En White God, una nueva ley da preferencia a los perros de raza e impone un tributo considerable por las razas cruzadas. Rápidamente, los refugios caninos se llenan con perros abandonados. Lili, de 13 años, lucha por proteger a su perro, Hagen, pero su padre lo suelta en la calle. Aún inocentemente creyendo que el amor puede conquistar cualquier dificultad, Lili comienza a buscar a su perro para salvarlo. Por su parte, Hagen lucha por sobrevivir y rápidamente se da cuenta de que no todo el mundo es el mejor amigo del perro.
- IMDb rating: 6.9
- RottenTomatoes: 91%
Definir en pocas palabras el envoltorio, el argumento e incluso el género mismo de White God se me antoja complicado, precisamente porque Mundruczo da pie a un amplio abanico de interpretaciones y lecturas; y amparada en una estética oscura y urbana de regusto tormentoso, incluso apocalíptico, construye un atrapante juego mental para el espectador del que no es nada sencillo salir. Apostando por un camino difícil y pocas veces recorrido en el séptimo arte, el director nos inyecta en vena un drama subversivo mezclado con acción trepidante que funciona en nuestra mente como un cóctel molotov de desamparo, pánico, venganza e instinto de supervivencia. Así, esta White God, impactante y ruda de principio a fin, gira las tornas habituales en términos de elenco para situar a un can sin pureza de raza y sus camaradas callejeros como protagonistas de la historia, cuestionando desde los primeros instantes si es el hombre merecedor de llamarse mejor amigo del perro, y empleando el paso de la trama para (de)mostrar la crueldad tiránica y las relaciones de dominación y autoridad que son el pan de cada día de una sociedad deshumanizada: la nuestra, claro. Las preguntas en torno a la desembocadura de este río de sangre serán muchas, pero sin duda nos sentiremos partícipes de esta particular toma canina de la Bastilla extendida por los barrios aquineos, un ladrido desde el cine en el que caben todas las minorías étnicas, raciales y espirituales del mundo. Porque, a pesar de que las cámaras de Mundruczo apunten hacia la rebelión de los chuchos, en el mordaz punto de mira del húngaro está ese autoencumbrado hombre blanco, como emblema de falsa superioridad moral. Y bajo su subyugación, el resto de seres enjaulados que protagonizan esta película.
El filme arranca como un perverso cuento de hadas, de esos en los que la realidad se ceba con el niño, más parecido a un tétrico manuscrito original de los hermanos Grimm que a sus edulcoradas análogas de Disney. Conoceremos al personaje principal, Hagen, el amigo canino y fiel protector de Lili (una Zsofia Psotta que defiende su papel con destreza), una muchacha de trece años que se muda una temporada a casa de su amargado y arisco padre, controlador sanitario en un matadero municipal. En Hungría existe una ley que obliga a censar y pagar una cuota por aquellos perros que no son de pura raza, y por ello el inocente y leal Hagen se ve rechazado por el progenitor malhumorado, vigilado por una vecina colérica y en general, condenado al ostracismo doméstico. Nadie lo quiere a excepción de Lili, que se da a la fuga en bicicleta y decide esconderlo en el armario de sus clases de trompeta del conservatorio. Sin embargo, la estratagema de la niña sale mal, y su padre, exasperado y avergonzado, decide abandonar al perro sin piedad en medio de la carretera. Este es el lugar en el que la odisea de Hagen comienza, y momento en que la presencia de los animales empieza a copar la mayor parte de las secuencias de la película, bajo una banda sonora trepidante y emotiva que tiene su punto culminante en la Rapsodia Húngara de Liszt. Las vejaciones, peligros y abusos que sufren e intentan eludir el conjunto de canes callejeros son infinitas. El Hagen hogareño e ingenuo se enfrenta a las salvajes persecuciones de los trabajadores de la perrera, a la búsqueda de migajas para sobrevivir, a las palizas de un nuevo amo sádico que quiere entrenarlo para las apuestas en peleas clandestinas, a los anabolizantes que distorsionan su temperamento con objeto de convertirlo en una fiera violenta o a las inyecciones letales reservadas para los apaleados, que como él, son un cero a la izquierda carente de valor. Mientras, su dueña lo busca desesperada por los rincones de Budapest, afligida por un entorno familiar melodramático y la pérdida de ese mejor amigo que la entiende mejor que cualquier ser humano.
En White God asistimos a un hábil paseo por diferentes géneros, desde el drama infantil y animal, a la evidente denuncia social y una acción frenética sacudida por el terror apocalíptico. La violencia explícita, y en muchos pasajes insoportable, impregna por completo una historia donde el salvajismo, la pérdida de la inocencia y la exploración del mal trazan una parábola del fascismo, la obsesión por la raza pura y la venganza de los avasallados. Para que entremos de lleno en el juego, el autor diferencia claramente entre dos fuerzas contrastadas: la autoridad imperante, representada por el director de la orquesta, la figura paterna, los funcionarios municipales de la perrera o los agentes de la policía, y la facción oprimida, acorralada y perseguida, personalizada en esa jauría de cientos de perros abandonados y maltrechos que le ven cada día los ojos a la muerte. Mundruczo ya usa el propio título de la obra como un hábil palíndromo de tres letras, pues es fácil confundir el Dog con el God: Hagen es el perro blanco y flaco que inicia una revolución contra ese dios blanco que representa a los amos del mundo, los déspotas adueñados de la superioridad en términos de género, identidad, dinero o ideología. Los mismos que han inventado el pedigrí que diferencia a la autoridad frente a la escoria, a los poderosos de los que no tienen donde caerse muertos. ¿Cuál es la violencia justificada y legítima entonces? El director reflexiona, entre grumos sanguinolentos y dientes afilados, sobre la construcción de la identidad humana, la necesidad de darle la vuelta a la tortilla y encumbra la belleza que emanan los individuos sin corromper, como la desesperada Lili en busca de su amigo. Finalmente, White God no pretende centrarse exclusivamente, ni mucho menos, en elaborar una metáfora agresiva nunca antes vista sobre la sociedad patriarcal de las apariencias y los abusos, sino que acaba por dibujar una alegoría de la revolución misma, de esa vuelta de tuerca de los oprimidos sin pedigrí pisoteados por el rodillo de sus tiranos. Kornél Mundruczo consigue una auténtica obra maestra, un cuento de pasajes macabros que en medio de las calles desiertas por el toque de queda y manchadas de coágulos termina ensalzando el poder evocador de la música. Qué más da ejemplificarlo con perros o con personas: Hagen representa a esa diminuta franja enjaulada que se toma la justicia por su mano para alejarse de su propia perrera.
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