En Kubo and the Two Strings, Kubo vive tranquilamente en un pequeño y normal pueblo hasta que un espíritu del pasado vuelve para reavivar una venganza. Esto causa en Kubo multitud de malos tragos al verse perseguido por dioses y monstruos. Si de verdad Kubo quiere sobrevivir, antes debe localizar una armadura mágica que una vez fue vestida por su padre, un legendario guerrero samurái.
Puede que las películas del estudio de stop motion Laika nunca alcancen el nivel de aclamación popular y académica que ostenta Pixar (muchas veces por inercia, pero ese es otro tema) ni, mucho menos, el clamor taquillero de las armas de riquiñismo masivo de Illumination. Cero problemas con eso mientras los titiriteros digitales de Portland sigan creando obras tan fascinantes como Kubo and the Two Strings.
Ninguna película de este año es capaz de pegar al asiento en sus primeros cinco segundos como esta historia de ambientación folclórica en un Japón antiguo y fantástico donde el joven Kubo se gana la vida contando cuentos épicos a los aldeanos mientras toca su shamisen para animar a los protagonistas, creados a partir de figuras de papel. La metáfora sobre el arte de la narración es palpable en el guión original, con participación de Chris Butler y dirigido por Travis Knight, pero sólo cubre la primera capa de sentido de una fábula familiar que, entre las dobleces de su apariencia frágil y delicada, como el mejor origami, esconde complejos quiebros.
Desde Coraline hasta The Boxtrolls, ninguna película de Laika se ha cortado a la hora de tratar temas ásperos y desapacibles; las reflexiones que suelta Kubo and the Two Strings acerca de la familia, la influencia de los padres sobre sus hijos, la pérdida de los seres queridos, la construcción social de la identidad o el poder de la memoria son tan elocuentes y certeras que sería fácil olvidar que estamos viendo a un niño, un mono y un escarabajo buscar las distintas partes de una armadura legendaria para poder enfrentarse a un dios terrorífico, si no fuera porque la acción no da ni un respiro. Ni siquiera para parpadear. Porque, cada vez que lo hagas, lamentarás perderte uno de los espectaculares planos llenos de detalle y candor que estos héroes han conjurado para nosotros. Los maestros exquisitos de Laika redondean su película origami más madura, bella, resonante y profunda. Que ya es decir.
En Dial M for Murder, Tony Wendice (Ray Milland), un frío y calculador tenista retirado, planea asesinar a su bella y rica esposa (Grace Kelly) porque sospecha que le es infiel, pero sobre todo porque desea heredar su gran fortuna. Para llevar a cabo su plan, chantajea a un antiguo camarada del ejército y lo convence para que, en su ausencia, entre en la casa y mate a su mujer.
Mejor Actriz (Círculo de Críticos de Nueva York 1954)
Dial M for Murder fue el encuentro cinematográfico del maestro del suspense con la que fue una de sus actrices favoritas, Grace Kelly —aunque la primera actriz a la que ofreció el papel fue Deborah Kerr—, quien protagonizó tres películas seguidas para Hitchcock, dos de las cuales son obras maestras que justifican por sí solas el trabajo de dirección y puesta en escena como algo fundamental para la narración cinematográfica. El director británico se hizo cargo del proyecto, que adapta la obra teatral de Frederick Knott, que la Warner quería convertir en un película filmada en 3D, que por aquel entonces empezaba a hacer furor. Las razones de Hitchcock fueron por la imposibilidad de llevar a buen puerto un proyecto titulado ‘The Bramble Bush’, y quiso jugar sobre seguro con el texto de Knott. Sabía perfectamente que era un material que podía manejar muy bien. Hizo mucho más que eso.
Es curioso, una vez más, que Alfred Hitchcock nunca pensó bien del film, el cual consideró un producto alimenticio para salir del paso y dedicarse a su siguiente proyecto, el muy personal y revolucionario ‘Rear Window’. Lo cierto es que estamos ante otra de sus obras maestras en la que la maquiavélica mecánica del suspense era sustituido por una increíble integración de los personajes en el escenario y su comunión con determinados objetos. Aunque fue filmada en 3D, por obligación de la Warner, Hitchcock fue muy inteligente al pasar del invento, utilizándolo sólo para colocar determinados objetos —una silla, un jarrón o unas tijeras en la secuencia del asesinato— o juguetear con los fondos en escenas como la de Kelly en el juicio. La intención del director fue la de no alejar el material del concepto teatral para el que fue diseñado, logrando un milagro al alcance de muy pocos. Dial M for Murder no se aparta de su teatralidad, y al mismo tiempo es un ejercicio cinematográfico de primer orden. La puesta en escena cobra mayor importancia al hacer mucho más interesante de lo que es la historia de un exjugador de tenis famoso (Ray Milland) que decide asesinar a su mujer (Grace Kelly) para cobrar la herencia, realizando un diabólico juego, muy en la línea con el humor de Hitchcock, que éste mantiene con el espectador continuamente, ofreciendo, como siempre, un mayor número de datos al espectador que, salvo al final, contiene siempre más información que los personajes.
Dial M for Murder enseguida engancha con su argumento, y los detalles de puesta en escena no tienen desperdicio. La entrada de Ray Milland en casa de su esposa, a través de una puerta que separa las dos sombras de los amantes es una clara muestra de intenciones. Algo sucederá en ese apartamento, algo que tendrá su revelación en la reunión entre Tony (Milland) y Swann (Anthony Dawson), en la que el primero hace un espectacular chantaje al segundo para que asesine a su esposa —atención al plano del bastón sobre el sofá y que Tony ya no necesita para fingir—. Un asesinato que tiene nada menos que tres representaciones. La primera, prodigioso plano secuencia casi en picado, de Tony representando el crimen mientras se lo narra al verdadero asesino. La segunda, éste repasando todos los posibles puntos débiles del plan, y en el que ha Hitchcock lleva la cámara al nivel de sus personajes, y la tercera, el propio asesinato en sí, que viene a demostrar una vez más que da igual lo que se planee algo, siempre habrá algo que puede salir mal. Y efectivamente sale. La secuencia del crimen en sí ha pasado a la antología del cine por derecho propio. Hitchcock llega a engañar al espectador hasta tres veces, primero con el detalle del reloj de Tony, y más tarde con el crimen en sí, cuya resolución se convierte en impecable punto de inflexión en el que la inteligencia de Tony se multiplica, y con ello el diabólico juego. La maldad de Milland vs. la belleza de Kelly Pocas veces los objetos tuvieron tanta importancia en un film de Hitchcock, amante de utilizar elementos cotidianos para sus historias. Unas tijeras, una reveladora carta, un teléfono, y sobre todo unas llaves que serán vitales a la hora de descubrir al verdadero asesino, labor que recae en el Inspector Hubbard, papel a cargo de un antológico John Williams —no confundir con el compositor—, eterno y maravilloso secundario que realiza una muy divertida y cínica composición. Si Hitchcock decía que una película valía lo que vale el malo de la misma, en este caso sus palabras cobran todo su sentido.
Ray Milland, en la que fue su única colaboración con el gran director, está absolutamente fantástico en un rol divertido, amable, peligroso, mentiroso y cínico a partes iguales. Sus intervenciones son toda una lección de acting, sobre todo el poderoso instante en el que es pillado en su “descuido”. Respecto a la bellísima Grace Kelly es muy interesante el juego que realiza Hitchcock con la vestimenta de la misma y que va cambiando según avanza la acción. Así pues al inicio lleva un radiante vestido rojo pasión, y según avanza la trama su vestimenta se va oscureciendo. Hitchcock filmó Dial M for Murder en poco más de un mes y se pasó hablando todo el rodaje con la actriz a cerca de su próximo proyecto, un thriller de un hombre con una pierna rota mirando por la ventana, el proyecto que realmente quería hacer.
En Medianeras, Mariana y Martín viven en la misma manzana en diferentes edificios; pero, aunque sus caminos se cruzan, no llegan a encontrarse. Martín diseña páginas web. Mariana es arquitecta, pero trabaja como decoradora de vidrieras. Además de desilusiones recientes, los dos tienen muchas cosas en común. Viven en el centro de Buenos Aires. La ciudad los une y a la vez los separa.
Mariana y Martín tienen todo para estar juntos, sin embargo no es posible que puedan encontrarse. En el medio, pasan varias personas, con sus respectivas fobias e historias, sin embargo los dos siguen solos. Buenos Aires tiene eso, que dos personas que viven prácticamente al lado, puedan estar hechos el uno para el otro, pero la vorágine y la arquitectura de la ciudad hace que tal vez nunca lleguen a conocerse.
Medianeras narra la gris cotidianeidad de dos jóvenes solitarios, fóbicos y desencantados de la vida (Javier Drolas y la bella española Pilar López de Ayala) que, aunque no lo saben, son vecinos de la zona de Santa Fe y Libertad. El es un diseñador de páginas web que se obsesiona con los videojuegos y la fotografía, y ella es una arquitecta frustrada que se gana la vida decorando vidrieras y lucha contra los ataques de pánico y la angustia existencial luego de fracasar en una relación afectiva de cuatro años. El film -moderno e ingenioso, trabajado en base a un relato en off lleno de ironía- tiene referencias claras al cine de Woody Allen, Paul Thomas Anderson y Jacques Tati, así como el aporte en pequeños papeles de figuras como Carla Peterson, Rafael Ferro, Inés Efron, Alan Pauls, Jorge Lanata y Adrián Navarro. Basada en el corto homónimo de 2005, esta multipremiada opera prima de Taretto está lejos de ser una obra maestra, pero es un producto bien diseñado y mejor construido. Un ensayo sobre la degradación urbana (en sus múltiples aspectos) matizado con placenteras pinceladas de comedia romántica.
En Phantom of the Paradise, Paul Williams interpreta el papel del malvado magnate de la música perseguido por un compositor desfigurado al que mete en prisión para robarle sus composiciones. Una vez en libertad, el fantasma se enamora de la nueva estrella de la canción promocionada por el magnate, comenzando así su particular venganza.
El argumento de Phantom of the Paradise es fácilmente reconocible. A un autor musical, Winslow Leach, le roban la obra que ha creado para ser aprovechada por un productor sin escrúpulos llamado Swan. Al intentar recuperar su trabajo sufre un grave accidente que le deforma la cara obligándole a llevar máscara y a deambular por los escondrijos de un local llamado Paraíso, a modo de fantasma.
De muchos orígenes bebe la película de Brian De Palma. El principal, claro está, es El Fantasma de la Ópera. Pero también es fácil reconocer en ella, El Retrato de Dorian Gray o Fausto. Con esa base, el director crea un magnífico musical, formado por canciones pegadizas compuestas por Paul Williams que su vez se encarga de dar vida al malvado Swan.
Muchas de las huellas del autor se reconocen ya en la película. El sexo, la split screen o los guiños, algo más que guiños a veces, al maestro del suspense Alfred Hitchcock. Desternillante resulta la parodia que en este caso crea de la mítica escena de la ducha en Psycho. Bajo la influencia de todas estas obras literarias, se encuentra latente la feroz crítica a la ambición, ya sea en el mundo del espectáculo o en cualquier otro ámbito. Todo el mundo quiere más, nadie se conforma, todos persiguen el éxito sin importarle a quien pisan. Incluso la dulce Phoenix cae en la tentación cuando ve cercana la realización de su más ansiado sueño, ser una cantante de éxito. La orgiástica escena final que De Palma nos regala en Phantom of the Paradise, resulta mucho más terrorífica que cualquiera que podamos ver en Carrie o en Sisters. Terrorífica por lo real, por el reflejo de una humanidad que no se comprenden unos a otros. Una humanidad sedienta de éxito y que siempre pide más y más hasta la extenuación.
La de War Dogs es una trama que recuerda, en cierto modo, a la de The Wolf of Wall Street, lo mismo que al cine de David O. Russell con un toque de esas películas de estafadores tan caras a la tradición de la comedia policial hollywoodense. En algún sentido, esos universos están referenciados en el filme de Todd Phillips (el director de la trilogía The Hangovery Old School entre otras) pero lo que tal vez le falte es el talento o el ímpetu visual para transformar la historia en una gran película. O al menos en una tan intensa como algunas de las citadas.
La historia es, como la de The Big Short, absolutamente real y eso la vuelve más absurda. Se centra en dos amigos de la adolescencia de Miami que se reencuentran, tras varios años, cuando uno de ellos, Efraim (Jonah Hill, de regreso a la categoría peso pesado) vuelve a la ciudad y le propone a su amigo David (Miles Teller, el menos avispado de la dupla) entrar en un negocio legal, pero peligroso.
El asunto consiste en tomar pequeños contratos de ventas de armas al Ejército norteamericano en Medio Oriente, contratos que el gobierno de Bush (la historia transcurre entre 2005 y 2008), ante las críticas recibidas por su apoyo a las grandes compañías fabricantes de armas, empezó a licitar a “pequeños emprendedores”. David trabaja de masajista y su mujer está embarazada por lo que la necesidad económica lo lleva a entrar en el negocio, por más que todos le advierten que no confíe en Efraim.
Las cosas empiezan funcionando bien pero luego se enredan y se siguen enredando en tanto la dupla entra en negocios más grandes, más peligrosos y cuando, esencialmente, empiezan a querer trampear al sistema de varias maneras. Esto los lleva a viajar a Jordania, a Irak, a Albania, a meterse con traficantes peligrosos (Bradley Cooper encarna a uno de ellos) y a convivir entre la excitación de los millones que entran y el peligro por el universo en el que se van metiendo. Especialmente David, el más inexperto de los dos.
Phillips transmite muy bien la camaradería y la excitación de la dupla, creando un personaje inolvidable como Efraim, un mafioso judío de Miami con una gran facilidad, a lo “Zelig”, de trampear a medio mundo sin que se den cuenta. Las dos grandes secuencias de acción y suspenso (en Medio Oriente y Europa del Este) están también muy bien manejadas, lo mismo que la muy directa crítica política al llamado “complejo militar industrial” que se llena de dinero con el negocio de la guerra.
A tal punto su objetivo es pegarle al gobierno y a los militares que uno podría ver War Dogs como una celebración de los desfalcos de estos jóvenes metidos en un negocio que les queda grande. Como en el caso de The Wolf of Wall Streetda la impresión que la película festeja más que condena a la dupla. Y algo de eso hay, ya que en una industria de robos billonarios de guante blanco, los engaños de estos amigos de la yeshivá de Miami metidos en medio de una guerra absurda y ridícula son casi un detalle de color.
War Dogs no es la gran película que podría haber sido, pero en plena temporada de estrenos grandes, rutinarios y por lo general mediocres, Phillips (y, sobre todo, Warner Bros.) se arriesgaron a lanzar una comedia ácida y crítica que se mete con las políticas del gobierno de su país. No es poco entre tanto superhéroe perturbado…
En Queen of Earth, dos antiguas amigas se retiran a una casa en la playa para liberar presiones y estrés, tras sufrir una de ellas una traumática ruptura sentimental. Fueron grandes amigas en el pasado, pero durante estos días juntas se dan cuenta de cómo han desconectado entre ellas con el paso del tiempo, haciendo que sospechas pasadas y resquemores presentes afloren inesperadamente.
