Arizona Dream transcurre en un extraño y desolador paraje del desierto americano, donde un vendedor de coches convence a su sobrino para que trabaje con él. Allí conocerá a una mujer que le traerá serios problemas.
Oso de Plata – Premio Especial del Jurado en el Festival de Berlín 1993
Arizona Dream fue la primera realización norteamericana del bosnio Emir Kusturica, antiguo pionero del nuevo cine yugoslavo (Papá salió en Viaje de Negocios, Tiempo de Gitanos, Underground), ahora instalado en USA como profesor de cine de la Universidad de Columbia. Allí, uno de sus alumnos -David Atkins- le entregó el presente guión sobre el “sueño americano”, y lo puso en brillantes imágenes hasta ser premiado en el Festival de Berlín (antes lo sería en Cannes por los films citados).
Formado en la prestigiosa FAMU de Praga, este cineasta del Este ha dado a luz un film tan original como vanguardista. Su carácter experimental se une a un claro dominio del oficio cinematográfico -se ha llevado a su habitual equipo técnico yugoslavo para rodar en Estados Unidos-, que le destaca asimismo como autor singular. Los actores -notable esta vez el cómico Jerry Lewis en su reaparición en la pantalla grande (la primera fue con The King of Comedy, de Scorsese)- logran muy bien sus difíciles papeles.
La ambientación en escenarios naturales y la banda musical son también excelentes, al igual que la paródica secuencia-homenaje de North by Northwest, que evidencia su condición de cinéfilo. Kusturica es un extranjero en América. Pero su crítica a ciertas mentalidades de la actual sociedad estadounidense, así como su tono onírico y naturalista -es impresionante la secuencia inicial de los esquimales-, posee un aire de universalidad. Veamos, si no, lo que manifestó: “Puedo asumir cualquier forma de cultura y civilización, pero he intentado penetrar en la psicología de una situación que aunque es universal, la abordo desde la mentalidad americana. Obviamente he transmitido lo que he visto aquí, desde mi propio punto de vista, que reconozco es muy personal. Pero en ningún momento he pretendido juzgar a nadie. Los americanos del reparto con los que he trabajado se reían mucho durante el rodaje, lo que es un buen signo en general, ya que la gente no se ríe cuando se siente agredida”.
En su sorprendente y dramático relato, lleno de imaginación y de hallazgos formales -no exentos de algunos toques erótico-violentos un tanto cómicos-, el realizador bosnio va más lejos de lo que a simple vista parece: “Puede ser que esta película sea el reflejo de cómo veo la civilización occidental. Esta imagen es el resultado de una especie de filosofía que he cultivado tras 35 años de vida en este planeta. Creo que los seres humanos pertenecen a la naturaleza y no a la civilización. Veo al hombre como un pez (recuérdese, en este sentido, las escenas surrealistas en que aparece el rodaballo) que atraviesa una ciudad inmensa. El pez no comprende nada de la ciudad, no hace más que flotar a través de ella. Lo que estoy intentando hacer siempre es que la gente llegue a hacerse preguntas”. Cuestiones que apenas podrá responder ese público minoritario, al que especialmente va dirigido Arizona Dream. (Josep Maria Caparrós – Contraste.info)
Procès de Jeanne d’Arc transcurre en la Edad Media, durante la guerra de los Cien Años (1339-1453). Después de ser capturada en una batalla contra las tropas inglesas que habían invadido Francia, Juana de Arco, la Doncella de Orleáns, que contaba sólo 19 años, fue encarcelada y procesada por un tribunal eclesiástico que la acusó de brujería y la condenó a morir en la hoguera. Durante los interrogatorios, la joven afirmaba haber tenido visiones y oído voces que le encomendaron la misión de salvar a Francia de los invasores ingleses.
