En Leonora Addio, tres funerales surrealistas se entrelazan con el asesinato de un niño inmigrante siciliano en Brooklyn.
Premio Internacional de la Crítica FIPRESCI – Festival de Berlín 2022
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en varios idiomas, entre ellos el español)
Por circunstancias distintas que evidentemente tienen que estudiarse a fondo, y que marcan las particularidades de cada caso, el panorama cinematográfico mundial ha temblado y replicado con la ruptura de no pocas sociedades fraternales detrás de las cámaras. Ahora mismo, estamos en un momento extraño, en el que toca enfrentarse a la primera película de Joel Coen (sin su hermano Ethan), de Lana Wachowski (sin su hermana Lilly), de Peter Farrelly (sin su hermano Bobby) y, por supuesto de Paolo Taviani, quien dedica su nuevo trabajo Leonora Addio, (el primero en solitario), a su «fratello» Vittorio, fallecido hará ya casi cuatro años. Una de sus últimas colaboraciones, recordemos, se alzó con el Oso de Oro en Berlín, en 2012, broche casi definitivo a una dilatada carrera que, en algunos de sus puntos álgidos, bebió directamente de los grandes maestros del teatro y la literatura: Johan Wolfgang von Goethe, Lev Tolstói, William Shakespeare, Alejandro Dumas o Luigi Pirandello. La figura de este último, adaptada anteriormente por la dupla en Kaos y Tú ríes, actúa como permanente centro de gravedad en Leonora addio, una película que como bien anuncia su título, tiene en el adiós su principal propósito. La narración, de hecho, arranca con el que seguramente fuera el último momento estelar de dicho dramaturgo. El calendario nos sitúa en 1934, o sea, dos años antes de su muerte; mientras, un mapa de Escandinavia del siglo pasado nos ubica en el espacio: estamos en Suecia, en la ceremonia de los premios Nobel. A través de un noticiario italiano de la época (primer punto de apoyo de Paolo Taviani en el material de archivo), vemos al autor teatral siciliano engalanado, recogiendo y entonando un discurso de aceptación del galardón en la categoría de Literatura. Las imágenes rasgadas y el sonido quemado de la grabación dan fe del paso implacable de un tiempo que, ya se ve, ya se oye, no perdona a nadie. Este documento, en su día reluciente motivo de orgullo para la nación italiana, es ahora una pieza que, para ser mínimamente comprendida, requiere de un esfuerzo sobrehumano, por parte de los sentidos. El deterioro físico que la digitalización no ha podido o no ha sabido frenar, nos recuerda pues que lo que antes era aceptable, ahora no tiene por qué serlo. Por supuesto, llegados a este triste punto, podemos relacionarnos con este material de dos distintas maneras: desechándolo o «ayudándolo». Paolo Taviani opta por lo segundo, incrustando una voz en off —nítidamente— actual, que nos ayuda a contextualizar la precaria esa información audio-visual; que le da ese empujón necesario para que llegue allí donde ya no puede llegar.
Leonora Addio está planteada como un biopic póstumo, no por estar dedicado a quien ya no está entre nosotros, sino por arrancar su narración justo en el momento de su muerte. Después de aquel hallazgo arqueológico mal-conservado, el blanco y negro se aserena y nos mete de lleno en los extraños territorios de la ficción. Clavada justo encima del cabezal de una cama, a pocos centímetros de un hombre que descansa estirado en ella, la cámara filma una habitación que está a medio dibujar. Al fondo de la imagen, escorado a la derecha, hay un mueble donde se apelotonan decenas de libros; un poco más a la izquierda, se ve una puerta abierta. Entre un elemento y el otro, está la nada: paredes de un blanco absoluto, como si esto fuera el recuerdo deformado de aquella mítica habitación con la que 2001: A Space Oddisey, de Stanley Kubrick, empezaba a despedirse. Esto, efectivamente, no es un dormitorio, es un limbo; un punto de tránsito entre la vida y el más allá. Sigue la voz en off, que presumiblemente es la del hombre postrado: «¿Es esto un sueño?», y sí, podría serlo. De repente, sus tres hijos (tres chiquillos) cruzan el umbral de la puerta, y poco a poco, se acercan a la cama, y cuanto más caminan, más se disuelven en ese blanco infinito, hasta que desaparecen… para reaparecer inmediatamente convertidos en personas adultas. Esta relación extrema entre el espacio y el tiempo es la antesala del momento más temido, el que antes no causaba problemas y ahora sí. En un palacio de mármol, Benito Mussolini gestiona la muerte de Pirandello como lo que es: una cuestión de estado. Porque Italia ha perdido a uno de sus grandes baluartes, pero también por los ligámenes de este con el partido fascista.
