En La Virgen de Agosto, Eva es una chica de treinta y tres años que hace de su decisión de quedarse en agosto en Madrid un acto de fe. Necesita sentir las cosas de otra manera y piensa en el verano como un tiempo de oportunidades. En esos días de fiesta y verbenas se van sucediendo encuentros y azares, y Eva descubrirá que todavía tiene tiempo, que todavía puede darse una oportunidad.
- IMDb Rating: 6,8
- RottenTomatoes: 100%
Película (Calidad HDTV)
Sentada sobre un mantel a la orilla del Manzanares en una tórrida tarde estival, Olka, el personaje interpretado por Isabelle Stoffel, comparte con sus acompañantes una interesante reflexión: al contrario de la opinión extendida, considera que lo realmente valiente no es emigrar y empezar de cero en un lugar distinto, donde nadie te conoce y tienes la libertad del anonimato, sino ser capaz de reinventarse en el lugar que te ha visto crecer. Es decir, permanecer dentro de tu zona de confort y lograr sobrevivir a su rutina. Quizás, de algún modo, de eso trate La Virgen de Agosto, la nueva película de Jonás Trueba: de cómo nos relacionamos con el entorno donde nos ha tocado vivir y lo compartimos con el resto. Y en ese ejercicio colectivo, la película también apunta hacia el descubrimiento personal, hacia la experiencia individual dentro del entramado de relaciones personales que vamos construyendo. Detrás de la historia de Eva se esconde esa necesidad de conectarnos con el mundo para descubrirnos a nosotros mismos, y, (de nuevo) quizás, de eso trate (también) La Virgen de Agosto. Pero tantos “quizás” y dudas que aparecen en estas primeras líneas de aproximación a la cinta del joven madrileño no significan que su novena largometraje se mueva por terrenos intrincados, oscuros o difíciles de discernir. Más bien al contrario. Esta retórica surge por ese don que tiene el cine de Trueba de apelar a cada espectador de manera distinta desde los mismos personajes y sus conversaciones. Con esa manera tan elegante, cercana y pausada que tiene de filmar situaciones tan mundanas, el realizador nos vuelve a presentar a una generación, esa que transita entre los 30 y 40 actualmente, empeñada en verbalizar sus opiniones y frustraciones, que se pregunta continuamente sobre la manera de vivir, sobre cómo ser «una persona de verdad». Y en esos apuntes entre la reflexión profunda y la de andar por casa, tan real como la vida misma, cada uno de nosotros se adentrará en la película de una manera diferente, y aquí (ya sin ningún quizás), estriba el gran talento de Jonás Trueba para construir pequeñas historias que se engrandecen en el patio de butacas.
No resulta casual la elección de un mes (agosto) y una estación (el verano) para construir el periplo de Eva. Interpretada por Itsaso Arana (magistral, en su frágil mirada se esconde la fuerza de su personaje), ella es el centro sobre el que bascula este retrato de resistencia de un grupo de jóvenes que deciden quedarse en Madrid cuando todo el mundo decide marcharse, cuando parece que no hay nada que hacer. En esta ciudad despojada del runrún laboral del resto del año, de repente empieza a resurgir un elemento primario de socialización, tan antiguo como la humanidad, y que parecía dormido, aplastado por la rutina de obligaciones de otros meses: es la fiesta, el folclore, la verbena… Es, en definitiva, la celebración del ser humano como ser social. Así, aquellos afortunados que se atreven a quedarse, que se cobijan en sus casas durante el día cerrando puertas y ventanas para no dejar entrar ningún reflejo de luz solar que caldee el ambiente, salen a la calle, ufanos y alegres, al atardecer, para disfrutar de la compañía del resto. San Cayetano, San Lorenzo y La Verbena de La Paloma son el telón de fondo sobre el que Eva empieza a tejer sus relaciones. En esa especie de limbo veraniego en el que se convierte Madrid surgirá la magia de acercarnos a desconocidos, de conocer gente nueva: la magia de vivir en sociedad para lograr crecer individualmente. Un momento para descubrir, de repente, la emoción de ver pasar una procesión por debajo del balcón, ya no como acto religioso, sino como sentimiento colectivo de permanecer a un ente que te sobrepasa. El referente religioso del título, La Virgen de Agosto, más allá de la fecha y la referencia reproductiva, debería entenderse como una invitación a acercarse al día a día sin ideas preconcebidas, con las manos abiertas, esperando descubrir siempre algo nuevo. Porque así, como siempre ocurre en el cine de Trueba, es cuando se producen esos momentos místicos y mágicos que pueblan siempre la última parte del metraje de sus películas.
Como decíamos, cada uno verá en las vidas y experiencias de Eva, sus encuentros con Agos o su reciente amistad con Olka, un reflejo de una vivencia propia, de un momento disfrutado en primera persona. Y al igual que el road trip de Los Exiliados Románticos o los recuerdos de amor de juventud de La Reconquista nos apelaban directamente a lo personal, los paseos por un Madrid vacío, desprovista del rutinario artefacto del estrés laboral, nos invitan a reconectar con esa idea mundana, primitiva y necesaria de acercarnos a nuestros orígenes: tanto colectivos (las fiestas, los encuentros, las conversaciones) como individuales (los momentos de espera, las miradas perdidas, los tiempos muertos). Es en esa manera tan honesta, veraz y sensible que tiene el director de acercarse a momentos y realidades cotidianas en los que, de repente, es capaz de capturar la magia de vivir, es decir, la magia del cine. (Víctor Blanes Picó – ElAntepenúltimoMohícano.com)
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