Premio Especial del Jurado y Premio OCIC en el Festival de Cannes 1962
Espiga de Oro a la Mejor Película en la Semana Internacional de Cine de Valladolid – Seminci 1962
Es bastante probable que Procès de Jeanne d’Arc sea una de las películas más desnudas de cuantos formaron parte de la ya de por sí austera filmografía del gran realizador francés Robert Bresson. Sexta de las películas por él dirigidas –tres años después de la espléndida Pickpocket (1959)-, en esta ocasión el eje de su propuesta cinematográfica se reduce a un objetivo prioritario: la versión que el francés ofrece a partir de la lectura de las actas de los interrogatorios que sufrió Juana de Orleáns en el siglo XV y las recapitulaciones efectuadas un cuarto de siglo después de su condena de la hoguera, para favorecer la revocación de dicha sentencia. Es por ello que la base dramática sobre la que se desarrolla la película es inusualmente escasa, en la medida que en sus títulos precedentes albergaban una mayor libertad de acción. No importa. Con una duración escueta que apenas supera la hora de duración, Bresson despliega su rigurosa dramaturgia a partir de apenas un par de marcos escénicos esenciales –la celda en la que se encuentra presa la acusada y el recinto donde esta es juzgada y se desarrollan los interrogatorios-, que solo tendrán otro nuevo escenario en los minutos finales, donde se lleva a cabo la doble condena final de Juana –inicialmente esta se retracta y pide perdón- con la culminación de su muerte en la hoguera.
Esa ascesis que demuestra el fascinante tratamiento visual de Procès de Jeanne d’Arc, tiene en esta ocasión un elemento de gran significación, puesto que esa querencia en el tratamiento dramático basado en fuera de campo, se expresa incluso en la génesis de la película. Contra lo que habían ofrecido ilustres precedentes como el film de Dreyer La Passion de Jeanne d’Arc (1928) o la muy cercana Saint Joan (1957. Otto Preminger), Bresson renuncia a ofrecer una visión general de la importancia y la evolución que marcó la andadura vital de la protagonista. En una decisión sin duda arriesgada –sobre todo de cara a una viabilidad de su resultado fuera de las fronteras francesas-, opta por ceñirse a esa estricta base dramática, y dando por sentado que el espectador está al corriente de lo acaecido hasta que la película centra sus imágenes. Es por ello que de forma deliberada el director sitúa al espectador en un estado de situación al que obliga a asistir a un auténtico desnudo espiritual de Juana de Arco –interpretado por una nueva “modelo” de Bresson, (Florence Delay)-, en su lucha dialéctica en la oposición a los métodos esgrimidos por los representantes de la iglesia católica, para lograr encarnar en ella un símbolo del mal que atienda sus intereses en relación con los representantes ingleses que en todo momento quieren derribar su símbolo entre determinados sectores del pueblo francés.
Y es a través de los diálogos, de una puesta en escenas que valora en todo momento la elaboración de los encuadres, del uso de las sombras o la potenciación de una iluminación que sabe expresar los tonos sombríos o destacar aquellos instantes en que se represente la inocencia de la encausada –su imagen es expresada en unos planos entre las blancas sábanas de su celda-. Esa maestría y singular personalidad, es definida igualmente en la duración de los planos o la utilización de fundidos encadenados o en negro, o en ese uso de la banda de sonido, que tiene unos momentos de extraordinaria fuerza, precisamente con una presencia que sabemos de antemano es plasmada con falsedad escénica –me estoy refiriendo a los gritos de la muchedumbre en contra de Juana, en las secuencias de las condenas públicas en la parte final-. Unos instantes que me recordaron en su génesis diversos momentos exteriores de la muy posterior Lancelot du Lac (1974) del propio Bresson, caracterizados igualmente por ese deliberado falseamiento de la banda de sonido, que no hacen más que acrecentar la personalidad de su conjunto. Y es que queda muy claro que Bresson, como todo artista que se precie, no hace más que servirse del riguroso análisis de un hecho para dar su visión personal del mismo. Es así como los rostros de Procès de Jeanne d’Arc son siempre severos y sombríos -¡que pocas sonrisas o momentos de alegría ha mostrado su cine!-. Sus secuencias se desarrollan con la magia de un ritual, de una ceremonia de espiritualidad en la que el cineasta francés comienza a apostar por la pureza de la espiritualidad, en su oposición a aquellas formas de opresión a la verdadera expresión del ser humano. En cualquier caso, a la hora de tratar esta, como cualquier otra de sus películas, incidir en el terreno discursivo de sus propuestas, no es más que una manera de no hacer justicia a una experiencia extraña y fascinante, tan lejana de nuestros modos de hacer frente a la convención cinematográfica, como propia de unos de los creadores más rigurosos que ha dado el cine europeo. Asistir a la ceremonia que nos ofrece Procès de Jeanne d’Arc no es más que ratificar el magisterio de un hombre que dominaba y reinventaba el hecho cinematográfico, que sabía expresar con el juego de una mirada furtiva –como las que el abad desvía o sigue hacia la condenada, o las que evita constantemente el obispo Cauchon-, todo un sentimiento, un estado de ánimo, una comprensión, o la sensación de desasosiego que por momentos les marca el asistir y/o aprobar un proceso injusto y desde el primer momento determinado por intereses políticos. Una farsa en la que los representantes ingleses no dejan de azuzar, en la que incluso representantes de la iglesia de otras zonas muestran su desaprobación, y a la que incluso Juana no dudará –en su ingenua rebeldía con los injustos representantes del poder religioso-, en considerar como sus enemigos.