Sartre hizo famosa la frase que afirmaba eso de «el infierno son los otros». Y es que, ¿a quién le echamos la culpa cuando rozamos la ira, sobrepasamos los límites de la locura o tocamos fondo en el abismo? En muchas más ocasiones de las que nos gustaría reconocer, a los demás. Lejos del beneficioso altruismo o de la empatía entre seres queridos, existen ocasiones en las que los humanos nos volvemos en esponjas que absorben la energía ajena, nos encalomamos encima de los hombros del que tiene el barro hasta el cuello, metemos el dedo en la llaga y hacemos leña del árbol caído. De mala baba, de complejas interrelaciones femeninas, personalidades quebradizas y escalofriantes vaivenes psicológicos trata esta Queen of Earth, nuevo trabajo del autor estadounidense Alex Ross Perry, abanderado del cine independiente que en esta ocasión nos sorprende con una propuesta insólita y claustrofóbica con guiños argumentales a la obra de maestros como Roman Polanski o Ingmar Bergman. Desde el comienzo de la cinta comenzamos a explorar la mente de su errática protagonista, Catherine (sobresaliente Elisabeth Moss, que repite como referente dramático de este cineasta tras su anterior trabajo, Listen Up Philip), una chica de desórdenes emocionales que atraviesa uno de los peores momentos de su vida tras la ruptura sentimental con su novio y la reciente muerte de su padre, un célebre artista de vanguardia contemporáneo para el que ella misma trabajaba como agente. Desolada —el primer plano inicial nos la muestra balbuceante, emborronada de rímel y al borde del colapso nervioso—, decide pasar una semana de retiro espiritual junto a Virginia, su mejor amiga de toda la vida (Katherine Waterston), que la invita a la casa que su familia tiene en una paradisíaca zona rural, cercana a un lago. Una de las notas más interesantes del filme es la presencia de un único espacio con el que el autor juega constantemente, pues a lo largo de toda la historia este lugar aislado y envolvente se convertirá en el marco que albergue la controversia entre las protagonistas y remarque las diferentes alturas de sus momentos vitales.
En Queen of Earth se dan cita varios de los elementos propios de las películas cuyo fin es mostrar el lado más oscuro y complejo de la mente humana, las relaciones de poder en el ámbito de la amistad, o las enajenaciones transitorias de personalidad. Rabia, dolor, envidia, menosprecio, sarcasmo, cinismo, duelo, voracidad, narcisismo y evasión son los ingredientes de una sopa donde el sabor amargo predomina sobre el resto. La estética lo es todo para volcar la evolución psicológica, y nos topamos con una atmósfera inquietante, luminosa aunque siniestra —tal vez por eso, todavía más terrorífica—, una quietud imperante en el ambiente que junta a las dos protagonistas, y un puñado de enfermizas pulsiones. Mientras que Catherine está en un punto complicado de su existencia, Virginia —hija de una familia adinerada—, atraviesa un momento más cómodo. La última vez que se vieron, un año atrás, los roles estaban invertidos; y mientras que “Cathy” disfrutaba de su absorbente relación de pareja, la insegura “Ginny” —apodo cariñoso que esta recibe— se encontraba bastante más deprimida. A través de una narración simultánea en montaje paralelo que nos traslada del retiro actual a las anteriores vacaciones, Alex Ross Perry nos sumerge en una película profundamente psicológica y consagrada a las sólidas actuaciones de su dúo femenino, del que especialmente destaca el repertorio de expresiones —algunas de ellas grotescas y desmedidas— por parte de Elisabeth Moss. El director de Pensilvania se sirve de una banda sonora casi constante y de índole tenebrosa gobernada por el piano, junto a unas texturas fotográficas muy personales que captan a la perfección ese aura de encierro y claustrofobia, para introducirnos de lleno en el turbulento devenir de la protagonista, herida y errante, con ansia de acaparar constantemente la atención de su amiga, que mantiene un idilio amoroso con Chad, un vecino de la zona un tanto entrometido.
Dividida en jornadas precedidas por rótulos que nos anuncian los días de la semana, Queen of Earth destaca por poseer un tono de autor muy marcado, una oscuridad inherente al transcurso del propio filme y que nos atrae irremediablemente por desagradables que sean algunas escenas, como si de un agujero negro se tratase. El tic-tac de los días se sucede lento, pesado, agónico, mientras la ensalada que Catherine se niega a probar al comienzo de la semana se pudre lentamente en su mesilla de noche y sus paseos por el lago, enganchada a una sospechosa llamada telefónica, hacen evidente el progreso de su deterioro mental. El daño psicológico que ambas protagonistas se infringen mutuamente, así como la degradación personal de la protagonista —deseosa de afecto y escucha constante tras sus dos pérdidas— se refleja en una serie de conversaciones empapadas de humor negro, socarronería y ácida condescendencia, al tiempo que los flashbacks, realizados con mucha inteligencia, nos indican los antecedentes de esa relación de amistad quebradiza y peculiar entre las dos mujeres. Durante la hora y media de metraje parece no existir nada más que el paisaje y esa casita, que los prados vacíos y susurrantes observados por el lago, que las noches lóbregas y una tensión acrecentada por el dañino tira y afloja. Queen of Earth no se limita al drama porque declina el realismo para jugar con el ritmo pesadillesco propio del cine de terror psicológico, distorsionando nuestra visión y provocando un escalofrío en miniatura con cada contienda que emerge del subconsciente de ambas protagonistas. ¿Qué hace falta para perder los papeles del todo? ¿En qué instante exacto la cordura se desprende de un hilo finísimo para precipitarse al vacío? ¿Y si la realidad no es más que la prolongación de una enfermiza pesadilla? Alex Ross Perry apuesta por un cine de reacciones, un cine emocional y visceral de fondo pesimista donde la voz de los personajes emerge desde el estómago, desde el miedo, desde la paranoia. Y finalmente, acierta con sus personajes incómodos, nos mantiene en vilo y recorre con elegancia y tenebrismo los escondrijos y recovecos de la psique humana a los que no llega la luz.
En A History of Violence, Tom Stall vive tranquilamente con su mujer y sus hijos en un pequeño pueblo de Indiana, donde casi nunca pasa nada. Pero un día, tras evitar un robo en su restaurante, no sólo es considerado un héroe por todos, sino que además atrae la atención de los medios de comunicación. En estas circunstancias, recibe la extraña visita de alguien que asegura conocer su pasado.
Después de Spider (2002), David Cronenberg optó por hacerse cargo de la adaptación a la gran pantalla del cómic o novela gráfica A History of Violence de John Wagner y Vince Locke. Se dice que Cronenberg aceptó el proyecto en parte para compensar el no haber cobrado nada por su anterior trabajo, y puede que así fuera, al fin y al cabo dirigir es un trabajo y este hombre no vive del cuento, pero, de nuevo, se trata de una película que encaja perfectamente en su coherente carrera, no es obra aparte sin conexión con las demás y que podría haber realizado cualquiera. Queda patente su interés por el texto que tiene entre manos (violencia, sexo, identidad…) y se percibe su mirada, su idea del cine.
Según el director canadiense, el guion que le ofrecieron (escrito por John Olson) llamó su atención en primer lugar por toda la iconografía y mitología vinculada a Estados Unidos, por esos elementos que uno espera encontrar en la típica historia norteamericana; elementos con los que Croneberg podía jugar y pervertir para tratar algo mucho más fascinante que un simple relato violento de redención. Tenemos el pequeño pueblo aislado y tranquilo, los buenos vecinos, los valores familiares, las recompensas del trabajo duro, el sheriff, el bar, los forasteros indeseables, los tiroteos… Podría tratarse de un western, el género estadounidense por excelencia. O una de mafiosos, con el gánster elegantemente vestido amenazando la paz del héroe. A ratos, A History of Violence es eso. Por un lado tenemos a los Stall, una familia ejemplar que está viviendo el sueño americano, y que representa el amor y todo lo bueno, y por otro lado están los villanos, unos monstruos que solo entienden de robar, violar y matar; tenemos el conflicto planteado y solo queda esperar a que el héroe lo resuelva, y todos contentos con nuestra dosis de violencia «justa». Pero Cronenberg no quiere hablar de buenos y malos, de héroes y villanos; su objetivo es la naturaleza humana, la oscuridad y la luz que hay en cada uno de nosotros.
Que Cronenberg adapte un relato ajeno no significa que no se haya implicado en el guion. Lo hace, y no solo en la etapa de pre-produción, también lo modifica durante el rodaje y durante la post-producción. El que lea el cómic descubrirá que la adaptación cinematográfica comienza de manera similar, con un hombre corriente que despierta su alter ego violento para detener a unos criminales, pero difiere mucho en el desarrollo y el desenlace; a Cronenberg no le interesaba el espectáculo violento, sino retratar la violencia innata al ser humano, y cómo podemos convivir con ella. En este sentido es muy significativo el final de la película, un cierre cargado de significado y emoción, de lo mejor que ha rodado el canadiense.
Cronenberg no usa storyboards y acude al set sin una idea preestablecida de cómo va a rodar la escena. Lo decide in situ, con el equipo. Ensaya con los actores en el escenario, lo más cerca de la ficción, permitiendo que se sientan cómodos con sus personajes, sus frases, su ropa, los objetos que le rodean y el lugar dónde tienen que moverse. Las improvisaciones están permitidas y ningún detalle es irrelevante para Cronenberg, todo lo que el reparto pueda aportar a sus personajes es bienvenido. Dos de las escenas más recordadas de A History of Violence son las sexuales. Las incluyó Cronenberg, no estaban en el guion de Olson. Y el motivo es que si estaban plasmando la faceta más salvaje o animal del hombre, era imprescindible abarcar la sexualidad.
Durante la presentación de A History of Violence en el festival de Cannes, un periodista comentó a Cronenberg que le había sorprendido (negativamente) cómo la gente aplaudía entusiasmada tras las escenas violentas. Y el realizador contestó, con la tranquilidad y la sinceridad que le caracterizan, que ésa era justo la respuesta que él buscaba cuando las filmó. A la mayoría puede que le resulte inconcebible la idea pero Cronenberg sabe y demuestra que el ser humano disfruta con la violencia; lo mismo que disfruta del sexo. En este sentido, su película es un puñetazo de verdad en el estómago de la hipocresía. No hay más que ver las películas, las series o los videojuegos que se hacen y triunfan, o el mismo pasado del ser humano, toda esa Historia de Violencia. ¿Cómo es posible que aún haya tanta gente que mire hacia otro lado, y crea en fantasías como el cielo y el infierno? Cronenberg apuesta por asumir lo que somos, con el objetivo de poder controlarlo, no en ensalzar la violencia o darle un sentido positivo, como suele hacer el cine industrial o comercial. Aquí no hay un héroe de Hollywood que tras matar a los malos vuelve a casa satisfecho y entre aplausos, porque ha devuelto la paz, con sangre en las manos.
A Most Violent Year transcurre en Nueva York, en el año 1981 -según las estadísticas, el año con más crímenes y atracos de la historia en la ciudad-. El inmigrante hispano Abel Morales (Oscar Isaac) y su mujer Anna (Jessica Chastain) han conseguido sacar adelante con éxito su empresa de distribución y venta de gasóleo. Ahora están a punto de lograr la última pieza de su sueño americano: comprar un cotizado terreno frente al río Hudson, un enclave que les permitirá expandirse en el negocio y superar a su competencia. Pero la violencia que sufren en el transporte de sus camiones y una investigación policial amenazan con destruir todo lo que han logrado hasta ese momento.
Mejor Película, Mejor Actor y Mejor Actriz Secundaria (Premios National Board of Review 2015)
Con sólo tres películas, J.C. Chandor se ha convertido en uno de los narradores más interesantes del cine estadounidense. Es precisamente su tercer título, A Most Violent Year, el que para mí le hace ya merecedor de tal definición. Pero ya en sus anteriores trabajos, la inquietante ‘Margin Call’ (id, 2011) y la angustiosa ‘Cuando todo está perdido’ (‘All is Lost’, 2013) podía verse sin ningún problema a un narrador a contracorriente que se toma su tiempo para contar una historia, alejado totalmente de las fórmulas que invitan al consumo rápido y el olvido inmediato.
A Most Violent Year es la mejor película de Chandor. En ella se realiza uno de esos ejercicios de revival sobre la época de los ochenta, con claras influencias estilísticas de la década anterior. La inmersión que el director realiza en el thriller lleva la huella de directores como William Friedkin e incluso Francis Ford Coppola, en su retrato de un hombre que rechaza la violencia y la corrupción como forma de vida, chocando de narices contra un mundo que no es más que una cloaca llena de ladrones y gente que quiere hacerse rica de la forma más fácil posible.
Oscar Isaac, en un papel que era para Javier Bardem, que se bajó del proyecto por las típicas diferencias creativas con la dirección, da vida a Abel Morales –el nombre es un anagrama de las palabras “able” y “moral”, de continua presencia en el argumento del film− que trata de ganarse la vida, acomodada y sin preocupaciones, de forma honesta dirigiendo una red de transporte de combustible. A principios de los ochenta, Abel, de origen hispano, tendrá que enfrentarse a dos serios problemas, por un lado la investigación de un fiscal (David Oyelowo) que le cree corrupto, y el robo de alguno de sus camiones.
Abel ve peligrar su modo de vida por dos frentes a los que da la cara de la forma más honesta posible. Es precisamente ese elemento en el relato lo que posee mayor interés en una película que se toma, como en las citadas, su tiempo para definir y desarrollar a sus personajes, mientras los encierra en una puesta en escena de cámara fija y apenas movible, salvo en un par de momentos catárticos y que curiosamente se hermanan con el cine de acción bien entendido. A Most Violent Year sólo muestra una muerte en pantalla y sin embargo se desarrolla en el año de mayor violencia de la historia de New York.
La violencia de la que habla el título, permanece oculta en el subtexto, en cada conversación de Abel con todo aquel que es sospechoso de arremeter contra su empresa y familia, oculta en cada sombra que parece acechar su vida sin razón aparente. Una violencia contenida como hacía tiempo que no se veía y que, junto a ese retrato apagado y frío de la ciudad, hermana al film con ‘La noche es nuestra’ (‘We Own the Night’, James Gray, 2007), aunque luego ambas películas recorren caminos muy diferentes. Pero hay en ellas miradas muy pesimistas y descorazonadoras que atrapan al espectador con una atmósfera opresiva y casi asfixiante.
Asfixia que formalmente encuentra su ventana de escape en dos persecuciones en las que la cámara se libera de esa opresión en busca de una libertad y verdad que se descubrirán tarde. Primera de ellas, la de uno de los conductores de camión –débil personaje en todo el contexto del film−, asustado por su vida, y la segunda con Abel como perseguidor, de sentido bien diferente y que retrotrae directamente a ‘Contra el imperio de la droga’ (‘French Connection’, William Friedkin, 1971). Un hombre intentando hacer lo correcto en un mundo donde lo incorrecto es ley y forma de vida. Autoengañándose paso a paso, golpe a golpe.
Jessica Chastain, en una de las seis películas que protagonizó durante el 2014, y que la Academia ignoró de forma vil con cero nominaciones a la que sin duda es una de las actrices del momento, es el contrapunto y complemento perfecto a un Isaac totalmente entregado. En A Most Violent Year, Anna Morales representa la seguridad y apoyo emocional de Abel, uno de esos personajes femeninos que permanecen en aparente segundo plano, como el Skyline de New York, como atrayente y admirado paisaje de lo que podrá conseguir.
