En Dancer in the Dark,  Selma, inmigrante checa y madre soltera, trabaja en la fábrica de un pueblo de los Estados Unidos. La única vía de escape a tan rutinaria vida es su pasión por la música, especialmente por las canciones y los números de baile de los musicales clásicos de Hollywood. Selma esconde un triste secreto: está perdiendo la vista, pero lo peor es que su hijo también se quedará ciego, si ella no consigue, a tiempo, el dinero suficiente para que se opere. Tercera película de la trilogía Corazón Dorado de Lars Von Trier.

Palma de Oro y Mejor Actriz en el Festival de Cannes 2000
Mejor Actriz Dramática 2000 para National Board of Review (NBR)
Mejor Película Europea y Mejor Actriz en los Premios del Cine Europeo 2000

  • IMDb Rating: 8,0
  • RottenTomatoes:  91%

Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

 

Lo primero de todo: este texto no es una suerte de reivindicación a la figura de Lars von Trier después de sus controvertidas declaraciones durante el pasado Festival de Cannes. Ya nos contó Juan Luis desde el festival más importante del mundo lo que ocurrió, y que le gustó su última película, Melancholia (2011). No es una reivindicación porque este gran director no necesita ya que nadie le defienda: eso ya lo hace él solo con sus películas. Y porque tenía pensado desde hace bastante tiempo escribir sobre la que con toda probabilidad es la cumbre de su cine, galardonada precisamente con la Palma de Oro y con el premio a la mejor actriz hace once años, y que se debería haber llevado el galardón por muchas polémicas infantiles que von Trier quisiera despertar, pues se trata de uno de esos filmes legendarios más allá del bien y del mal, parafraseando a Nietzsche.

Dancer in the Dark es uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos y es algo más. Es un poema, cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos de ninguna clase. Muy al contrario: se trata de un canto a la muerte capaz de alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues ya dijo el gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de haber navegado por, y de haber traicionado, el voto de castidad del Dogma’95, von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes, inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.

Hacer una película musical como Dancer in the Dark es lo más parecido a un suicidio sin purgatorio en el caso de cualquier otro director, pero von Trier, el loco, el repudiado, el maldito, es un puto genio, un bastardo con corazón de oro capaz de reconvertirse en cronista de toda la miseria del mundo, y de elevarla a los cielos con la voz de Björk. Filmada con cámaras de vídeo Sony (DSR-1P, DSR-PD100P, DSR-PD150, DXC-D30WSP) luego impreso en material de 35 mm. con un aspecto de 2.35:1 (para más datos, remito a ‘La dirección de fotografía (1)’), la imagen de esta obra maestra no puede ser más cutre desde un punto de vista escenográfico, superficial. Sin embargo, para quien sepa mirar (y no hay tantos como pareciera) la imagen de Dancer in the Dark es de una belleza y de una altura estética indescriptibles, desoladoras, definitivas. Porque el cine es mucho más que un cuento mil veces contado. Es sueño y es perdón. Es juego de sombras que quiere ser música, secuencias como acordes, personajes como sinfonías.

La historia es más o menos la que sigue: madre soltera inmigrante, checa, se instala en Estados Unidos y se pone a currar en trabajos de mierda para sacar adelante a un hijo descontento. Sabe perfectamente que en no demasiado tiempo va a quedarse ciega, y que la terrible enfermedad que la esclaviza es hereditaria y es muy probable que su hijo también la sufra. En semejantes circunstancias, su única salida espiritual es gozar con esos musicales que, según ella, mantienen proscritas la soledad, la miseria, la enfermedad y la muerte. Evasión. Opio. Pero por mucho que sueñe con esos sueños de celuloide, sabe que la vida, y la fatalidad, sigue su curso. Y Lars von Trier también lo sabe. Por eso un musical como este era necesario que algún día se hiciera, para cantar la mentira maravillosa que eran algunos musicales, y para hacer poesía con la verdad y el dolor que es la vida, esta aparición terrible que vino a sustituir a la Nada. Pero en lo terrible se esconde lo bello, y viceversa, y este cineasta es de los que saben impregnar una pantalla con eso, y sufriremos y lloraremos con Selma su atroz viaje, y sabremos que la música es el gran don de la vida.

Selma (una alucinante Björk, que encarna a la mujer vontrierana como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella bestial, descarnada, Breaking the Waves, pues los ojos de esta cantante islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión audiovisual inimaginable del melodrama moderno) mezcla los sonidos del mundo con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un todo forma y fondo, por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como debería ser siempre en el cine. Y la fotografía del grandísimo Robby Müller se hace arte con la imaginación de von Trier en cada encuadre, cada gesto.

Los preciosos secundarios interpretados por Peter Stormare (un hombre de corazón compasivo interesado por Selma), Catherine Deneuve (una compañera de trabajo y una amiga), David Morse (un patético hombre perdido, de un egoísmo monstruoso), apuntalan este discurso en contra de la pena de muerte, de la sociedad capitalista, del concepto de inmigración…y a favor de la disolución de fronteras, de la fraternidad, del perdón, del amor sin condiciones…en un estudio sobre el sonido (magistral cómo se mezcla el sonido ambiente con las fantasías musicales de Selma…), sobre los géneros del cine, sobre la puesta en escena más radical y más clásica a un tiempo. El profundo dolor que late en las imágenes de Dancer in the Dark perturba y hiere…pero la clarividencia de su mirada ennoblece, dignifica y convoca lo mejor de nosotros mismos, en una lucha feroz contra el instinto de marcharnos de la sala o apagar el reproductor. Ya nunca se es el mismo después de ver esta película, puñetazo, obra de arte, o lo que sea.

Obra maestra incomparable, que crece más y más a medida que se aleja en el tiempo. Sólo la he visto tres veces, pero es suficiente para que se me quede tatuada en la retina. Mi imagen favorita es la de esa mujer valiente lanzando sus gafas al río cuando viene el tren y diciendo que es mejor no ver más, nunca más. Imposible no llorar con esta película, pues se emociona quien puede, o a quien le interesa por motivos luminosos. Muchos dicen aún hoy que es una película tramposa, zafia, que juega al melodrama y a buscar los mejores sentimientos. Peor para ellos, no lamento que se lo pierdan. (Adrián Massanet – Espinof.com)