Hay dos rasgos que me interesaron especialmente en esta excelente película –quizá más dura de asumir que otros títulos del director, precisamente por esa desnudez dramática-. Por un lado está la dignidad interior que proporciona al personaje del obispo. En sus declaraciones, Bresson hablaba al menos de intentar comprender –nunca compartir- las razones de su comportamiento, y ello se traduce en esa ya señalada dignidad de sus expresiones y la relativa comprensión que demuestra en algunos de sus gestos o decisiones. Hay un asomo de humanidad soterrada, un recóndito lugar para la identificación con una joven a la que contribuye a condenar, aunque estamos convencidos que en el fondo de su alma no comparte esa decisión, que quizá por cobardía o por evitar la pérdida de su poder e influencia, no es capaz de expresar y transmitir. Y en otra vertiente, en Procès de Jeanne d’Arc se da de nuevo esa manifestación del gusto por el detalle en la investigación cinematográfica desplegada por el maestro francés. Algo que se manifiesta en aspectos ya señalados, pero que podemos destacar en esos insertos de la mirada de los vigilantes de la celda escorados tras unas grietas de la misma, esa travelling que se desliza al compás del torpe traslado descalza de la condenada a la hoguera, el instante previo en que los ingleses ordenan retirar de su celda todos los enseres personales de Juana –“que no quede ni un pelo”-, que posteriormente serán incorporados a la pira-, para evitar con ello la utilización de cualquiera de ellos como elemento para mitificar por parte de sus adeptos, o detalles ya revestidos de mayor dramatismo, como el plano del estremecimiento de las manos encadenadas de la condenada en la pira momentos antes de ser quemada, o esa cruz que sacerdotes elevan al viento, con el aparente deseo de convertir el humo que despliega la quemada, en algo santificado al cielo. Y entre ese humo, Juana morirá y su cadáver desparecerá en esa ascesis a la santidad en que se convierte el tronco carbonizado en que ha sido encadenado su cuerpo. Una vez más, Bresson nos impone su visión de artista riguroso y personal, en una de sus películas más desnudas y ascéticas, pero también una demostración evidente de la coherencia y el altísimo nivel que rigió su andadura como director, y que se tendría su prolongación cuatro años después con Mouchette (1967). (TheCinema.Blogia.com)
En À Meia-Noite Levarei Sua Alma un siniestro enterrador que se hace llamar Zé do Caixao quiere encontrar a la mujer perfecta para que su estirpe se prolongue. Para ello va secuestrando, aterrorizando y torturando a diversas mujeres.
Un siniestro enterrador brasileño que se hace llamar Zé do Caixao, es un ateo convencido, que no cree ni se somete a la ley de Dios, ni a la del Diablo, ni siquiera a la de los hombres. En lo que sí cree es en la inmortalidad de la sangre, motivo por el que busca a una mujer perfecta para prolongar su estirpe.
À Meia-Noite Levarei Sua Alma es una película de horror trash brasileña, dirigida y protagonizada por el estrafalario José Mojica Marins, al que dedicamos una entrada hace un tiempo. Considerada como la primera cinta de horror de Brasil, es el inicio de la trilogía de “Zé do Caixão”, personaje alter ego del propio director que también ha aparecido en otras de sus películas.
El sepulturero Zé do Caixão está obsesionado con tener descendencia, sin embargo su mujer es estéril, así que sus atenciones se dirigen hacia la novia de su mejor (y aparentemente único) amigo, lo que desencadena una espiral de muertes sangrientas en un intento de alcanzar su elevado objetivo.
¿Qué es la vida? Es el principio de la muerte.
¿Y qué es la muerte? Es el final de la vida.