En Hoje eu Quero Voltar Sozinho, Leonardo es un adolescente ciego en búsqueda de su independencia. Su vida cotidiana, la relación con su mejor amiga, Giovana, y la forma en que ve el mundo cambia por completo con la llegada de Gabriel.
Premio de la Crítica Internacional FIPRESCI en el Festival de Berlín 2014
Leo es un muchacho adolescente guapo, enérgico y optimista que comparte experiencias y momentos con su mejor amiga Giovanna, saca buenas notas y adora la música clásica. El mayor obstáculo que ha hallado a lo largo de su vida es la ceguera, que a pesar de las dificultades no le supone ningún impedimento a la hora de llevar a cabo pretensiones como viajar, conocer gente nueva o divertirse. Su rebeldía y ansias de liberación provocan que se plantee la posibilidad de realizar un intercambio estudiantil al extranjero, molesto ante la actitud excesivamente sobreprotectora de sus padres. En cuanto a sus inicios en el terreno amoroso, todavía no ha besado a nadie. Con una conversación acerca de esta temática tan recurrente en la pubertad como son los primeros coqueteos y el interés por el atractivo ajeno, se abre la secuencia inicial del primer largometraje de ficción del brasileño Daniel Ribeiro, el cual lleva por título el llamativo Hoje eu Quero Voltar Sozinho, un guiño en referencia al corto de 2010 (Hoje nao Quero Voltar Sozinho). En la trama de este anterior proyecto se basa este filme, un reclamo naturalista, hermoso y sutil a la diversidad amorosa y a la integración adolescente. La vida de Leo da un vuelco cuando un nuevo estudiante llamado Gabriel llega a su clase, y les es asignado un trabajo acerca de la sociedad espartana que deben hacer en pareja. Esta llegada supone un paso hacia delante en la maduración del protagonista, que debido a ciertos prejuicios sociales no tenía, además de Giovanna, exceso de amigos en el colegio. Desde el comienzo una historia cargada de subjetivismo y personalidad nos inyecta una legión de nuevas emociones, humor y descubrimientos propios del paso de la niñez a la edad adulta; desde la interacción social a las fantasías más profundas y personales; desde cómo aprender a bailar un éxito de Belle & Sebastian moviendo los pies, a cómo enfrentar los insultos de otros compañeros de escuela.
A lo largo de Hoje eu Quero Voltar Sozinho podemos ver reflejados múltiples roles y conductas sociales universales propias de nuestro tiempo, tocando temáticas como la sobreprotección familiar (que hace constante hincapié en la discapacidad de su hijo en lugar de reforzar los valores y aptitudes de Leo), los celos e inseguridades que rodean muchas amistades, la burla y el bullying infantiles, la formación paulatina de la identidad o la sexualidad incipiente, que estalla de manera incontenible en las situaciones límite. Todo ello mediante un patrón estético limpio, claro y luminoso que remite a esa época de inquietudes constantes que es la pubertad. La calidad de la fotografía y una bonita banda sonora son factores positivos para sumergirnos en el relato de las circunstancias de su protagonista, cuya psicología es compleja y bien elaborada, más allá del clásico estereotipo del afán de superación. Guilherme Lobo, en el papel de Leo, encarna una actuación realmente sobresaliente, que se suma a las otras dos buenas interpretaciones que completan el triángulo protagonista, un punto a destacar dado que estos actores noveles atesoraban poca experiencia en el ámbito cinematográfico. Conforme avanza Hoje eu Quero Voltar Sozinho, el tándem formado por Gabriel y Leo explora con frescura e imprevisibilidad la curiosidad sexual más inconsciente y la construcción de sus propias personalidades, y el guión, gracias a una sutileza y una sensibilidad realmente inteligentes es capaz de llegar al gran público. Mención aparte merecen hermosas secuencias como el sueño de Leo o los paseos nocturnos en bicicleta, de gran belleza visual. No faltan tampoco obstáculos, trabas y conflictos en el camino a la exploración de esa intensa conexión química y complicidad psicológica entre ambos chavales, factores que dotan a un desarrollo narrativo más bien lento de cierto ritmo y agilidad. Las situaciones cotidianas habituales a esas edades, como una excursión con acampada, una fiesta y sus pertinentes juegos sociales, los primeros escarceos con la bebida alcohólica, o los trabajos escolares en grupo son empleados como vehículos para poner a prueba las diferentes decisiones y reacciones de sus personajes principales, todas ellas resueltas con un naturalismo y un realismo admirables, de agradecer en un filme de estas características.
Así pues, Hoje eu Quero Voltar Sozinho, se convierte en un ejercicio cinematográfico fresco, liviano, original, tierno y para que negarlo, muy bonito, sin llegar a resultar ridículo, empalagoso o aburrido en ninguno de sus pasajes. Destaca sobre todo por ese cariz intimista tan natural presente a lo largo de todo su transcurso, y por el carisma indiscutible de su actor protagonista, que nos conduce a su habitación blanca y clara para desnudar sin miedo sus propias emociones. El pasado festival de Berlín fue premiada por partida doble con el Premio de la Crítica Internacional (FIPRESCI) y el Premio Teddy (entregado por un jurado independiente a la mejor película de temática LGBT), dos galardones que ratifican el talento de su director, y subrayan la importancia de que existan historias realistas, valientes y bien contadas acerca de la química y el amor adolescente de cualquier tipo y lugar. Sin duda, una pequeña joya con marchamo de clásico.
Solitario y deprimido, John acaba de saber que su ex-mujer planea casarse de nuevo. A pesar de todo, inesperadamente, conoce en una fiesta a la guapa y encantadora Molly. Entre ellos surge una relación apasionada hasta que Cyrus, el hijo de Molly, entra en escena y se interpone entre ellos.
En la brillante Cyrus, los hermanos Duplass destripan una vez más las convenciones de género con una versión extraña, neurótica y demoledora de la comedia romántica de toda la vida. Pero por suerte, y ese es uno de los secretos de su triunfo, aquí todo es poco convencional. En primer lugar, el altísimo grado de libertad interpretativa que los directores dejan a sus actores protagonistas, para que estos aporten su propia personalidad y creatividad al film, una de las claves del éxito de la cinta. En segundo término, la manera de integrar fobias, situaciones, ideas y filias afines al cine indie en un contexto de comedia comercial para todos los públicos, combinando ambos universos con suma gracia y astucia. Y por último, y en la línea de algunas honrosas excepciones recientes, el mal sabor de boca, el profundo tono de pesimismo y desazón que recorre los resortes de un género más acostumbrado a finales felices y distensión emocional. Todo ello dirigido y escrito con sutileza, libertad y complicidad máxima con los actores, dotado de gags convincentes, diálogos brillantes y personajes sólidos como una roca.
En Un Monstruo de Mil Cabezas, la esposa de un hombre que está muy enfermo busca que se le aplique a su marido un tratamiento recomendado por un médico, pero la aseguradora de la que es socia rehúsa pagarlo.
Otra película muy convincente en la competencia fue Un Monstruo de Mil Cabezas, de Rodrigo Pla, sobre las medidas extremas que una mujer debe tomar ante la insensibilidad de una compañía de seguros médicos para que su esposo sea atendido. El realizador demuestra un dominio de su oficio mediante una solvencia formal que adopta originales puntos de vista para resolver su narrativa. Aunque la historia estira la verosimilitud de su situación, es la arriesgada actuación de Jana Raluy –justamente premiada por el jurado oficial– la que sostiene todo el asunto.
Las escenas están ambientadas en la Ciudad de México y retratan una problemática que atraviesa una familia mexicana de clase media. El filme comienza con la detección de cáncer del papá. Esta enfermedad detona reacciones de rechazo en su propio hogar. Su hijo siente que su padre esta siendo demasiado bromista con su enfermedad, mientras que su esposa tiene cierto distanciamiento con el tema, cierto rechazo. Hasta allí aparece la primera parte de la historia. Ese es el primer monstruo, el más importante que enfrentar. Más adelante se verá que el monstruo al que refiere el título de la película es en si mismo es una metáfora.
Sonia Bonet, la mamá de esta familia, toma la decisión pertinente para enfrentar esta situación. Ir a cobrar el seguro de gastos médicos y atender cuanto antes el problema de salud de su marido. A lo largo de las escenas la película hace patente que este hecho será imposible. Podría resultar muy sencillo ir cobrar un seguro para pagar el tratamiento que requiere su esposo, pero hay tantos obstáculos burocráticos que Sonia perderá los estribos. El descobijo institucional, la burocracia administrativa y los malos tratos que la aseguradora le propician a Sonia hacen que ella pierda el juicio y busque bajo sus propios medios hacer justicia. El Monstruo de Mil Cabezas al que se ve enfrentada resulta una verdadera hidra. Una larga fila de funcionarios, firmas y permisos que tiene que sortear.
El desarrollo de la trama resulta impactante, transgresor y sobre todo dramático. Allí comienza el espejo con la realidad social. El monstruo de la aseguradora tiene sus propios mecanismos para autorregularse y evadir sus posibles responsabilidades. La aseguradora a su vez es parte de un Estado al que tampoco puede recurrir Sonia, porque el Estado tiene sus mecanismos legales a favor de las grandes empresas. El filme habla de un problema social seria. La desprotección de las instituciones de salubridad pública es un tema prioritario. Sonia Bonet se pierde en este laberinto, y ya no sabe a quién recurrir, a quién reclamarle, a quién demandar. La vida de su esposo está en riesgo y cada paso que da lo hace con la intención de rescatarlo. Pero la hidra es infinita. Implica una burocracia inagotable, indolente, que no le importa arriesgar la vida de las personas.
Un Monstruo de Mil Cabezas es un filme poco convencional que fomenta el pensamiento crítico ante una realidad convulsa. Permite al espectador hacerse un espacio de reflexión sobre la desprotección en el sistema de salud al que estamos insertos.
En Angustia, John es oftalmólogo y tiene una curiosa afición: colecciona ojos. Su madre ejerce sobre él un fuerte dominio psicológico. Precisamente, por orden de su madre, va a un cine, donde coincide con dos amigas, Linda y Patricia. El efecto hipnótico de la película ejerce sobre ellos una extraña influencia.
“Usted va a ver un film durante el cual estará sometido a mensajes subliminales y a una forma benigna de hipnosis. Nada de esto le causará ningún daño físico, pero si por algún motivo pierde el control o nota que su mente se está alejando de la realidad, abandone la sala inmediatamente”. Aviso en pantalla que precede a los títulos de crédito de Angustia.
El diccionario de la Real Academia Española define la palabra “Angustia” como “Temor opresivo sin causa precisa”. El término casa perfectamente con los sentimientos, paranoias y sensaciones que un film como el que nos ocupa pueda generar, en una relación del metalenguaje que traspasa a los personajes para empatizar de manera irrespirable hacia el espectador final, por definir de alguna manera al último receptor de los círculos de realidad que navegan por el metraje.
La película de Bigas Luna guarda un tinte de película de culto auspiciado por su original y oscuro planteamiento. Propuesta basada en un concepto compartido por Lamberto Bava en Demons (íd, 1985) dos años atrás, pero alejándose del espectáculo grotesco del realizador italiano, Luna construye un film perturbador, poniendo como prisma de desarrollo el atrayente ofuscamiento de lo visual. El film da el pistoletazo de salida con una trama de ínfulas Hitchcocknianas que dominará gran parte del metraje. Esta se centra en la relación, somática y psíquicamente dictatorial, en la que un talludo oftalmólogo sufrirá la persecución obsesiva de su propia madre. Michael Lerner, con un acertado toque de fragilidad del que sale tan bien parado su sometido personaje, interpreta al hombre, quien emprenderá una cruzada del horror con la recopilación de globos oculares que su madre le insta. No parece casualidad que sean ojos aquello por la que tanta fijación tiene nuestro tímido protagonista: luego descubriremos que Luna propone un estudio cuasi hipnótico de la ficción, nuestra propia reversión de lo ficticio en lo real donde la capacidad visual forma el instrumento perfecto de captación de aquello que tomamos como evasión y que se nos puede volver en contra. La figura maternal viene por cortesía de una Zelda Rubinstein que parece dramatizar un reverso obsesivo de su personaje en Poltergeist (Tobe Hooper, 1982), film por el que su peculiar físico es tremendamente popular para el aficionado.
Angustia deja para el recuerdo, no sólo la película más exótica y extraña de su realizador (curiosamente, la única que no tiene ninguna escena de sexo), sino una de las propuestas más sugerentes de nuestro cine. Un viaje a través del poder sugestivo de la ficción ante las posibilidades evasivas de nuestra mente, con una narración muy arriesgada de la que el director catalán sale más que airoso. Morbo, claustrofobia y surrealismo; cualidades que se dan en la mano en un clima pesadillesco impreso en celuloide, y del que Bigas Lunanos hace partícipes de una manera visualmente maquiavélica.
The Handmaiden transcurre en Corea, en los años 30′, durante la colonización japonesa. Una joven es contratada como mucama de una rica mujer japonesa, que vive recluida en una gran mansión bajo la influencia de un tirano. Sookee guarda un secreto y con la ayuda de un estafador que se hace pasar por un conde japonés, planea algo para Hideko.
El coreano Park Chan-wook no se caracteriza precisamente por andarse con chiquitas, aunque los contrastes de The Handmaiden, su libérrima adaptación de la novela de Sarah Waters, Falsa identidad, no tienen que ver con los de Oldboy, que ganó el Premio Especial del Jurado en 2003. La mansión donde se desarrolla la acción, mitad casa japonesa, mitad castillo gótico, representa la singular bipolaridad de su retorno al cine coreano después de la experiencia americana de Stoker. Por un lado, sobrevive el barroquismo narrativo, pero, por otro, en esta ocasión está servido con una puesta en escena elegante y sensual, sin las deslumbrantes estridencias de Oldboy. Eso sí, hay en The Handmaiden materia prima para el escándalo: sesiones de lecturas eróticas y bondage creativo, escenas de cama de corte lésbico que hacen empalidecer a las de La Vie d’Adèle y torturas sangrantes que no desentonarían en un giallo.
Dividida en tres partes, la acción, situada en la Corea de los años treinta colonizada por los japoneses, se despliega como una especie de malvado biombo. Cada una de las capas narrativas se revela como el contraplano de la anterior, de manera que, en el minué de disfraces y engaños que dibujan los movimientos de los cuatro personajes principales -una mujer traumatizada por las prácticas sadomasoquistas de su tío, la doncella de esta, un timador que se presenta en sociedad como conde seductor y el tío en cuestión, bibliófilo de lengua negra-, cada uno cambia de piel y revela la verdad de sus estrategias, que nunca es absoluta. La precisión con que está contada la historia, abundante en ironías dramáticas y retruécanos sorprendentes, y el sanísimo deleite con que Chan-wook se acerca a las perversiones sadianas, hacen de este ejercicio de género una experiencia de lo más disfrutable.
As Mil e Uma Noites transcurre en un país europeo en crisis, Portugal, donde un director se propone construir ficciones a partir de la miserable realidad que le rodea. Pero incapaz de encontrar sentido a su trabajo, huye de manera cobarde, dejando su lugar a la bella Sherezade. Ella necesitará ánimo y coraje para no aburrir al Rey con las tristes historias de ese país. Con el transcurrir de las noches, la inquietud deja paso a la desolación, y la desolación al encantamiento. Por eso Sherezade organiza las historias en tres entregas. Comienza así: «Oh venturoso Rey, fui conocedora de que en un triste país…». Libre adaptación de ‘Las mil y una noches’ ambientada en el Portugal de hoy, y dividida en tres películas.