¿Cómo seremos recordados? O sea, ¿cómo van a ser vistos, en el futuro, nuestros actos y nuestras decisiones? Pensemos, por ejemplo, en algunas de las ráfagas que hacían volar los pensamientos del maestro animador en El viento se levanta, la que tenía que ser el último largometraje de Hayao Miyazaki. Y ya después, ¿qué será de nuestros restos mortales? ¿Serán desechados, o habrá alguien que los ayudará a llegar donde deberían estar? Preguntas planteadas por alguien que, a estas alturas, no puede relacionarse con ellas con la cómoda distancia de la mera curiosidad intelectual. Leonora Addio se comporta ahora como un viaje discretamente épico: de Roma vamos hacia Sicilia, la tierra que vio nacer al dramaturgo, allí donde debería reposar por los siglos de los siglos. Ahora la narración se sube a un coche, y después a un avión, y después a un tren, y va surcando paisajes (geográficos y humanos), como si esto fuera la versión casi onírica de Il varco, aquel apabullante documental ferroviario, dirigido por Federico Ferrone y Michele Manzolini. Solo que aquí, siempre pesa la carga fantasmal del hombre que ya no está: una urna de cenizas que no se sabe si es reliquia a venerar, o si es caja de Pandora, debate que ni los teólogos más clarividentes pueden resolver. Mientras no llega la respuesta, Paolo Taviani abandona el etéreo mundo de las ideas, y vuelve al de los hombres. Su cámara, que sigue instalada en un pasado que se ve en digital y en blanco y negro, se convierte ahora en un recipiente de rostros y reacciones: en un conmovedor fresco humano.
Leonora Addio se mueve ahora caprichosamente por encuentros e interacciones que reconfortan por su sincera bondad: un malentendido que se resuelve de manera afable y civilizada, una broma tan acertada y tan bien tirada, que prende a una velocidad vertiginosa, un escultor que, en la preciosa soledad de los campos de Sicilia, sorprende con un baile que nadie verá. La producción es de una austeridad que emociona por su sinceridad, pues es el reflejo perfecto de la actitud (artística, vital) de un hombre que no tiene la más mínima intención de disimular su cojera: porque tiene 90 años, y esto no lo cambia nadie, y por supuesto, porque le falta la otra pata con la que siempre ha caminado. Pero de verdad que no importa, porque donde no llega el cuerpo, sí lo hace una mente que se eleva hasta el mismísimo Reino de los Cielos, con la febril energía de quien sabe que lo que aún le queda en el depósito, a lo mejor le da para un último y memorable esfuerzo. Paolo Taviani vuela solo, pero con Vittorio siempre en el pensamiento. A él recurre cuando las fuerzas flaquean, y a Michelangelo Antonioni, y a Roberto Rossellini. El material de archivo y la filmografía de otros grandes cineastas, lucen ahora como muletas para que la película, que no se avergüenza de pedir asistencia, llegue donde tiene que llegar. Allí donde los límites los marca el infinito. Cuando menos lo esperábamos, el color estalla, los zooms se híper-pixelan, el mapamundi se invierte y el relato, llevado por el instinto animal de aquel cine de Marco Bellocchio, se instala en la imprevisible lógica de los sueños. Hasta el apabullante punto en que es imposible predecir qué imagen vamos a encontrar después de cada corte. ¿Dónde estamos? ¿Con quién estamos? ¿Por qué? Este réquiem vitalista llega por fin a la línea de meta, dejando en el aire las preguntas con las que, ahora sí, podremos afrontar ese tránsito. ¡Addio, Vittorio! (Víctor Esquirol Molinas – ElAntepenúltimoMohicano.com)
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