¿Qué es la existencia? Es la continuidad de la sangre.
¿Y qué es la sangre? ¡Es la razón de la existencia!
Zé do Caixão es un personaje muy sobrado, ateo, violento, blasfemo, cruel y bastante brasas, que tiene acojonado a todo el pueblo. Su maldad se puede resumir en comer cordero durante la procesión de Viernes Santo, en despreciar a sus convecinos por crédulos y en soltar su filosofía sobre la vida y la sangre cada dos por tres aunque nadie le haya preguntado ni a nadie le interese lo más mínimo. Además, tiene una especie de poder Mr. Hyde, que consiste en que cuando alguien lo enfada lo suficiente, sus ojos se cubren de venas y se convierte en un luchador imprevisible e imparable.
Curiosamente, aunque lÀ Meia-Noite Levarei Sua Alma parece, entre otras cosas, una crítica hacia el exagerado catolicismo del Brasil de la época, el final es extrañamente moralista. Después de casi 90 minutos burlándose de la espiritualidad y los que creen en ella, Zé es acosado por los espíritus de sus víctimas (o quizá por su propia y alucinada conciencia culpable) encontrando un brutal final acorde con el que ha dispensado a sus semejantes. (Dr. Ego – Zinemaniacos.com)
Vortex sigue a una pareja de ancianos. Él tiene problemas de corazón y ella padece Alzheimer. Una mirada cercana a la realidad de este matrimonio que trata de lidiar con sus enfermedades y el paso del tiempo.
Mejor Película en la Sección Zabaltegi del Festival de San Sebastián 2021
Vortex es un drama francés escrito y dirigido por Gaspar Noé (Lux Æterna, Climax). La historia nos muestra con detenimiento los últimos días de una pareja de ancianos que comienzan a sufrir enfermedades, ella demencia y él problemas cardiovasculares. «La vida es una fiesta corta que pronto será olvidada». Está protagonizada por el realizador Dario Argento (Profondo Rosso, Suspiria), Françoise Lebrun (Twelve Thousand, La mujer que sabía leer) y Alex Lutz (A L’ombre des Filles, Guy). La película se estrenó en España en la Sección Zabaltegi-Tabakalera del Festival de San Sebastián 2021.
El polémico director franco-argentino Gaspar Noé sorprende con una obra pesimista y desgarradora sobre el paso del tiempo, la vejez, la enfermedad y la muerte. Tiene una pulcritud narrativa asombrosa durante 142 minutos donde se aleja de sus habituales desmanes visuales, pero sin perder un ápice de su capacidad para golpearte hasta dejarte fuera de combate. La idea le vino tras ver como su madre y su abuela sufrieron demencia, padecer la muerte de familiares y otros allegados, y sufrir en sus propias carnes la experiencia de una hemorragia cerebral. Todo eso hizo que el director tuviera tiempo para reflexionar sobre la vida y nuestra cercanía a la muerte, resultando de todo ese proceso introspectivo la película Vortex, posiblemente su trabajo más intimista y maduro realizado hasta la fecha.
No es el único autor que en los últimos años se ha acercado en el cine a retratar la vejez, es más, me atrevería a decir que la pandemia y el confinamiento nos han cambiado como sociedad. Sin duda, ha sido una época difícil para todos que nos ha obligado a enfrentarnos directamente con todo aquello que muchas veces evitábamos mirar, la parte «fea» de la vida, la aspereza de una realidad que nos lleva irremediablemente y cada día a estar más cerca del final nuestra propia existencia. Tal vez el despertar de esa conciencia colectiva sea la que haya llevado a cineastas de distintas partes del mundo a coincidir en emplear la vejez y la decrepitud provocada por las enfermedades como parte central de sus últimos trabajos. Tenemos el ejemplo de The Father (Florian Zeller, 2020), pero es en el cine de género donde se ha notado más este miedo a la senectud con trabajos como Relic (Natalie Erika James, 2020), La Abuela (Paco Plaza, 2021) o X (Ti West, 2022), entre otros.
Está claro que antes ya se habían hecho otras películas que tocaron el tema de la vejez como Amour (Michael Haneke, 2012), un excelente filme que te dejaba muy mal cuerpo, pero es que Vortex sube aún más la apuesta. La escenificación que hace Gaspar Noé del ocaso del ser humano no deja espacio para la esperanza, así que, siendo una película magnífica, no puedo recomendar su visionado a nadie sin advertirle antes que te deja absolutamente devastado, tanto que yo mismo no sé si seré capaz de volver a verla.