Giraldillo de Plata en el Festival de Sevilla 2015
Lisboa, fines de 2005. Estoy en un bar, sentado, esperando a un amigo que llega mucho más tarde de lo anunciado. Se disculpa –escuetamente, los portugueses no son gente que se disculpa mucho que digamos– y me explica que se retrasó porque fue a buscar un DVD de una película de un director nuevo que se llama Miguel Gomes y que parece que es muy buena. A Cara que Mereces se llama, la película. A los pocos días me pongo a verla y después de una brillante escena musical que le da comienzo no entiendo más nada. O entiendo algo, pero no me causa gracia. Hay muchos hombres en una casa haciendo cosas extrañas y no me parece divertido –a m amigo le hacía reír mucho- casi en ningún momento. Eso sí, la escena musical del principio era genial.
Viendo As Mil e Uma Noites recordé mucho esa película y, especialmente, Aquele Querido Mês de Agosto, otra película que vi en Lisboa años después y que al principio me costó entender (la falta de subtítulos, admitamos, era un problema). Hay un espíritu bromista, como de comediante en el cine de Gomes, y uno tarda a veces en entender de qué va la fiesta. Pero cuando lo hace, como me pasó al volver a ver, subtitulada, Aquele Querido Mês de Agosto, uno queda subyugado por el juego que el portugués propone. Tengo la sensación que esta película tiene más que ver con esas que con Tabu, aunque la última informa –de principio a fin– la idea del cuento, de la narración narrada, del apilamiento de historias sobre historias que, mitad en broma mitad en serio, uno lo ve como ligado al cine de Mariano Llinás.
El tríptico As Mil e Uma Noites intenta ser una sumatoria de todos esos distintos modos de hacer cine de Miguel Gomes: el bromista, el experimentador, el narrador compulsivo, el amante de la música un tanto grasa (aquí hay mil versiones de Perfidia, temas de Lionel Richie, de Carpenters y muchos más), el que procede por acumulación, el amante de las fábulas y los cuentos de hadas y el preocupado por la realidad social de su país. En ese combo masivo entran las mil y una historias que componen este filme, armado por Gomes un poco en base a historias reales contadas por personas que las vivieron durante la etapa más dura de la crisis portuguesa, de mediados de 2013 a mediados de 2014, pero tamizadas por el matiz de la ficción, o del híbrido, o eso que le gusta hacer al realizador que es una especie de “role playing”: cine como juego de niños, como fantasía de cuarto de hermanos en el que unos disfraces berretas y espadas de plástico nos transforman en piratas.
Las historias que cuentan las tres partes en las que se divide As Mil e Uma Noites van por distintos lados: algunas son casi estrictamente documentales, otras están enmarcadas en relatos más propios de sketchs cómicos, otras empiezan como lo primero y terminan como lo segundo, de la misma manera en la que Aquele Querido Mês de Agosto pasaba casi imperceptiblemente de la “realidad” a la ficcion. Las historias –muy distintas en duración, de las brevísimas a las extremadamente largas– están narradas por Scherezade, en plan similar al de los cuentos árabes, y todas hacen eje en la crisis política y económica de Portugal, algunas en plan cómico (hay animales parlantes y trucos sexuales) y otras más dramáticas (el desempleo en un embarcadero), pero siempre con la intención de demorar al sultán (o al FMI o a las autoridades políticas, digamos) para que no aprete más el cinturón a los habitantes. El propio director hace su aparición, como ya es costumbre, intentando explicar la intención de su proyecto y, al darse cuenta que no sabe cómo hacerlo, fugándose en medio de la producción.
La segunda parte seguirá en similar tesitura, con otras historias de la crisis en Portugal. La primera se centra en un criminal que es buscado por la policía pero admirado por los habitantes de su pueblo, aún habiendo cometido horribles asesinatos. La historia de esta especie de bandido del Oeste da paso a otra que tiene lugar en una especie de estrado público y abierto en el que se presentan los casos más raros imaginables a una jueza que no puede creer lo que ve. El último y mejor episodio, acaso más dramático, tiene que ver con un perro que pasa de dueño en dueño en un edificio tipo monoblock en un barrio pobre de Lisboa ya que nadie puede mantenerlo. Es, acaso, el más emotivo y triste de todos, aún dentro de lo absurdo de muchas de las situaciones que se presentan.
El tercer episodio es el menos logrado, salvo por su primera parte en la que vemos finalmente una historia protagonizada por la propia Scherezade, en la que se involucra con una serie de peculiares y exóticos personajes, especialmente uno de ellos que intenta conquistarla. La segunda parte arranca con una interesante idea –un grupo de especialistas en cantos en pájaros, que participan en concursos– pero se extiende demasiado, estirando algunas buenas ideas (la idea de que la competencia sea unos silbidos dentro de jaulas tapadas dan un clima absurdo a toda la situación) más de lo necesario, si bien los personajes que la habitan son interesantes y dejan en claro que la crisis social no les ha dejado mucho más que hacer que escuchar cantar a los pájaros.
Este episodio tiene otro pequeño problema y es la cantidad de texto en la pantalla que debe ser leído, lo que lo vuelve un poco agotador. Si bien toda la película es básicamente una larga narración (y los que no entienden el cerrado portugués de Portugal estarán obligados a pasarse leyendo las seis horas del filme), al menos en las dos primeras el tono de voz juguetón y hasta pícaro de Scherezade le da un clima que el tercero no tiene.
Pero más allá de los problemas que la película tiene, su ambición es admirable. La idea de hacer una película que apostando a distintos géneros, al absurdo, al humor y hasta a la fiesta se atreva a poner el dedo en la llaga en la crisis portuguesa es fascinante y hasta la propia lógica desmedida de esa ambición invita a los errores y a que el proyecto en sí sea un tanto desparejo. Me es inevitable –me pasó en Tabu, lo sé– compararlo con el cine de Mariano Llinás y más a sabiendas que éste prepara también una película de seis o más horas con distintos géneros y estilos, siempre con la acumulación de aventuras y peripecias como motores centrales. No imagino que exista una competencia entre ambos a ver quien es más ambicioso, delirante y arriesgado, pero si así lo fuera los que ganamos, finalmente, somos los espectadores que creemos que el cine, aún para tratar las cuestiones más complejas, debe entenderse como una celebración, como una fiesta, como una comprobación que tanto dentro como fuera de la pantalla estamos todos vivos y queremos seguir estándolo. (Diego Lerer – Micropsia)
En The Full Monty, el cierre de la fábrica de acero de Yorkshire deja sin trabajo a casi toda la población masculina. Gaz, uno de los obreros afectados, perderá el derecho de ver a su hijo si no consigue dinero para pagar la pensión de manutención familiar a su mujer. En medio de la desesperación, se le ocurre una idea, a primera vista disparatada, y se la plantea a los amigos que están en la misma situación: organizar un espectáculo de strip-tease.
Mejor Película, Mejor Actor y Mejor Actor de Reparto Premios BAFTA 1998
Mejor Película Europea Premios Goya 1998
Mejor Película y Premio del Público Premios del Cine Europeo 1998
Seis trabajadores del acero de Sheffield deciden formar un conjunto de strip-tease masculino con la intención de mejorar su precaria situación económica tras el cierre de la fábrica en la que trabajaban. Uno de ellos, Gaz, puede perder el derecho de visita a su hijo si no logra pagar la pensión alimenticia.
A diferencia del grueso de directores, que tras el periodo conservador de Margaret Thatcher desarrollaron un cine crítico y social, (Loach, Sheridan, Frears) que venían desde la década de los sesenta con un importante bagaje del “free cinema”, Peter Cattaneo, es un joven, con formación universitaria, y que proviene de la televisión y la publicidad. No obstante su incorporación al cine social de sus colegas constituirá el mayor éxito del género con su primer trabajo The Full Monty. En forma de ácida comedia, Cattaneo expone el tremendo drama que constituye el desempleo para la clase trabajadora, una parte fundamental de la sociedad, que basa su subsistencia en las rentas de su trabajo, la cual esta siempre a merced del mercado, los empresarios o, como fue este caso, una política fuertemente restrictiva, que fundamentándose en la base capitalista de la productividad, provocó una de las crisis de empleo mayores en el Reino Unido. Pero la película no entra en las causas de esta situación, el film se centra en la desesperación de unas personas desamparadas por un sistema que les había enseñado que con su trabajo tendrían una vida digna, y que ahora se ven olvidados en la oficina de empleo (o más bien de desempleo).
Una situación ubicada en la antes industriosa y ahora fantasmal Sheffield, pero que se puede extrapolar fielmente a cualquier punto de la Europa occidental, donde el nivel de vida alcanzado por la clase obrera, no permite competir con la explotación en los países emergentes. El coste social, económicamente es fácilmente asimilable, con los bajos costos de una mano de obra esclavizada en el tercer mundo. Humanamente, la situación acabaría con la salud, la dignidad y hasta la vida de muchos y excelentes trabajadores. El acertado tratamiento, con una ironía cáustica, que hace reír al espectador mientras se le forma un nudo en la garganta, hará de The Full Monty la piedra angular y definitiva del subgénero de reproche al nefasto mandato Thatcher para la clase obrera.
En Secrets and Lies, Hortense, una joven negra que vive en Londres y que acaba de perder a sus padres adoptivos, siente la necesidad de conocer a su madre biológica, la cual la dio en adopción nada más nacer. Cuando por fin la encuentra, resulta ser una mujer soltera que trabaja en una fábrica.
Palma de Oro y Mejor Actriz (Festival de Cannes 1996)
Mejor Film Británico, Mejor Actriz y Mejor Guion (Premios BAFTA 1996)
Obra maestra. Cuando hay una película sobresaliente, como en Secrets and Lies, hay que aprovechar esa primera oración, con todo su impacto visual, para anunciarlo. Y Mike Leigh, que en su gran trayectoria ha entregado productos notables, es responsable de una de las mejores películas de la década del 90, que no es otra que la famosísima Secrets and Lies, Palma de Oro en el Festival de Cannes (1996). Apelando al costumbrismo británico, recurso predominante en su obra, y en menor medida a “reojo social”, habla de un tema tan común como la dinámica familiar, pero estructurando la idea desde una familia que lo es todo, menos unida. Además, este director y guionista se encarna en el cuerpo de más de un personaje, dando gritos nerviosos que pueden servir de moraleja, de comparación o de contemplación de la –siempre muy agradable- desgracia ajena. Y uno de esos personajes es el que tan bien interpreta Timothy Spall, un hombre que intenta ponerle una sonrisa al mundo, aunque el mundo no quiera sonreír; y es él el que parece llevar consigo, como una carga, la desunión general. Es el personaje más humano, simpático y agradable, por quien podemos llegar a sentir angustia o compasión, aunque a veces también admiración. Y da un grito que refleja lo que se quiere transmitir. Un grito que funciona como una olla a presión, que conmueve. Un grito que es producto del dolor, un dolor incomprendido por seres individuales e individualistas. Así, en Secrets and Lies, hay cosas que el corazón del hombre no puede contener, que necesita manifestar casi con urgencia, con enorme necesidad.
Además, como en todos los trabajos de este artista, el funcionamiento del elenco conlleva a mayores sorpresas de las esperadas: un dúo protagónico conformado por Marianne Jean-Baptiste y Brenda Blethyn, que es de los mejores que se hayan visto en la gran pantalla. Porque pocas veces un drama tan terrible puede sacar tantas carcajadas, y eso se debe en gran parte a la naturalidad con la que estas dos actrices se expresan, con personajes que bastante tienen que decir. Dos personajes atípicos, que no caen en el pozo ciego del odio, producto del abandono, y que complementa el deseo de búsqueda de un origen con el amor y la comprensión a las acciones de alguien que ha dejado de ser quien alguna vez ha sido. El resto del elenco, brillante. Ver a Lesley Manville, en un rol comiquísimo, ligero y egocéntrico, y ver a tantos actores trabajando de verdad, es todo un placer. Además, ver a actores danzar con una música interesante y con bastante ensayo, difícilmente acabe en un mal espectáculo. Y aunque las cosas salgan mal, está la gracia que tanto caracteriza al cine británico. Esa alegría que muchas veces exudan estos dramas cotidianos, y que imponen amor, respeto y admiración: a personajes con los que no es difícil identificarse, a un guión que es tremendo, a un director que es todo un profesional.
Joyas, como Secrets and Lies, se ven pocas, y con la delicadeza con la que Mike Leigh las trata, menos aún. Una obra sofisticada, concisa y hermosa. Una jauría de palabras que muerden hasta el hueso, porque no ladran, no prometen ni se van por las ramas. Por la precisión con la que se trata una temática tan interesante, por las vueltas de tuerca de la historia, por el final, por el cine, debe ser vista.
En The Last Wave, David Burton es un abogado que vive tranquilamente con su hija y su esposa hasta que unos sueños premonitorios le revelan parte del conocimiento prohibido de los aborígenes. Un asesinato que debe investigar le pondrá en contacto con Chris, integrante de una tribu y conocedor de sus rituales.
Como ya le había sucedido con The Cars That Ate Paris, 1974, la idea que después terminaría germinando en el guión de The Last Wave, se le ocurrió a Peter Weir a partir de una insólita vivencia mientas viajaba por Túnez: estando en unas ruinas romanas le asaltó la impresión de que se iba a encontrar con algo inesperado, hallando al poco tiempo el cráneo de un niño.
Compartida a su regreso a Australia tan inusual premonición con el actor aborigen David Gulpilil, éste no dio ninguna importancia al suceso dada la gran relevancia que en la cultura tribal oriunda del continente los sueños y las premoniciones son una forma habitual de percibir el mundo que nos rodea. Intrigadísimo por lo que Gulpilil le había comentado acerca de los sueños, Weir hizo acopio de obras de diversos autores entre los que se contaban Jung o Heyerdahl y comenzó la escritura del que sería el libreto de su tercera producción. Una producción que, debido a su alto coste —casi un millón de dólares— contaría por primera vez con capital norteamericano, concretamente de la United Artists, estudio que impuso, para su posterior distribución internacional, que la cinta viniera protagonizada por una estrella de cierta relevancia, yendo a recaer la responsabilidad de encarnar al protagonista del filme en los inapropiados hombros de Richard Chamberlain. Con el firme deseo de que la cinta explorara el sistema de percepción a través de los sueños de los aborígenes australianos, Weir tuvo la ayuda, de una parte, del director de la Fundación Cultural Aborigen y, de otra, de Nandjiwarra Amagula, hombre santo de Groote —una isla del noroeste de Australia propiedad de una tribu aborigen— que terminaría encarnando en la cinta a Charlie, el intrigante chamán que aparece en la cinta.
