En Los Sonámbulos, una mujer y su hija de 14 años, sonámbula, en pleno despertar. Un matrimonio en los bordes de una crisis silenciada. Una familia ritualista, matriarcal y endogámica. Abuela, hermanos, primos. Un nuevo verano, sudor, alcohol, tradiciones. Cuerpos desnudos, cuerpos que cambian y las miradas sobre esos cuerpos nacientes. Un nuevo festejo de fin de año en la vieja casona histórica familiar es la encerrona para que los sonámbulos finalmente despierten.
Mejor Película, Mejor Guión y Mejor Actriz en el Festival de La Habana 2019
Mejor Película y Mejor Directora en los Premios Sur 2019
- IMDb Rating: 6,4
- RottenTomatoes: 73%
Película (Calidad 1080p)
Como todos los años, Luisa y su marido Emilio viajan con su hija adolescente Ana a la casa de campo de la abuela a pasar las fiestas. Allí, son recibidos por su anfitriona Meme, la matriarca de la familia, quien además de ejercer control sobre sus tres hijos, incluyendo a Emilio, posee una fuerte influencia sobre la generación de sus nietos, proveyéndoles alcohol cuando lo considera necesario e instándolos a que se rebelen contra sus padres en ciertos momentos. Pero, a diferencia de otros encuentros anuales, los enfrentamientos se inician, incluso, antes de la disputa sobre la venta de la casa, pues Luisa y Emilio no están pasando por el mejor momento, y a sus catorce años, Ana adolece a flor de piel la angustia de los cambios por los que está atravesando.
En el centro del relato se encuentra Luisa, una mujer abrumada por su matrimonio, que además intenta en vano acompañar a Ana o, al menos, reconectarse con ella. Tras enterarse de que su hija es sonámbula, al igual que su padre, y que ya menstrua, detalle que la adolescente prefirió no contárselo, Luisa debe lidiar con asumir que su hija también está creciendo y cambiando, al igual que ella. Para empeorar las cosas, su suegra se siente en plena libertad como para inmiscuirse en los asuntos de madre e hija, y su marido toma decisiones sin considerar siquiera conversar con ella. Por su parte, Ana se encuentra en plena transición corporal y emocional, donde es muy grande para los juegos de niños, que ahora, a sus ojos se ven tontos, pero es muy chica para lidiar con las decisiones del mundo adulto.
Los sonámbulos mezcla el calor del verano con abundante alcohol para aflorar los roces entre los personajes que comparten un mismo espacio. Luisa, insatisfecha con su trabajo, debe esconderse para escribir, y Ana pasa el día sumergida en su celular. Los adultos beben y repiten las mismas actividades que realizan año tras año, como si quebrar las tradiciones familiares fuera negar sus propios lazos de parentesco. Si bien en apariencias pareciera que todos intentan agradar al otro, o al menos tolerarse, los conflictos que van brotando trascienden más allá de la momentánea convivencia, al punto en que cuando un vino no es suficiente, es necesario huir al pueblo para dejar de escuchar las voces exigentes que juzgan cada actuar. La llegada tardía de Alejo, el nieto mayor, de espíritu libre y carácter conquistador, solo añade un ingrediente más a la dinámica familiar casi tóxica que Paula Hernández se encarga de describir con una sutileza punzante y naturalidad lacerante, desde las escenas tétricas de sonambulismo a las peleas reiterativas en la mesa.
En Los sonámbulos, una cámara en mano se centra sobre los rostros y acompaña las palabras murmuradas que progresan a gritos liberadores, o en los detalles de las miradas confusas que dilatan la tensión tan palpable, como el calor húmedo de las piezas, y que solo puede ser paliado con un chapuzón en el río. Pero la zambullida nunca ocurre, porque a medida que pasan los días en la casa, el estrés del ambiente adopta otra forma y se vaticina un final macabro. La densa humareda de las hojas que quema el vecino enturbia hasta las relaciones personales; mientras la presencia de Alejo incita el despertar sexual de Ana, las fricciones entre Luisa y Emilio se tornan irremediables. Con el transcurrir de los días, esta situación se vuelve intolerable, sofocante.
En Los sonámbulos, los personajes caminan dormidos, deambulan por la casa sin saberlo, actúan por inercia y pretenden que al día siguiente los hechos del ayer queden enterrados como si nada hubiera pasado. Y aquí no nos referimos más al trastorno del sueño hereditario que padece la familia. Tanto madre como hija viven adormecidas bajo la sombra de un hombre que parece saber lo que es mejor para ellas, en claras condiciones de inferioridad, que resultan cómodas solamente para él. Mientras Luisa permanezca al margen de los debates sobre la casa y sumisa a los deseos de Emilio, mejor; mientras Ana confunda los avances de Alejo, mejor. «¿No te acostumbraste todavía a cómo es esta familia?», pregunta el hermano de Emilio a Luisa, como si el habituarse a la hostilidad o a la dominación reemplazara el desagrado con simpatía resignada.
En esta atmósfera vidriosa, de tensiones y frustraciones, celos e inquietudes, madre e hija son víctimas de la microviolencia sostenida por un modelo familiar patriarcal al cual las mujeres se han adaptado obligatoriamente. Aún padeciendo síntomas de una situación claustrofóbica, ellas son incapaces de comunicarse entre sí y cuando lo logran, sus gestos contradicen lo que articulan en palabras, mérito de ambas actrices protagónicas. Es solo una cuestión de tiempo a que la situación estalle, y el encierro encuentra su límite la última noche en la casa. Este eventual despertar de ambas mujeres conlleva un precio muy alto que revuelve las entrañas y deja sin aliento. Por primera y única vez en toda la película, Hernández aleja la cámara lo más posible y observa desde lejos lo innombrable, y en esta distancia que traza yace la sensibilidad de una directora consciente de la atrocidad que retrata y desinteresada en explotar a sus víctimas.
Los sonámbulos es una película que incomoda, que oprime y ahoga, pero lo hace desde la mirada madura y atenta de Hernández. El agobio que construye es tal que por un lado deseamos que sus personajes nunca hayan hecho ese viaje, y por el otro, pretende cuestionar los roles familiares en las intrincadas relaciones socialmente impuestas. (Alexandra Vazquez Peña – ElEspectadorImaginario.com)
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