El plano de apertura es una panorámica que nos lleva hacia la terraza de la casa donde viven una pareja de ancianos, Lui (Dario Argento) y Elle (Françoise Lebrun) mientras pasan una agradable tarde tomando una copa de vino. La imagen está recortada, como en el formato de una vieja fotografía efectuada con una Polaroid, es el preludio del estilo que marcará después el resto de la película. Noé fija los créditos de la película al principio, como se hacía antaño, y después nos lleva a un videoclip de la melancólica «Mon amie la rose» interpretada por Françoise Hardy. El director nos lo deja claro desde el principio, la letra de la canción habla sobre lo efímero de la vida con la metáfora de una rosa que florece y se marchita.
No es casualidad esa elección musical, además de resumir el tema sobre el que versa la película, pone en escena a una bellísima cantante en el esplendor de su juventud, a sabiendas de que ahora a sus 78 años se encuentra luchando con un cáncer terminal de faringe cuyo sufrimiento le ha llevado a solicitar públicamente que le practiquen la eutanasia. Noé no solo nos cuenta lo rápido que pasa la vida sino también lo injusto y doloroso que suele ser el final, por eso dedica el filme “Para aquellos cuyo cerebro se pudrirá antes que su corazón”.
El característico estilo visual de Gaspar Noé sigue presente en Vortex a través de una pantalla partida donde fija la acción de Lui y Elle en dos recuadros independientes. Ella está aquejada de una enfermedad neurológica degenerativa que le hace perder la conciencia del lugar donde se encuentra e incluso de su verdadero yo. Él intenta cuidarla mientras debe tratarse, a su vez, de una dolencia cardiovascular. Las únicas visitas que reciben son las de un hijo que tiene graves problemas de adicción y que no encuentra el modo de ayudarles en esa etapa final de sus vidas.
La doble pantalla tiene un formato de diapositivas que provoca un curioso juego escénico mediante la contraposición en tiempo real de las imágenes de cada uno de los integrantes del matrimonio. Aunque estén en una misma estancia o dialogando, se mantiene el formato de pantalla partida como reflejo de que cada vida funciona por separado incluso conviviendo en pareja. Si uno de los dos muere, esa porción de pantalla quedará en negro e incompleta. El director ha citado como referencias para este proyecto a Away from Her (Sarah Polley, 2006), Umberto D (Vittorio De Sica, 1952) y Narayama Bushiko (Shôhei Imamura, 1983) pero, como genio y figura que es, sigue fiel a sí mismo y cuesta encontrar comparativas a su forma de entender el cine.
En cada cambio de plano/encuadre se incluyen unos fotogramas en negro que incomodan el visionado o, mejor dicho, producen un profundo desasosiego. Esas breves interrupciones podrían simular el parpadeo de la mirada humana o, si vamos más allá, trazar un paralelismo en sus reflexiones entre la decadencia del cuerpo y del propio formato cinematográfico. En la casa se pueden ver numerosos pósters de películas de Dreyer, Tarkovski, Godard, Fritz Lang… todos cineastas clásicos que no dejan espacio para creadores contemporáneos, mientras que por otro lado también hay referencias psicoanalíticas a Freud o Jung. No podemos olvidar que el cine en sí mismo es un engaño al ojo humano formado por 24 instantáneas fijas por segundo que crean la ilusión de una imagen en movimiento. Noé nos lo recuerda con esos cortes continuos.
El director utiliza un ritmo aletargado asociado a la rutina diaria de sus protagonistas, estirando las acciones que realizan hasta llegar a confrontar la paciencia del espectador, pero a medida que avanza la película esa dilatación aparentemente innecesaria de los planos acaba provocando una sensación absolutamente asfixiante, cuanto más despacio pasa todo más cerca nos acercamos al final. Ver Vortex es entonces lo más parecido a ser enterrado e ir contemplando como Gaspar Noé te tira la tierra encima. No hay escapatoria a la vida, tan solo la muerte. La fiesta se acaba, la música deja de sonar, el apartamento de Lui y Elle se queda vacío y nosotros tenemos el corazón encogido. (Daniel Farriol – NoEsCineTodoLoQueReluce.com)