En The Last Wave, como apuntaba antes, Weir nos conduce por el intrincado mundo de los sueños y las premoniciones a través del personaje interpretado por Chamberlain, un abogado que se tendrá que encargar de la defensa de cinco aborígene acusados de asesinato al tiempo que, gracias a dos de ellos, va entrando en contacto con una parte de él mismo que desconocía y que le abre a un terrible descubrimiento. Poniendo de nuevo sobre la mesa el encuentro entre dos mundos opuestos como eje temático que ya vimos en las dos anteriores películas —y que seguirá manteniéndose a lo largo de toda su filmografía de un modo u otro—, donde The Last Wave destaca especialmente es en la enrarecida y onírica atmósfera con la que el cineasta australiano envuelve todo el metraje, sirviéndose aquí de una hiperrealista fotografía que Russell Boyd trata de manera completamente opuesta al anterior filme de Weir. Esta voluntad de desproveer de personalidad a la imagen va encaminada a plasmar la intención de Weir de confundir al espectador: en el desdibujado que provoca el tratamiento de lo que es real y lo que es sueño, The Last Wavese establece como un constante reto de cara a un público que nunca sabrá del todo si lo que está viendo tiene lugar en este plano o en el de los sueños/premoniciones, coqueteando el cineasta en muchas ocasiones con el cambio de identidad entre los dos personajes principales mediante la transposición de planos cuasi idénticos.
Sumándose a esto que servidor reconoce como virtud, pero que al mismo tiempo entiende puede ser interpretado como un gran defecto, encontramos también la espléndida indefinición de género —¿es un drama, un filme de suspense, uno fantástico con tintes de terror psicológico?— llamada a unirse al juego de confusiones del que acabamos de hablar; la genial economía narrativa que el cineasta sigue perfeccionando para contar lo que se precisa sin dejarse arrastrar por superficiales artificios, y la capacidad de la cinta para provocar una honda sensación de desasosiego en el espectador, algo en lo que su banda sonora —tanto música como efectos de sonido— y ese desconcertante plano final tienen mucho que decir. Pero por más que estas virtudes nos permitan valorar de forma positiva la asombrosa evolución que Weir sufre en estos primeros pasos de una producción a la siguiente, el engarce narrativo de lo que se va presentando en pantalla queda subyugado a lo mucho que el realizador potencia las cualidades oníricas del relato, no funcionando éste todo lo bien que debería debido al completo desconocimiento del director de cómo rematar la historia, algo que él mismo reconocería años más tarde, a lo que se suma, como ya pasara en su primer filme, una paupérrima definición de los personajes. Es la combinación de estos dos factores la que, en última instancia, aparta a The Last Wave de poder situarse a la altura de otros notables filmes del director.
Paper Moon transcurre en los Estados Unidos de los años 30, durante la época de la Gran Depresión y la Ley Seca. Un estafador de poca monta que intenta vender Biblias a las viudas, se hace cargo a regañadientes del cuidado de la hija de una antigua amante. La niña no sólo aprende rápidamente todos los trucos del oficio de su protector, sino que incluso le ayuda, en algunas ocasiones, a salir de apuros.
Mejor Actriz de Reparto en los Premios Oscar 1973
Nueva Promesa Femenina en los Globos de Oro 1973
Concha de Plata y Premio del jurado en el Festival de San Sebastián 1973
Mejor guión adaptado comedia 1973 para el Sindicato de Guioniostas (WGA)
El séptimo arte a lo largo de su historia nos regaló muchas road movies con personajes que a priori mucho no tienen en común salvo el ardid retórico de tener que compartir un viaje a donde sea por el motivo que sea, no obstante lo que nos ofrece la maravillosa Paper Moon, es algo mucho más profundo y difícil de describir, en especial si pensamos en la parafernalia hueca estándar de los ámbitos comercial estrafalario e indie de pocas ideas de la actualidad: la que sin duda podemos definir como la obra maestra de Peter Bogdanovich, uno de los representantes más conspicuos del querido Nuevo Hollywood de la década del 70, cuenta con un encanto humanista y una sinceridad muy poco habitual en el cine no sólo norteamericano sino mundial, circunstancia que refuerza la paradoja de base porque la película de hecho está enmarcada en el prolongado ciclo de films de impronta nostálgica que coparían prácticamente toda la trayectoria del director, un verdadero obsesivo en eso de intentar recuperar determinados aspectos de las diferentes sociedades y la industria del espectáculo de antaño aunque desde una perspectiva a simple vista un tanto extraña, léase combinando la mirada nihilista de nuestros días, cierto devenir narrativo caótico en plan homenaje explícito a lo bestia y un cuidado admirable por los personajes y su idiosincrasia; en esencia tres ítems que casi nunca se presentan en simultáneo y mucho menos alineados -como en esta oportunidad, por ejemplo- en las obras del mainstream internacional contemporáneo, el cual suele poner el acento en un escepticismo de manual para después tratar de “atarlo con alambre” alrededor de los mismos clichés vetustos de siempre sin que nadie pueda identificarse con semejante atolladero hipócrita y perezoso.
La fuente de inspiración del glorioso guión de Alvin Sargent, con retoques muy específicos del propio Bogdanovich, fue la novela Addie Pray de 1971 de Joe David Brown, cuya estructura Paper Moon respeta a rasgos generales: en el Estado de Kansas del comienzo de la Gran Depresión y los últimos estertores de la Ley Seca en los Estados Unidos, Moses “Moze” Pray (Ryan O’Neal), un artista consumado de la estafa más disimulada, un buen día se aparece en el entierro de una mujer que supo tener en alta estima cuando la conoció años atrás en un bar y tuvo sexo con ella, lo que deriva en que el sacerdote y dos dolientes femeninas asuman que es el padre de la única hija de la finada, una nena de nueve años llamada Addie Loggins (Tatum O’Neal), y por ello le solicitan que la lleve a la casa de la tía de la niña en St. Joseph, en el Estado de Missouri, Billie (Rose-Mary Rumbley), alguien que ni siquiera conoce a la mocosa. El señor en un principio se niega de lleno pero a posteriori termina aceptando con vistas a aprovechar toda la situación para extorsionar al hermano acaudalado del imbécil que mató a la madre de la huérfana en un accidente automovilístico por conducir borracho, de quien consigue extraer 200 dólares a condición de no iniciar ninguna hipotética acción legal confiscatoria. Addie, que está convencida de que Moses es su padre porque ambos tienen la misma barbilla, y a sabiendas de que el hombre no quiere hacerse cargo de ella, le reclama que le entregue el dinero en cuestión o le dirá a la policía cómo lo obtuvo, detalle que termina de obligar a un Moze que se gastó gran parte del efectivo en arreglar su vehículo a tener que peregrinar con la nena en su clásico tour de timos y engaños hasta recolectar los 200 dólares y ya sacársela de encima.
Contra todo pronóstico, el dúo demuestra ser muy bueno en lo suyo porque la presencia de Addie agrega sincronía a los discursos para embaucar al aportar una capa de respetabilidad sobre los fraudes de Pray a ojos de los habitantes ignorantes y/ o ingenuos del interior estadounidense; un estilo de vida muy peculiar sustentado en primer lugar en artimañas con los billetes en compras al paso, birlándole el cambio a los cajeros al confundirlos, desviar su atención o defraudarlos de manera subrepticia, y en segundo término en la venta semi forzada de Biblias estampadas a viudas o viudos recientes que Moses encuentra por los avisos fúnebres de los periódicos, a quienes les dice -para inducir una compra compulsiva melodramática- que el hoy fallecido le encargó tiempo atrás un ejemplar del libro sagrado con el nombre de la viuda en letras doradas. Todo marcha bien y superan holgadamente la suma a recaudar hasta que el hombre se enamora y decide llevar con él a una “bailarina exótica” que conoce en una feria popular ambulante, Trixie Delight (Madeline Kahn), una prostituta muy verborrágica que lo hace comprar un nuevo coche y que no se despega de su asistente/ criada afroamericana, Imogene (P.J. Johnson), una adolescente de 15 años símil esclava. Eventualmente las dos jóvenes pergeñan una estratagema para alejar a Trixie de Pray organizando un encuentro sexual pago entre el empleado de un hotel y la mujer, así la nena y él vuelven al camino e Imogene regresa a su hogar familiar. Cuando la pícara dupla pretenda estafar a un contrabandista, Jess Hardin (John Hillerman), robándole y después vendiéndole su propio whisky, el asunto los enfrentará al hermano mellizo del afectado, un policía algo tenebroso (también compuesto por Hillerman) que los perseguirá con tozudez.
Paper Moon, que por cierto está muy enmarcada en el mejor período de la carrera de Bogdanovich, ese inicial que abarca a las también excelentes Targets, The Last Picture Show, y What’s Up Doc?, funciona como una amalgama perfecta de elementos muy difíciles de hacer trabajar en conjunto desde el punto de vista de la armonía artística, a saber: la fotografía en blanco y negro de László Kovács es francamente sublime (cada toma juega desde la astucia con el contrapunto entre los personajes y sus miserias y alegrías por un lado y esos fondos semi desérticos del medio-oeste yanqui por el otro, subrayando el contexto desesperado de los protagonistas y su necesidad de seguir timando y continuar huyendo para subsistir en un páramo con pocas o nulas oportunidades concretas), aquí una vez más el realizador demuestra ser un prodigioso director de actores como pocos de sus colegas (los O’Neal, padre e hija en la vida real, interpretan a un dúo que puede o no estar vinculado a nivel sanguíneo, con Ryan entregando una actuación espléndida que pone en primer plano sus dotes cómicas y Tatum directamente ofreciendo una de las mejores labores infantiles de la historia del cine tracción a una versatilidad -según la escena considerada- que resulta insólita), y finalmente el mismísimo guión está plagado de diálogos memorables y muy graciosos que mezclan perspicacia, mundanidad y angustia en iguales proporciones (el verosímil, ese eterno descuidado en las comedias dramáticas y las comedias a secas, aquí está construido con una gigantesca solvencia transmitiendo una permanente sensación de improvisación meticulosa en la ruta que tiene mucho de ambigüedad y sutiles sorpresas).
Es precisamente dicha incertidumbre y nerviosismo en torno a la paternidad de Moze con respecto a Addie la que se va desdibujando a medida que avanza el metraje ya que es reemplazada por una amistad imprevista orientada al retrato de determinados vínculos sociales que parecen obedecer a conjunciones azarosas más que a un afecto intrínseco de por sí: en vez del clásico prejuicio facilista de la comunidad occidental y la industria del espectáculo en lo que atañe a la comarca hogareña, ese del “si son o pueden ser parientes, deben vivir juntos y llevarse bien a la fuerza”, en el opus de Bogdanovich tenemos en cambio la edificación de un enlace entre dos extraños a partir de la naturalidad y elementos compartidos, definitivamente la soledad (él perdió a sus padres y no sabe dónde está su hermana, y ella no desea ir a vivir con una tía que jamás se molestó en conocerla o en visitar a la finada de su madre), los billetitos verdes (la nena lleva un constante recuento de la suma acumulada por las trampas y el hombre se espanta ante los abultados montos que Addie pide a las víctimas por las Biblias, siempre calculando el “valor personalizado” según las pertenencias de la casa/ capacidad de compra de cada individuo en particular), y la paradigmática adicción al peligro que se mueve por detrás de una existencia dedicada al riesgo ad infinitum (como tantas obras consagradas al delito cíclico, cada nueva operación de los protagonistas parece duplicar a la anterior en materia de esfuerzos involucrados, amenaza y posibles recompensas, logrando que la progresión dramática marche cuesta arriba hasta un desenlace que suele colocar a nuestros adalides cara a cara con el límite de hasta dónde pueden -o pretenden/ anhelan- llegar en su ambición y hambre de aventuras).
Más allá de la sabiduría exhibida por Bogdanovich al momento de explorar la complejidad del mundo de los niños y su convivencia con el atolondrado ecosistema de los adultos, sólo equiparable a su homóloga apesadumbrada de otros maestros del rubro como Carlos Saura, Louis Malle y Víctor Erice, la propuesta es uno de los mejores exponentes del cine inconformista más álgido por la sencilla razón de que toda la faena en su conjunto está encarada desde la amoralidad antiinstitucional y el relato nunca pide perdón al respecto, como sí harían la infinidad de duplicados que Hollywood ensayaría desde los 80 hasta nuestros días, casi siempre haciendo que los valores familiares tradicionales y la seguridad burguesa reaccionaria triunfe en última instancia. Ubicándose en el extremo opuesto, Paper Moon continuamente celebra la cultura del rebusque callejero que recorre los intersticios y pequeñas grietas del sistema social/ económico/ comunicacional para sacar beneficio y robarles a los tontos obedientes unas monedas que permitan sobrevivir un día más; algo que queda muy de manifiesto en el desenlace cuando un Pray humillado porque los gemelos contrabandistas lo encontraron, lo golpearon y le sacaron el dinero pretende dejar con Billie a la niña, y ella no se resigna a la mediocridad aburrida burguesa y sale al reencuentro de un socio/ amigo/ tutor que la acepta ya que ambos comparten cariño, ese dulce cinismo del vagabundo de los márgenes y la visión crítica para con una sociedad conservadora que se vive replegando en sus cuevas cada vez que las papas queman. La lucha del subsistir prosaico y carente de pompa aquí se unifica con una parquedad tramposa que sabe sonreírle a los necios y los paparulos cuando se necesita birlarles eso que definitivamente les sobra… (Emiliano Fernández – Metacultura.com)
En All is lost, durante un viaje en solitario a través del Océano Índico, un hombre (Robert Redford) descubre al despertar que el casco de su velero de 12 metros se ha agrietado tras una colisión con un contenedor que flotaba a la deriva. A pesar de las reparaciones, de su experiencia marinera y de una fuerza física que desafía su edad, a duras penas logra sobrevivir a la tormenta. Pero el sol implacable, la amenaza de los tiburones y el agotamiento de sus escasas reservas lo obligan a mirar a la muerte a los ojos.
Mejor Banda Sonora y Nominado a Mejor Actor (Globos de Oro 2013)
Mejor Actor (Círculo de Críticos de Nueva York 2013)
En All is lost, salvo que no entiendas la palabra “fuck”, no hay posibilidad de que te pierdas por falta de subtítulos en esta película del director de Margin Callprotagonizada pura y exclusivamente por un Robert Redford que casi no habla en todo su desarrollo. Al principio le escuchamos leer lo que parece ser una nota de suicidio o una carta en la que se despide de sus seres queridos al darse cuenta que está por morirse. Luego veremos de dónde viene eso…
All is lost cuenta lo que le sucede a un hombre que navega en un pequeño barco y que se despierta un día con agua adentro del mismo. Es que el barco, por la noche, chocó con un container que habrá caído de una barco carguero y el golpe le produjo un agujero por el que entra más y más agua. El daño parece menor, pero no lo es. En poco tiempo el barco empieza a hundirse y Redford debe recurrir a una balsa salvavidas y entregarse a “la buena de Dios” siempre usando su talento e inteligencia para resolver los problemas que, uno tras otro, se van presentando.
Luego del “talk fest” de aquella película sobre Wall Street es bueno ver a Chandor recurriendo a un lenguaje puramente cinematográfico que enorgullecería a Hitchcock en este filme. No sólo eso, salvo algunos breves pasajes con puntos de vista submarinos o aéreos, el director no pierde de vista su eje ni se pone místico: un hombre, un barco que se hunde, la vastedad del océano, la imposibilidad aparente de salvación. Todo el filme es solucionar problemas, uno tras otro, sin tigres que combatir ni revelaciones religiosas dando vueltas.
