A Private War cuenta la historia de Marie Colvin, una periodista reconocida mundialmente por su trabajo en distintos conflictos bélicos. Testigo de algunas cruentas batallas recientes, especialmente de lo sucedido en Oriente Medio, contaba con el respeto tanto de los lectores como de sus compañeros de profesión por su enorme valentía y humildad. Sin embargo, su personalidad era caótica y autodestructiva. Tras recibir el impacto de una granada en Sri Lanka, comienza a llevar un distintivo parche en el ojo mientras se sienta a beber rodeada de la alta sociedad londinense a la que aborrece, hasta que un día recibe una misión extremadamente peligrosa, que acepta junto a su prestigioso fotógrafo de guerra, Paul Conroy. Juntos viajan a Siria para cubrir lo que sucede en la ciudad de Homs, donde aprenderá el verdadero coste de la guerra, tanto física como psicológicamente.
- IMDB Rating: 6,7
- Rottentomatoes: 89%
Película / Subtítulos (Calidad 1080p)
Dicen que dijo Marie Colvin que en la guerra hay periodistas viejos y periodistas valientes, pero no periodistas viejos y valientes. Ella fue valiente. Desde la guerra civil de Sri Lanka hasta el sitio de Homs en Siria, Colvin se hizo un nombre cubriendo conflictos bélicos para el ‘Sunday Times’ y una imagen gracias a su voz grave y cascada, sus maneras firmes y directas y el parche ‘pirata’ que tapaba el ojo que había perdido a causa de una granada siguiendo los combates de la guerrilla tamil. En un gremio tan eminentemente masculino como es el del periodismo de guerra, Colvin se hizo un hueco a base de riesgo y astucia. Y queda demostrado en una de las escenas de A Private War, en la que la reportera engaña a las tropas fieles a Sadam en Irak haciéndose pasar por enfermera mostrando como documentación el carné de su gimnasio londinense que lleva la palabra ‘health’, es decir, salud.
Sin salirse de la convención de los ‘biopics’, A Private War retrata las contradicciones de una profesión tan ingrata y arriesgada como adictiva como es el periodismo de guerra. Colvin podría encuadrarse dentro de las superestrellas del gremio; la mayoría de los periodistas y fotógrafos que cubren la información bélica son poco más que un nombre a pie de foto y alcanzan un reconocimiento efímero una vez que han muerto. «David Blundy. Se fue a ‘The Telegraph’ antes de que tú llegaras. Yo me quedé con su puesto. Lo mataron dos años después en San Salvador. Joao Silva perdió las dos piernas a la altura de la rodilla en Kandahar trabajando para ‘The New York Times’. Coincidí con él en Afganistán. Safa Abu Seif. Era una niña palestina de 12 años a la que una bala perdida le perforó el corazón. Vi cómo sus padres la sostenían mientras se desangraba. Llevaba pendientes de perlas. Seguramente ese día pensó lo guapa que estaba», enumera la protagonista en otra secuencia. «Yo veo esas cosas para que no tengáis que verlas vosotros”. Para Colvin, lo principal era encontrar el enfoque humano en la barbarie.
Rosamund Pike ha conseguido embrutecer su elegancia innata y sus maneras suaves y pulcras para interpretar a una mujer en permanente conflicto, tanto externo como interno: su interpretación de Colvin es el de una mujer que sufre entre su deseo de tener una vida personal estable, con pareja e hijos, y una realidad extrema en la que la muerte está normalizada. «Odio estar en zona de guerra, pero también me siento obligada a verlo con mis propios ojos», explica en un momento de la película. «Me da miedo hacerme vieja, pero también me da miedo morir joven».
Y precisamente por su trascendencia y su posibilidad de cambiar los focos por las ruinas de una ciudad bombardeada, esta neoyorquina radicada en Londres es el ejemplo perfecto de las contradicciones de un trabajo que conjuga recepciones y fiestas sofisticadas con el testimonio del estadio de mayor bajeza del ser humano y de la sociedad: los crímenes de guerra. El filme, en el que el documentalista Matthew Heinemann adapta el perfil sobre Colvin publicado en ‘Vanity Fair’, reproduce de manera verosímil el escenario de guerra sin recrearse en plano detalle —pero presentes en un segundo término— con los cuerpos de las víctimas, los miembros cercenados, la carnicería humana.
El retrato de Colvin sirve como pie para reconocer la labor de quienes intentan llegar adonde todos huyen, pero plantear también los claroscuros de la personalidad de quienes deciden vivir de guerra en guerra y de los medios de comunicación que se lucran de la gloria mientras sus trabajadores calientan su trasero en una silla ergonómica a miles de kilómetros de las bombas. Si bien en el consciente se libra una cruzada en favor de la libertad y los derechos de los abandonados, de los débiles, y en contra de las injusticias, en el inconsciente queda la necesidad de una excitación, de mantener las dosis de adrenalina que proporciona una vida al borde del abismo.
¿Puede uno follar después de haber visto una pila de cadáveres en descomposición? ¿Puede uno asistir a una fiesta lujosa después de haber visto a la población civil morir de inanición por culpa de una guerra? El personaje de Colvin, cobertura tras cobertura, muestra las tasas psicológicas y emocionales que pagan los reporteros, que muchas veces caen en el alcoholismo y las adicciones para aplacar el estrés postraumático, las pesadillas, o la incapacidad de adaptarse a una vuelta a la rutina.
Sin embargo, A Private War deja la sensación de que los propios reporteros de guerra son responsables de sus propias desdichas. Parece que en su ánimo de llegar más lejos que nadie, de encontrar la historia definitiva o conseguir el reconocimiento, son ellos mismos los que se ponen en riesgo a pesar de las advertencias de sus contratadores o de su equipo. Pero no se habla de la precariedad del gremio, en el que muchos tienen que sobrepasar los límites, precisamente, para conseguir que sus jefes, bien cómodos en sus despachos, presten atención a reportajes que los lectores, además, ignoran. Hay guerras mediáticas, otras no. Y las víctimas de las segundas lo son doblemente.
Aun así, A Private War logra sumergir al espectador en la caída en barrena de una mujer obsesionada por su trabajo que a cada viaje ve más deteriorada su salud, mental y física. Y también en la duda de un director que se pregunta hasta qué punto es necesario y útil el sacrificio que plantea este tipo de reporterismo. Eso sí, una cuestión que queda finalmente despejada es que no, Jamie Dornan no tiene sangre en las venas. (Marta Medina – elconfidencial.com)
1 Comment
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Siempre los malos son los otros y ellos los buenos… malisima!