexión vacacional que prometen algunos folletos de viajes con el azul cristalino del agua tratado digitalmente. El paraíso invita a bajar la guardia, a sonreír medio burlón, un punto engreído, y a relajarse entre gintonics mientras todo se derrumba en silencio. Allí nunca se oye nada; si acaso el rumor de las olas a unos cuantos metros y el pajarito del WhatsApp anunciando mensaje. Nada imprevisto. El resto es paz, relajación, un ir descendiendo por La Piscine (Jacques Deray, 1969) hasta soltar la primera brazada: liturgia automática que destella bajo el sol de agosto. Pero, te dices. Hay algo en esa tranquilidad rodeada de belleza que aturde los instintos y activa tu otro yo, no ya una cara B con malas pulgas sino una cara impredecible, insondable. Al fin y al cabo incluso el paraíso tiene sus contraindicaciones. No dirías que te aburres en él, pero casi, y es entonces cuando tus pensamientos empiezan a derrapar por calles oscuras. Una simple mirada de tu pareja, que también habita aquel paraíso estacional y parece mirarte desde el otro lado de sus Ray-Ban (en realidad sólo mira una nube asomando detrás de ti), es suficiente para hacerte recordar que aún os debéis algunas explicaciones. Lo que pasó sucedió hace mucho, muchísimo tiempo, pero todavía sientes la quemadura; te dejó marca. O casi. A lo mejor nada ha ocurrido y todo está por pasar, quién sabe. Lo único cierto es que estáis junto a la piscina de unos guaperas taimados de nombres sutiles como Alain Delon y Romy Schneider. Y Maurice Ronet y la joven Jane Birkin. Que ya sois vosotros: he ahí una elipsis más esotérica que la de Adriana Ugarte cuando se transforma en Emma Suárez.
Incombustible polar francés que nos devuelve el grano crepitante del cine de los sesenta y la doblez moral de unos románticos en la picota. Todo perfecto hasta que de pronto alguien, seguramente el pasado con forma de hombre dispuesto a repetir una vieja conquista, irrumpe sin previo aviso. Así, como zapadores montados en un deportivo rojo, llegaron Harry (Ronet) y su hija Penélope (Birkin) al retiro en Saint-Tropez de los sofisticados y más bien sosos Marianne (Schenider) y Jean-Paul (Delon). Este último un Don Tancredo de Armani que por aquel entonces, en 1969, ya había pasado a la historia como el mítico «samurái» de El silencio de un hombre, coescrita y dirigida por Jean-Pierre Melville; obra capital del noir europeo que brindó a Delon la perversa (des)ventaja que jibariza a todos esos actores pétreos cuyas miradas, entre átonas e irresistibles, valen más que cualquier línea de diálogo. Quizá un silencio de noventa minutos y la sospecha de que su fotogenia jamás lo ayudaría a borrar las dudas que pesaban sobre él. Tampoco Delon pondría mucho de su parte para desterrar ese encasillamiento o identificación involuntaria con el arquetipo de donjuán insociable, casi en mute, que ya en la película de su paisano Jacques Deray se atrevió a experimentar con las apasionadas y apasionantes técnicas del roce: suyo es el beso-aguadilla a Romy Schneider, quien lo instaba a darle no sólo carantoñas sino también indoloros zarpazos al sol que acabarían haciendo escuela durante los decenios siguientes; época de grandes dúos unidos por las bajas pasiones. Eso, y un ex novio muy pesado. Que habla sin freno. Que no concede respiro. Que se las sabe todas, macho alfa tan sibarita como buen nadador; con una hija que no sabríamos decir si es su hija o su último ligue en condición de productor asaltacunas.
Ese es el Harry de Ralph Fiennes, y por extensión del cineasta Luca Guadagnino, en A Bigger Splash. Una suerte de remake de la película ya citada, si bien con algunos cambios vitales que convierten esta nueva zambullida en algo más que un filme de género intramuros, pues aquí los personajes caminan y salen de excursión y se mueven más rápido, o al menos se agitan más gracias —en buena medida— al Emotional Rescue de los Rolling Stones, pieza que Harry, como productor del álbum homónimo, aderezó introduciendo un mecanismo impensado hasta entonces: la papelera de plástico con que Charlie Watts vistió su metrónomo para lograr un hit que noquea primero con falsete y después con su incandescencia de montaña rusa sobre raíles de humo. A esta canción le debemos la que posiblemente será la secuencia más desinhibida y memorable del año: Ralph Fiennes agitándose como una culebra ante su nada sorprendido público, una ex novia y rockstar a lo David Bowie sin voz (Tilda Swinton), y su novio y cineasta sin ideas ni inspiración (Matthias Schoenaerts); una hija que pasa de todo el mundo (Dakota Johnson), en Pantelaria, isla de ensueño que, muy lentamente, se transforma en polvorín de la atracción sexual y los celos mal interpretados —si existieran los bien interpretados. Desde el momento en que hace aparición en A Bigger Splash, Ralph Fiennes se merienda a su enemigo y deja a Tilda para el postre, dos monstruos irrepetibles —una recién operada de las cuerdas vocales, rememorando a destellos la adrenalina de una actuación frente a más de 50.000 fans, y otro allanándose el terreno antes de la penúltima embestida al icono pop— que se dan la réplica en una historia cuya sensualidad alcanza niveles inflamables cuando Dakota Penélope Johnson, perfecta en un segundo plano cada vez más principal, aparece en pantalla.
Guadagnino ya había demostrado su interés por retratar la eterna lucha del individuo reprimido en un entorno aparentemente familiar y confortable. Seguro, también. En su cuarta colaboración con Tilda Swinton, su actriz talismán, el italiano retoma la idea de la catarsis como medida de la tragedia humana, esto es: que uno puede estirar el chicle para ver hasta dónde llega, sin olvidar nunca que la gracia precisamente es ver cómo se estira justo antes de romperse. Y en A Bigger Splash todo se va a la mierda. Y la noche lanza una dentellada en la piscina. Siempre ella. Fue también una piscina el instrumento catártico del anterior largometraje de Guadagnino, Io Sono L’amore. ¿Qué tendrán esas construcciones? ¿Se acuerdan de Sunset Boulevard? ¿De todas las piscinas de hoteles y villas más o menos abandonadas, esas piscinas que casi nunca se muestran vacías porque siempre están esperando al pez definitivo? ¿Aún no han visto la película original en que se inspira A Bigger Splash? Allí, el ambiguo giro final lo deja a uno entre la espada y la pared. Su indefinición provoca terror, angustia, desconcierto, frío un agosto a treinta y dos grados. Aquí, no existe tal cosa. El director prefiere eliminar de un plumazo el sadismo convirtiendo la dicotomía causa-efecto en llana perversión justificable, como si estuviera practicando el tono exquisito de Patricia Highsmith. Nos quedará, eso sí, Ralph Fiennes (o su doble histriónico) y la certidumbre de encontrarnos ante una historia y unos personajes cuyo perfil peripatético, de aprender mientras caminamos por aquella isla maravillosa, bien merecen un chapuzón.
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