Tal vez la película no alcance un vuelo narrativo o poético importante, pero como experiencia de hombre frente a la naturaleza, como estudio de resolución de problemas cinematográficos, como clase de actuación en función de la trama (contenida, profesional, jamás actuando para el espectador), All is lost es un ejercicio notable y transparente, tan transparente como las aguas del océano que envuelven a nuestro viejo y querido Robert Redford, que no tiene ni una pelota de voley (ni de fútbol, ni de tenis) a la que hablarle.
En Martha Marcy May Marlene, la joven Martha, atormentada por ciertos hechos y dominada por una creciente ansiedad, abandona una secta y se va a vivir con su hermana Lucy y con Ted, el marido de ésta. Intenta adaptarse al estilo de vida de la clase media-alta, pero acosada por constantes pesadillas, no le resulta nada fácil. Mientras asume su soledad, la paranoia y los recuerdos comienzan a resquebrajar su existencia.
Cualquiera con un poco de interés por el cine hace ya tiempo que ha visto (no diremos cómo) una de las cintas que más dio que hablar en la pasada edición de Cannes y que, por fin, se estrena aquí. Nos referimos a la película de Sean Durkin Martha Marcy May Marlene.
Martha Marcy May Marlene es a la vez un cuento de terror, un drama psicológico y la más sofocante aproximación a Hitchcock a través de Haneke del cine reciente. Dicho así suena tremendo y, en efecto, es tremendo. Tremebundo incluso. Una mujer aterriza en la casa ordenadamente burguesa, ordenadamente moderna y ordenadamente ordenada de un familiar huyendo de no se sabe qué extraño lugar. Poco a poco, a través de las rendijas de la memoria que deja ver un relato fracturado, adivinamos un pasado de auténtico terror. La joven, interpretada por una deslumbrante Elizabeth Olsen, ha estado viviendo años en una especie de comuna, digamos, hippy. Eso o algo mucho peor.
El acierto del debutante Durkin consiste en dibujar con precisión todo lo turbador que puede haber en eso que consideramos una vida normal. Si a Hitchcock le atraía la posibilidad de incluir a un tipo gris en un acontecimiento extraordinario; si a Haneke le puede siempre la necesidad de incrustar el horror en el más intrascendente de nuestros actos; a Durkin le seduce la idea de juntar las dos, digamos, líneas de pensamiento oscuro. Y así, de sus manos surge en una especie de brutal fábula para el desasosiego.
De repente, la bucólica vida de unos tipos empeñados en construir una sociedad tan hippy como nueva, al margen de reglas y sin la más mínima preocupación por el IPC, no es más que el reflejo pálido de una pesadilla; la pesadilla de cada día de cualquiera de nosotros. La película, narrada a destellos sincopados, acierta a describir dos formas de entender la existencia completamente diferentes y, sin embargo, algo diría que profundamente idénticas.
Y de este modo, Martha Marcy May Marlene se eleva poco a poco como la perfecta metáfora de una vida (cualquiera de las posibles) condenada al horror; a un horror, por cotidiano y banal, sencillamente insoportable. Y ahí estamos todos, nos pongamos como nos pongamos.
Conmueve por turbia; incomoda por perfectamente posible. Pruebe a acariciar la panza de un pez muerto. Tan viscoso tan frío tan real.
A su lado, en un fantástico programa doble, se podría añadir Take Shelter, la más brillante de las propuestas que en este momento ocupa la cartelera. Mucho más allá que el trabajo de Durkin, la cinta consigue una radiografía precisa y violenta de ese estado de ánimo que los periódicos dan en llamar crisis, mezclando géneros (el thriller, el drama y el terror sobrenatural), estratos y miedos para modelar con nitidez la pasta de nuestras peores pesadillas. Pesadillas de hoy, se entiende.
En Captain Fantastic, Ben es un hombre que ha pasado diez años viviendo en los remotos bosques situados al noroeste del Pacífico criando a sus seis hijos. Sin embargo, las circunstancias hacen que tal peculiar familia deba abandonar su modo de vida en la naturaleza y volver a la civilización. Asimilar su nueva situación y adaptarse de nuevo a la sociedad moderna no les va a resultar nada sencillo.
Mejor Director Un Certain Regard Festival de Cannes 2016
He aquí una de esas pequeñas películas nacidas para encandilar, en perfecta comunión, a crítica y público. Esas de las que resulta prácticamente imposible escapar a su poder de seducción y no caer rendidos a sus pies, gracias a su desbordante combinación de frescura y emotividad. Los galardones obtenidos por Captain Fantastic han puesto en el punto de mira a una cinta que sigue la tradición cinematográfica de familias disfuncionales como las de Little Miss Sunshine, tan excéntricas, imperfectas y cargadas de conflictos internos como, a la hora de la verdad, unidas como las que más ante las adversidades y los más kamikazes objetivos. Sin embargo, la propuesta que nos presenta Ross eleva el listón de la ambición sobre otros ejercicios similares, poniendo sobre la mesa un buen puñado de temas de reflexión y debate –no exentos de polémica a pesar del tono amable de Captain Fantastic – a través de una fábula utópica con reminiscencias de Lord of the Flies, de William Golding, que hace una abierta crítica a la sociedad capitalista actual, al consumismo e, incluso, a las religiones organizadas, con la cristiana como principal objetivo de sus dardos).
Un Viggo Mortensen en inmejorable forma interpretativa se pone en la piel de Ben, el cabeza de familia que ha construido un hogar en medio de los bosques situados al noroeste del Pacífico para criar a sus seis hijos (de edades comprendidas entre los 5 y 20 años) al margen de la civilización, protegiéndoles de un mundo que ha evolucionado demasiado rápido, dando tanta prioridad al materialismo, la televisión, la comida basura y tantos lujos y comodidades idiotizantes que se ha olvidado de lo que en verdad importa: desarrollar el cuerpo, la mente y el espíritu. Desprovistos de electricidad, teléfonos móviles o agua corriente, este grupo de personas se alimenta de lo que ellos mismos cazan o cultivan en sus propias tierras, realizan durísimos entrenamientos físicos que han convertido a los niños en auténticos atletas de élite, pero, sobre todo, pasan las horas muertas estudiando (y debatiendo) sobre historia, filosofía, arte o cualquier tema que pueda contribuir a fomentar sus propias ideas sobre el mundo. Ningún tema es tabú –especialmente chocante resulta la facilidad con la que el patriarca habla de sexualidad o sobre el suicidio de su esposa bipolar con sus hijos, de igual a igual– y, en ocasiones, el carácter disciplinario y algo severo de Ben no conoce límites a la hora de poner la integridad física de sus vástagos en serio peligro, en su afán por hacer de ellos unos seres independientes y fuertes. Pero este modo de vida se verá cuestionado cuando la familia tenga que desplazarse a la ciudad para resolver unos asuntos personales, y se tope de bruces con una sociedad que les ve como bichos raros. Captain Fantastic dedica su primer (excelente) acto a mostrarnos el asilvestrado día a día de los protagonistas en los bosques, una dura rutina dedicada al constante crecimiento personal, intelectual y espiritual, pero en la que son felices y no tienen tiempo para extrañar ninguna de las presuntas ventajas de la sociedad exterior a su burbuja, para, a continuación, enfrentarlos de bruces a la modernidad, con todos los ingredientes propios de este tipo de productos indies –fortuitos despertares sexuales (con una percepción demasiado romántica del tema por parte del hijo mayor, encarnado por un estupendo George MacKay, contrapuesta al sentido práctico de su novieta ocasional, mucho más experimentada en estos menesteres), abuelos que se oponen a la educación autodidacta que reciben los nietos y quieren hacerse con su tutela por considerar contraproducente la influencia de Ben, al que consideran culpable del dramático final de su hija, una abogada que, de la noche a la mañana, lo abandonó todo para vivir en armonía con la naturaleza–, siendo la esta segunda parte bastante más convencional, sin abandonar del todo sus apuntes críticos.
Captain Fantastic hace verdaderos equilibrios entre la comedia y el drama, consiguiendo que el resultado final no se resienta en absoluto. Si Mortensen está soberbio en un complicado personaje que despierta en el espectador todo tipo de sentimientos contradictorios (a veces empatizamos con su maravilloso idealismo y otras cuestionamos algunos de sus comportamientos), no menos acertados está ese grupo de jóvenes actores que interpretan a los hijos, todo un prodigio de naturalidad, a pesar de tener que enfrentarse a recitar unos diálogos que poco tienen que ver con sus edades. Muy divertidas son las escasas escenas que estos comparten con sus primos, unos adolescentes obsesionados con los videojuegos y con serias carencias de cultura general, que chocan con la inteligencia de unos chicos que prefieren dialogar sobre la Lolita de Nabokov o celebrar el día de Noam Chomsky antes que la Navidad. Sin embargo, a la hora de la verdad, el guion de Ross prefiere jugar a la carta de la normalización, llegando a la conclusión de que los extremos nunca son buenos y que los hijos de Ben solo conocen el mundo en la teoría, a través de las páginas de los libros, y la realidad es bien distinta en la práctica, lo que les convierte en más frágiles y dependientes de la figura paterna de lo que este pretendía inculcarles. Esta tierra de nadie en donde ningún personaje tiene toda la razón y donde ni los buenos son tan buenos ni los malos lo son tanto –se entiende la postura de los abuelos encarnados por un notable Frank Langella y Ann Dowd, pese a su papel antagónico en la trama–, hace que Captain Fantastic pierda parte de la fuerza y valentía de su anárquico discurso inicial, pero que en absoluto opaca un trabajo de escritura exquisito, que dota a cada miembro del reparto infantil de gran identidad propia. Si a esto le añadimos una preciosista puesta en escena (la fotografía de Stéphane Fontaine es excepcional, sobre todo a la hora de sacar todo el partido a los espectaculares paisajes naturales) y una banda sonora muy New Age que acompaña a la perfección a su amalgama de agridulces sentimientos, este particular grupo de hippies modernos de estrambóticos, coloristas ropajes (aunque como más cómodos están es mostrando su desnudez con pasmosa naturalidad) y actitud bastante fuera de lugar, entregados al objetivo de convertirse en unos nuevos reyes filósofos de la República de Platón, ya se han ganado un hueco de honor entre los personajes más originales y encantadores de la cosecha de 2016.
En The Innocents, una puritana institutriz es contratada para hacerse cargo de la educación de dos niños huérfanos que viven en una apartada mansión rural. Pronto empieza a sospechar que los antiguos criados, muertos hace tiempo, ejercen todavía una perniciosa influencia en la vida de los niños. La película se basa en la novela de Henry James, Otra vuelta de tuerca.
Una buena historia, una atmósfera malsana, unos niños demasiado misteriosos y una Deborah Kerr espléndida en su papel de institutriz remilgada. ¿Qué tendrá The Innocents para seguir inquietando a todo aquel que la ve? El clásico Otra Vuelta de Tuerca ha sido adaptado al cine en numerosas ocasiones y hay influencias de la obra de Henry James en títulos tan taquilleros como Los Otros de Alejandro Amenábar. Sin embargo, a mucha distancia en cuanto a calidad se refiere, se encuentra esta obra maestra de Jack Clayton. En ella, una institutriz puritana y amante de los niños (Deborah Kerr), se traslada a una mansión victoriana para cuidar de Flora y Miles, dos hermanos huérfanos.
Estos dos angelitos (brillantemente interpretados por Martin Stephens y Pamela Franklin) son los inocentes de este relato fantasmal, aquellos a los que la puritana institutriz (un antecedente del personaje de Nicole Kidman en Los Otros) querrá sobreproteger a toda costa. Pero una de las riquezas de The Innocents es su guion (en el que por cierto colaboró Truman Capote), un texto inteligente, ambiguo y con referencias sutiles a temas como el sexo o el fanatismo religioso. Es por ello, que para el espectador no será nada fácil, juzgar la inocencia o maldad de estos dos pequeños.
De gran lirismo y belleza (atención a la fotografía de Freddie Francis y a la elegante puesta en escena) el film es puro terror psicológico, y precursor de un sinfín de películas en donde una casa es el supuesto eje de acontecimientos sobrenaturales. Mención especial para el papel que compone la actriz escocesa Deborah Kerr. Una de las últimas estrellas que se permitió el lujo de saber actuar, ofrece aquí un recital interpretativo lleno de matices.
Más de cincuenta años después de su estreno, Clayton imparte en The Innocents una lección magistral de cómo atemorizarnos. (María José Agudo – CineEnConserva.com)
En Le Nouveau, Benoit es un chico de catorce años que ha dejado el campo para mudarse a París. Su primer día en el colegio resulta ser más difícil de lo que esperaba, y pronto se siente aislado. Hasta que un día, Johanna, una nueva compañera sueca, llega a la clase. Benoit decide organizar una fiesta en casa, pero solo aparecen tres personas… tres losers, Aglaée, Red Head y Constantin. Contra todo pronóstico, pasan una noche fantástica juntos. Pero cuando finalmente es aceptado por la pandilla de clase alta, abandona a sus tres amigos para convertirse en popular.
Premio Nuevos Directores Festival de San Sebastián 2015
Es ya un clásico comentario tanto de los festivales de cine como de las entregas de premios a las mejores películas del año (sean Oscars, Césars, Goya o, ejem, Premios Sur) que las comedias nunca son valoradas lo suficiente, que no son consideradas para ese tipo de galardones, como si sus méritos nunca estuvieran a la altura de los de los dramas. Pasa algo similar con el cine de género, pero con las comedias en aún más fuerte. Son pocas, poquísimas, las que son premiadas como lo merecen y menos aún en festivales de cine. No es solo por eso, claro, que con el jurado en el que estuve aquí en San Sebastián decidimos premiar Le Nouveau, del francés Rudi Rosenberg, pero era un elemento agregado que hacía que premiarla fuera aún más disfrutable. Como la película…
En una competencia que tuvo, como definimos en nuestras discusiones, “varios cuentos bastante bien contados” y películas bastante sólidas desde lo narrativo, pero que no se definió por la experimentación formal ni nada parecido –una debilidad de una sección que se llama Nuevos Directores–, Le Nouveau se destacó claramente por su alegría, generosidad, efervescencia y, sí, su frescura. Varios de estos términos han sido usados hasta el cansancio para definir las comedias, pero en este caso le sientan increíblemente bien. Se trata de una high school comedy acerca del típico chico nuevo que llega a una escuela y al que nadie le presta atención y que empieza a armar un grupo de pertenencia con otros “descastados” del colegio.
El espíritu de John Hughes y del primer Judd Apatow sobrevuela esta historia de Benoit, un chico tímido de 13 años que llega de una ciudad de provincia y tiene que empezar una nueva escuela en París en la que, literalmente, nadie le presta el mínimo de atención. De hecho, cuando alguno lo hace es finalmente para aprovecharse de él, como es el caso de los clásicos “chicos populares” de colegio que en esta ocasión no son terriblemente densos sino apenas un tanto “cancheros”, molestos e irritantes. Una de las grandes decisiones de la película es que los problemas de Benoit nunca son excesivamente tremendos, sino los clásicos inconvenientes de ser “el nuevo del colegio”, que debe encontrar su lugar en el “ecosistema”.
Para llegar a eso –y tras un desengaño amoroso con una chica también nueva que llega al colegio desde Suecia– Benoit termina conociendo a otros personajes, igualmente descastados como él, con los que de a poco va formando una suerte de comunidad o familia sustituta, con la que encuentra su lugar en el mundo. El grupito de amigos incluye al bizarro Joshua, al supernerd Constantin y a una chica con una dificultad física, Aglaee, que es casi la voz cantante de la banda. Su tío –otro loser ya más grande que ve TV y juega a los videogames todo el día, de esos que uno ve en las posteriores películas de Apatow–, completa por momentos el batallón de amigos que encuentran uno en otro algo parecido a un lugar de pertenencia y de felicidad compartida.
Y la película transmite y contagia esa felicidad: el humor es constante e ingenioso (muy alejado del humor más bien básico que muchas veces tiene la comedia francesa), los personajes son queribles a más no poder, las escenas funcionan todas con un timing propio de un profesional en la materia (es su primera película: Rosenberg es actor) y hay momentos musicales de lo más divertidos que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Sí, es cierto que Le Nouveau no representa una “nueva búsqueda” en la materia y que, en cierto sentido, es una aplicación perfecta, en Europa, de un tipo de comedia que en Estados Unidos se viene haciendo muy bien en las últimas décadas, pero lo novedoso dentro de la competencia era que ese tipo de filmes sí son originales en ese contexto, mucho más que la mayoría de los filmes que participaban allí.
Al margen de premios y aceptación del público, el filme de Rosenberg es de una ternura que desarma, de esas películas que seguramente alguno querrá hacer una remake pero le será difícil, ya que esos chicos, con esas particularidades y ese perfecto beat cómico que el filme tiene de principio a fin, no es fácil de copiar, repetir o imitar. Le Nouveau es la película perfecta para cualquier chico o adolescente que cambió (o cambiará) de colegio o de ciudad, que no se sintió cómodo fácilmente entre los nuevos amigos y que se vio enfrentado a situaciones complicadas en su adolescencia. Pero más que nada es una película sobre la amistad, una celebración de ese lazo que nos ayuda –entonces y después también– a hacer nuestras vidas un poco menos complicadas y mucho más disfrutables… (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
Cuando el director Peter Jackson descubre un escondrijo repleto de antiguas películas de nitrato en el cobertizo de una vecina. Inmediatamente se da cuenta de que tiene ante sí «la más extraordinaria colección de películas que jamás ha existido». Así comienza Forgotten Silver, esta pérfidamente divertida y aún así del todo creíble película que pone al descubierto la vida de Colin McKenzie, pionero del cine de la Nueva Zelanda de principios del Siglo XX que inventó las cámaras de cine, la película en color, el sonido sincronizado, el travelling y otras importantes técnicas cinematográficas antes que D.W. Griffith y los hermanos Lumiere. Su epopeya bíblica ‘Salomón’, para la que recreó la antigua Jerusalén en la jungla de Nueva Zelanda, es al fin reconocida como una obra maestra del cine en este «cautivador e hilarante paseo directo al corazón del amor por el cine».
En La invención de Hugo Cabret de Brian Selznick, uno de las mejores libros de (o sobre) cine de los últimos años, el protagonista descubre que el malhumorado anciano que regenta la juguetería de la estación parisina en la que vive dirigía hace tiempo fascinantes películas ahora olvidadas sobre magos que hacían desaparecer damas, hombres bigotudos con cabezas gigantes y viajes a la luna. Su nombre es George Mélies. En Forgotten Silver,Peter Jackson también se topa por casualidad con un pionero del cine cuyos prematuros inventos y excepcional obra habían quedado hasta ese momento, en 1995, enterrados. Colin McKenzie es el nombre de ese cineasta neozelandés cuya azarosa vida, fascinante legado y trágica muerte y olvido van desenterrando los directores en el transcurso de este falso documental con el que rindieron homenaje al cinematógrafo en su centenario.
Se puede decir que Forgotten Silver es una película de culto no tanto por su contenido –divertido a veces, otras delicioso, excesivo en alguna parte- y maneras -similares a las de otros fakes-, como por el fenómeno que se generó a su alrededor el día de su estreno en la televisión neozelandesa. Como aquella dramatización radiofónica que el 30 de octubre de 1938 hizo Orson Welles de La Guerra de los Mundos de H.G. Wells, parece ser que una parte significativa de la audiencia kiwi que ese día vio la televisión tomó por ciertas las imágenes y testimonios que documentaban que aquel desconocido compatriota era el verdadero inventor del sonoro, de la imagen en color y que, incluso, fue quien grabó el primer vuelo tripulado con éxito nueve meses antes del hasta entonces reconocido como hito. La cosa fue tal que al día siguiente los directores se vieron obligados a aclarar en televisión que, aunque aquello tenía forma de documental, su contenido era totalmente inventado, que el McKenzie de las fotos era un actor y que las imágenes que supuestamente había rodado en realidad las había dirigido y manipulado Jackson. Tras la confesión, se generó una polémica en la calle y en los medios, a propósito de lo cual: uno no puede evitar la sospecha en torno a lo relacionado con un falso documental como éste y sentir cierta inquietud ante la posibilidad de que su consiguiente mito también forme parte de la trampa orquestada por Jackson y Botes en la que, igual, uno está cayendo años después.
El caso invita también a hacerse otro tipo de preguntas, quizás propias del diván de un psiquiatra, en busca de la razón que explique por qué un falso documental se cree y otro no. Sin obviar la importancia del contexto Forgotten Silver se emitió en un espacio de ficción- y la mayor o menor eficacia del engaño, ¿qué dice de la sociedad que se lo cree, sobre sus miedos y anhelos colectivos más o menos amaestrados? Así, la histeria colectiva que provocó Welles seguramente no hubiese sido posible sin el abono que mantenía a la sociedad estadounidense alerta a una posible de destrucción global (financiera, pronto atómica y/o extraterrestre). Se podría pensar que la credulidad ante la historia de Colin McKenzie se explique en parte por las ganas de mayor relevancia de un pueblo como el neozelandés, periférico en más de un sentido.
Abandonando las especulaciones psicoanalíticas y volviendo al cine, llama la atención cómo Forgotten Silver encaja en la filmografía del director de la trilogía de The Lord of the Rings y King Kong. Aunque emplee los recursos más clásicos del documental de televisión –narrador, imágenes de archivo, recortes de prensa, rotulación, testimonios (la segunda mujer de McKenzei y supuesta vecina de la abuela de Jackson), entrevistas a conocidos expertos (el historiador Leonard Maltin, Harvey Weinstein, el actor Sam Neill)…-, lo hace para contar lo que no es otra cosa que una película de aventuras a la que no le falta ningún elemento. Por un lado, en la azarosa vida de ese héroe excepcional y visionario se mezcla (hasta el exceso) amor, tragedia, aventura, humor y política. Por otro, la película muestra la expedición en la que se embarcan los directores y que les lleva a adentrarse en la selva en busca del legado más mitológico y literalmente enterrado de su protagonista, la llamada Ciudad Perdida, el faraónico decorado que McKenzie habría construido para su obra más ambiciosa: la adaptación cinematográfica del mito de Salomé cuya versión final nadie ha visto. Al final, aunque con forma de documental, lo que el espectador contempla es una película que no se aleja tanto del descubrimiento de King Kong, de las búsquedas de Indiana Jones o de las peripecias de cualquier otro héroe que, cual Fitzcarraldo, no se frena ante nada ni nadie.
A ese aire mitológico contribuyen las imágenes supuestamente rodadas por McKenzie. Aunque lejos de la poética de aquel otro falso documental en torno a una cámara que es Tren de sombras, como la película de José Luis Guerín algunos momentos de Forgotten Silver se empapan del poder evocador de la imagen gastada y en movimiento, insinuada hasta convertir a las personas que allí aparecen en fantasmas, como en ese plano final de McKenzie retratándose a sí mismo con una pequeña sonrisa de satisfacción que podría estar dirigida a la posteridad o al espectador crédulo. Y es que, si en la “invención” de fábula de Selznick mencionada al comenzar esta reseña se cuela la “verdadera historia” de Mélies, en la “verdadera historia” de Colin McKenzie todo es “invención”. Que nadie se lleve a engaño, aunque en su forma sea un (falso) documental, Forgotten Silveres una de aventuras.
En Anatomy of a Murder, Frederick Manion, un teniente del ejército, asesina fríamente al presunto violador de su mujer. Ella contrata como abogado defensor a Paul Biegler, un honrado hombre de leyes. Durante el juicio se reflejarán todo tipo de emociones y pasiones, desde los celos a la rabia. Uno de los dramas judiciales más famosos de la historia del cine.
Otto Preminger ya era un reconocido y consagrado cineasta para fines de los ’50 cuando se embarco en un proyecto polémico por tocar temas en pantallas explícitos en su temática sexual como nunca antes, a la vez que hacer una minuciosa critica incisiva, mordaz e inteligente al sistema jurídico norteamericano. El crimen en cuestión que remite al titulo del film es abordado en las instancias de un juicio, donde sus diversos personajes protagonistas y las circunstancias que se suceden dejan al descubierto un mensaje fuerte, amargo y real.Anatomy of a Murder forma parte del subgénero de juicios. A contramano del thriller judicial más convencional, a Preminger no le interesa en caso en sí y sus recovecos. El autor austriaco nos seduce analizando el crimen, pero finalmente se centra en sus personajes y la dudosa moralidad de estos, adentrándose en sus mundos y sus motivaciones. El guión de la película omite las escenas privadas del asesinato y se centra en las etapas del juicio. En el enfoque sobre la temática general del film es novedoso y hasta escandaloso para la época. Las figuras principales tanto como secundarias de la película están muy bien tratadas en la comprensión de sus conductas que deja al descubierto el maniobrar en los estrados de los juicios, en su más descarada expresión.
Otto Preminger no juzga a sus personajes ni elucubra ningún tipo hipótesis acerca de la conducta ética sobre lo que narra y en la dualidad que respira el film teje su mayor virtud. No hay victimas ni victimarios, culpables ni inocentes. Nada es absoluto y la moral se ajusta a las circunstancias. Se exponen los hechos de forma cruel y cotidiana. Con inteligencia y un manejo del lenguaje cinematográfico envidiable aborda temáticas universales conflictivas para el hombre. El dilema moral que despierta la fina línea que separa la verdad de la mentira ha sido a lo largo de la historia un laberinto humano insoslayable. Dueña de un realismo descarnado, defendiendo lo indefendible: el ser humano es desnudado en sus intenciones y las consecuencias son devastadoras para todos: la mujer será castigada, el asesino puesto libre, el abogado no se saldrá con la suya y la justicia habrá sido burlada de la forma más desvergonzada.
La dirección que plantea Preminger en Anatomy of a Murderse distingue por completo de la que por aquellos años ponía de moda Sidney Lumet, un autentico experimentado en dirigir películas de temáticas de thriller judicial. Tomando distancia de la febril y fervorosa Twelve Angry Men, este film se propone mediante un método menos teatral y artificioso, pero más recatado y natural, mostrar de manera implacable un sistema judicial evidenciado en sus propias fallas. Desde el sorprendente montaje, la cuidada fotografía en blanco y negro hasta la exquisita banda sonora de jazz que adorna el relato, prueba que Premingter era un adelantado a su época.
El reparto lo encabezan figuras de lujo indiscutido: James Stewart, Arthuer O’Connell, George C. Scott, Ben Gazzara y Lee Ramick son un seleccionado con el que cualquier director desearía contar. Para James Stewart este representa un protagónico en las antípodas de su usual perfil bondadoso, humano y justo personificando al ciudadano norteamericano ideal.
Otto Preminger fue uno de los grandes realizadores del cine norteamericano. Europeo de origen, su mayor hito en Hollywood fue dirigir Laura (1944), obra cumbre del drama policial. Una década y media después se despachó con este thriller clasico referente, de su filmografía que hoy medio siglo después no ha perdido vigencia. Un perfecto ejemplo de un cineasta rotundo, preciso e incontrastable. (Maximiliano Curcio – EnClaveDeCine.com)
En Comoara, Costi es un joven padre de familia que vive en Bucarest. Le gusta leer las aventuras de Robin Hood a su hijo de 6 años por la noche, para que se duerma. Un día, su vecino le comenta que está seguro de que hay un tesoro enterrado en el jardín de sus abuelos. Si Costi le ayuda alquilando un detector de metales y acompañándole, compartirá el tesoro con él. Inicialmente escéptico, y a pesar de todos los obstáculos, Costi se deja llevar por la aventura…
El motivo narrativo de la búsqueda del tesoro es de esos que, al instante, nos despierta la intuición de un arco argumental prototípico. No en vano, se pliega con especial comodidad a la estructura de planteamiento, nudo y desenlace que nuestro canon occidental nos ha hecho interiorizar hasta convertirla en un acto reflejo de expectativa. La búsqueda del tesoro es un viaje que tiene su propuesta inicial, sus preparativos, su desplazamiento y su consumación, punteados por los diversos obstáculos que surgen en ese camino y que le dan su componente aventurero. Ya dependiendo de la iconografía específica que se le añada y la lectura sobre el espíritu humano que subyazca, las variaciones a partir de ese esquema pueden ser amplísimas. Del amor inequívoco por lo heroico de La Isla del Tesoro a esa celebración de lo antiheroíco que es The Treasure of Sierra Madre. Ahora bien, lo que define en última instancia a este motivo narrativo tan atávico es la voluntad personal hacia ese tesoro como elemento catalizador de todo lo demás. Algo a lo que no es ajena Comoara, como se puede deducir de un título tan esencialista. Porumboiu hila su trama a partir de la relación que se crea entre Adrian y Costi, dos vecinos de un edificio anodino en Bucarest, cuando el primero pide prestado dinero y su ayuda al segundo para poder financiar la búsqueda de un tesoro que su abuelo, tras la proclamación de la república popular, enterró en la antigua casa familiar para ocultarlo antes de que los comunistas expropiaran la parcela.
Porumboiu no sólo se amolda a este carácter catalizador del tesoro, sino que además realiza un ejercicio de estricta sumisión al esquema que hemos adelantado. Tras el mencionado planteamiento, surge la planificación, los primeros impedimentos previos al desplazamiento, el viaje en sí mismo, la búsqueda sobre el terreno, el resultado y un obstáculo final antes de consumar el desenlace. Y sin embargo, Comoara resulta un ejercicio de originalidad radical. ¿Qué hace posible esta aparente paradoja? Pues, precisamente, esta adscripción tan meticulosa a lo estructural de su narración. Porque el cineasta, y he aquí la importancia de la iconografía escogida, encuadra su argumento de peripecias a la caza de fortuna en un escenario tan poco propicio para el mismo como la Rumanía sumida en una época de “posts”. Post-industrialismo, en el que la tecnología ha ido supliendo a la acción humana pura y reduciendo la capacidad de actuación del hombre en autonomía. Post-utopismo, en el que el fervor revolucionario (explicitado en ese pasado comunista de Rumanía que es el origen de la existencia del mismo tesoro) ha dejado paso al desengaño y la consecuente pasividad vital ante una burocracia inexpugnable, consagrada a proteger a sus ciudadanos de sus propios desmadres idealistas. Contados bajo la perspectiva de un postmodernismo cuya influencia en la cinta que nos ocupa muy es reconocible en esa preocupación por la reflexión sobre las formas de narrar más que por la narración en sí misma.
Vayamos por partes. El componente post-industrial de la identidad estética de Comoara es el que permite gran parte de su relectura de las iconografías tradicionales asociadas a la búsqueda del tesoro. Así, no existe un mapa secreto en el que la “x” marque el lugar donde excavar. El único elemento de guía a este respecto es el “tom-tom” del coche de Costi, cuya presencia vulgarizadora subraya Porumboiu mediante una serie de planos recurrentes desde el interior del vehículo a oscuras. Esto es, el componente romántico de exclusividad del mapa de toda la vida queda sustituido por un aparato impersonal al alcance de cualquiera que quiera llegar a su destino por la vía más eficiente. Lo mismo sucede con las famosas pistas que se solían imprimir en el reverso de esos mapas. En su lugar, tenemos un detector de metales que los buscadores emplean sobre el terreno para rastrearlo, con la cadencia irritante de sus pitidos y, de nuevo, una recurrencia a planos detalle del cabezal del aparato batiendo de forma monótona el terreno mientras los aventureros se dedican a una poco glamurosa espera entre pasitos impacientes y cigarrillos fumados con desgana. Porumboiu incide en esto dedicando varios planos a recrear las pantallas de los aparatos electrónicos (mapas topográficos obtenidos por el detector o las cuentas de una calculadora). Incluso las “joyas” del propio tesoro desvelan su carácter de piezas de fabricación uniforme, desapasionadas y de valor meramente virtual. La iconografía tradicional de este género de aventuras, por tanto, se ve reemplazada por objetos propios del actual imperio de la electrónica y la producción en masa
En cuanto al post-utopismo del que hablábamos, éste se hace presente sobre todo en su condición de fuente de los obstáculos que amenazan la empresa de Adrian y Costi: el sistema como ente impersonal que ya no aspira (como sucedió con esas revoluciones pasadas devenidas en totalitarismos) a un diseño impuesto de la felicidad humana, sino a prefijar un camino con límites estrechos que garanticen una cierta doma de los excesos pasionales en sentido político. La misma selección de escenarios del comienzo de Comoara no puede ser más expresiva al respecto de estos límites invisibles. El interior de un coche varado en un atasco, el lúgubre apartamento de Costi y su familia, y la oficina donde este último trabaja. Paredes de blanco grisáceo, luces lacónicas, pilas de archivadores monótonos. Más allá de lo visual, connotan que el principal impedimento para llevar a cabo la búsqueda estriba en que los protagonistas están demasiado limitados por la necesidad inmediata de sacar adelante sus humildes vidas. Trabajo y una familia a la que alimentar con poco más que lo puesto. El camino prefijado. En relación con esto, se da cabida a una de las constantes del cine de Porumboiu: los rigores del lenguaje oficializado, la suave asfixia ejercida por la preeminencia de la Ley como forma de cerrar los confines de ese camino. Una burocracia a la que podríamos llamar kafkiana si no fuese porque es demasiado perezosa hasta para tener un adjetivo y demasiado cotidiana como para volverse novelesca. Por ejemplo, los dos buscadores se enfrentan al hecho de que una ley rumana establece que todo tesoro encontrado datado antes de la Segunda Guerra Mundial se considera patrimonio nacional, y por tanto debe ser entregado a la protección del Estado. Lo que les permite salvar ese escollo es la aparición de un pequeño elemento de picaresca, esa consecuencia inevitable del exceso de burocracia: Cornel, un buscador de metales que acepta trabajar para ellos bajo cuerda. Pero la idea de fondo es que esa Ley como elemento limitador está siempre ahí, ejerciendo una presión omnisciente sobre sus súbditos para que se dejen de aventuras idealistas y no se desvíen de sus obligaciones cotidianas.
Por último, Porumboiu descubre sus rasgos postmodernos en el ejercicio metaficcional que Comoara termina por plantear. Al someter con tanto rigor su relato a una estructura narrativa tan tradicional de “caza del tesoro” pero a la vez despojarlo de significantes que le puedan conferir su carácter romántico, lo que queda es un argumento de procedimientos desnudos que se suceden con frialdad. Esto es, una estructura que llama la atención sobre sí misma y que, al permitir la comparación de sus mecanismos con los comportamientos de sus personajes, propone una observación muy aguda de un ecosistema particular (aunque con resonancias más trascendentes) como la Rumanía actual. Una lectura social que nos empuja a observar con perplejidad lo absurdo de esta retórica del procedimiento. He aquí una palabra clave. Porque lo que, en el fondo, está dibujando el cineasta es un estado de la política en el que el fin de los ideales (el post-utopismo, recordemos) ha dejado paso a la inflación de los procedimientos vacíos. La única presencia palpable de los mecanismos burocráticos que muestra el guion es la aparición de la policía que marca uno de sus puntos de giro (ese obstáculo final previo al desenlace que mencionábamos antes). El comportamiento de los agentes resulta cómico porque, pese a lo evidente que es el caso al que se enfrentan (y que no queremos desvelar aquí), insisten en ceñirse a la cadena de mando y consultar a sus superiores. Es, en fin, la sacralización del procedimiento que ha derivado de la creación de un sistema legal diseñado para protegernos de nosotros mismos.
Con todo, más allá de la mordacidad con la que Porumboiu observa este inmenso absurdo deshumanizado y burocratizado, Comoara tiene un componente de ternura que termina por redondear la película. Está en la dignificación que se realiza de la figura de Costi, que pese a lo anodino del contexto en el que se le inscribe, está trazado como una figura heroica capriana. Se muestra como un tipo que respeta con escrúpulo la ley, que trata de enseñar a su hijo a defenderse sin recurrir a la violencia, que es incapaz de mentir (hay una escena deliciosa con el jefe de su oficina a este respecto) y que cita a Robin Hood primero con sus palabras (en el cuento que lee a su hijo) y finalmente con sus actos. Además, su actitud es la única que deja abierta una puerta al romanticismo tradicional de las historias de tesoros, al dejarse llevar por una conexión con el mayor resquicio de pensamiento mágico que queda en este mundo de “posts”: la infancia. El hijo de Costi es el único de los personajes incapaz de claudicar su visión fantástica del mundo ante la lógica de la realidad, y por tanto el único capaz de dotar a ese tesoro impersonal de un carácter seductor con la mera fuerza de su convicción. Esta permeación de Comoara, leve pero esperanzada, al candor infantil se hace incluso visual. El único escenario que rompe con la monotonía de los interiores lúgubres que señalábamos es un colorido parque de toboganes en el que juegan los niños del barrio, y al que Porumboiu regresa para cerrar la historia alzando su vuelo, tanto en sentido figurado como literal, mediante un bello plano de grúa. Con lo que, con esta toma de aire final, Comoara es también legible como una celebración de la libertad que brota, pese las inclemencias, del interior de algunos pequeños héroes de lo ordinario. (Miguel Muñoz Garnica – ElAntepenúltimoMohicano.com)
En Elle, Michèle, es una exitosa ejecutiva de una empresa de videojuegos, que busca venganza tras ser asaltada de forma violenta en su propia casa por un intruso.
Si uno resumiera la trama de Elle la nueva película de Paul Verhoeven protagonizada por Isabelle Huppert, como un thriller sobre una mujer que es violada, confundiría por completo al espectador, le haría imaginar una película que no es. Sí, Huppert encarna a Michèle, una mujer que en la primera escena del filme es brutalmente violada por un hombre encapuchado, pero lo que sucede de ahí en adelante hace girar sobre su eje todos los conceptos prestablecidos. Especialmente, los de la corrección política.
Michèle es la dueña de una empresa de videogames especializada en juegos violentos, muchos de los cuáles incluyen fantasías eróticas agresivas. Y ella misma es una persona que lleva su sexualidad sin tapujos ni miedos ni timideces. Tiene de amante al marido de su mejor amiga, coquetea con quien se le cruza y no tiene problemas en hacerse cargo de sus fantasías sexuales. Es por eso que cuando es violada trata de hacer como si nada pasara: no hace la denuncia, no se lo cuenta a nadie, sigue como si tal cosa. Solo de noche la agarran pesadillas y fantasías de venganza. En un momento decide contárselo a su ex marido, su amiga y su amante y ellos insisten en que hay que hacer la denuncia. Pero ella no quiere.
Además, Michèle tiene un pasado difícil. Cuando era niña su padre cometió una serie de salvajes crímenes por los que está en la cárcel de por vida, pero ella vivió en carne propia la vergüenza y la venganza de los que sufrieron las consecuencias. No visita a su padre, pero no se descarta que el agresor venga por ahí (no revolver ese pasado públicamente es otro de los motivos que la hacen no denunciar al violador). O tal vez el agresor sea uno de sus empleados, con los que no se lleva del todo bien. Otros personajes de la trama son su hijo –un ex drogadicto que está tratando de recuperarse, está en pareja con una mujer insoportable y trabaja en una casa de comidas rápidas– y unos vecinos que viven enfrente de su casa y que, a diferencia de ellas, son religiosos y muy “correctos” en todo.
Si todo esto suena como un thriller oscurísimo, por la forma en la que Verhoeven lo presenta no lo es. Elle funciona, casi, como una comedia perversa con elementos de thriller, donde se juega con los límites de lo que está permitido y lo que no, lo que es fantasía erótica y lo que es agresión, lo consensuado y lo que no lo está. La madre de Michèle tiene un amante/taxi boy y a ella la situación la abochorna, pero no tiene problemas en masturbar a su amante en la oficina, desnudar a sus empleados o masturbarse ella misma viendo a sus vecinos ultramontanos. Michèle no es amable ni simpática ni muy querible, pero es 100% auténtica, un papel que parece hecho a la medida de Isabelle Huppert.
Buscar al violador es solo un elemento más de esta suerte de comedia sexual con tonalidades chabrolianas y, por ende, en una línea que la une al cine de Alfred Hitchcock y de Brian De Palma. A eso habría que agregar, tal vez por el tema y la forma, una obligada referencia a Roman Polanski. Pero a esta altura uno debería decir que es una obra “verhoeveniana”, ya que sus antecedentes más obvios son Basic Instinct, De Vierde Man y hasta Showgirls, su controvertida película de 1995. Como buen europeo (holandés, específicamente) este cineasta de 76 años no se toma el sexo de la manera en la que suelen hacerlo sus colegas hollywoodenses y si bien es claro que la situación que dispara la acción de Ellees una de violencia sexual, la mirada sobre el tema es por momentos lúdica, juguetona, de un modo que seguramente ofenderá a los dueños de la corrección política al uso.
No es que Verhoeven entienda o perdone la violación, pero no maneja la relación víctima/victimario de la manera habitual. Y cuando el agresor se conoce, lo que Michèle hace con él está muy lejos de parecerse a lo que se haría habitualmente en un thriller clásico y entra en un terreno, casi, de ver quién es más jugado y audaz que el otro en ciertas cosas. “La vergüenza no es una emoción lo suficientemente fuerte para que nos impida hacer las cosas que queremos”, dice Michèle en un momento. Y ése parece ser el mantra del filme: hasta dónde los personajes son capaces de llegar sin preocuparse por el qué dirán los demás, por los límites de la “decencia” en asuntos del tipo sexual y en otros también. Algunas personas lo manejan dentro de coordenadas más o menos aceptables dentro de ciertos contratos sociales (que Michèle tenga por amante al marido de su mejor amiga tampoco es del todo correcto, digamos), pero otros –como el violador o, en otro sentido, el propio padre de Michèle– pasan al lado prohibido de esas tentaciones. En ambos casos, de todos modos, hay potenciales víctimas y victimarios.
Lo interesante del cine de Verhoeven y de esta película en particular es que –a diferencia de otros autores europeos supuestamente audaces como Von Trier o Haneke–, Verhoeven se sale de la línea de la corrección política y provoca pero lo hace desde el humor, la ligereza y de cierta liviandad, comprendiendo a casi todas sus criaturas y no poniendo sobre ellas un dedo acusador de demiurgo que sabe cómo deberían ser las cosas. Los seres humanos, según Elle, son complejos, raros, con deseos curiosos y actitudes no del todo aceptables socialmente. Algunos, claro, son delincuentes. Pero la línea entre el bien y el mal –lo correcto o incorrecto, lo moral o lo inmoral– es más fina y sinuosa de lo que buena parte del cine nos quiere hacer creer. (Diego Lerer – Micropsia)
El Patrón, Radiografía de un Crimen, se enfoca en un hecho criminal real sobre un hombre rural que llega a Buenos Aires en busca de trabajo y termina explotado por un siniestro patrón que lo obliga a vender carne podrida y que lo somete a una verdadera esclavitud, en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires y en el siglo XXI.
Mejor Película, Mejor Actor y Mejor Actriz de Reparto Premios Cóndor de Plata 2016
Se recomienda no ir a ver esta película antes de ir a comer, especialmente si el plan incluye ir a una parrilla, digamos. Es tan fuerte la impresión que deja la manera en la que algunas carnicerías tratan su “material de trabajo” que uno sale del filme con ganas de volverse vegetariano. Si bien es muy probable que sean una minoría las carnicerías que venden, literalmente, “carne podrida” (disfrazada para que no se note con colorantes, productos químicos y otros que mejor ni nombrar), El Patrón, Radiografía de un Crimen, la primera película de ficción del hasta ahora documentalista Sebastián Schindel (Mundo Alas, Germán, Rerum Novarumy otras), deja una sensación de estar asistiendo a una revelación gastronómico/cultural de consecuencias imprevisibles. ¿Saldrá alguna asociación o gremio a disputar los hechos que narra el filme?
Difícil, porque se basa en un caso real, si bien sucedió hace ya bastantes años y el propio director aclaró en varias entrevistas que las cosas mejoraron bastante desde entonces. La película de Schindel es la historia de Hermiógenes, un muchacho de provincia (Santiago del Estero) que llega a Buenos Aires y empieza a trabajar en una carnicería de barrio. Luego pasa a estar a las órdenes de una especie de mafioso que maneja varias carnicerías y que, para ahorrar costos, trabaja con carne al límite de su vencimiento, o bien ya podrida, a la que “trampea” de las maneras más repulsivas, produciendo en algunos casos problemas con los clientes.
El filme se centrará en la relación del empleado (Joaquin Furriel, irreconocible) con su patrón (Luis Ziembrowski), quien le enseña los espantosos trucos del negocio pero que lo obliga a pasarse de ciertas rayas “morales” que el chico santiagueño no acepta. En medio de esto, otros problemas surgen con la mujer del personaje de Furriel (Mónica Lairana), que pasa a trabajar de empleada doméstica en lo de su patrón, lo cual suma otra serie de inconvenientes.
El Patrón, Radiografía de un Crimen es una combinación de drama con toques de thriller clásico, bien narrado y efectivo, que pone el acento no solo en la carne en sí (ese sería, digamos, su McGuffin narrativo) sino que utiliza esa situación como metáfora para hablar de cierta degradación ética y moral, y de cuáles son los límites que los personajes están dispuestos a atravesar para salir adelante económicamente. El acento está puesto además, especialmente, en la lógica patrón/empleado y en la por momentos sutil y por momentos violenta dominación psicológica que existe en el mercado del trabajo.
El filme pierde algunos puntos al final cuando la película entra en una segunda etapa narrativa que se viene gestando a lo largo del relato y que está centrada en un abogado que encarna Guillermo Pfening y que defiende a Hermiógenes del crimen al que hace referencia el título.
En Train to Busan, un desastroso virus se expande por Corea del Sur, provocando importantes altercados. Los pasajeros de uno de los trenes KTX que viaja de Seúl a Busan tendrán que luchar por su supervivencia.
Pronto se cumplirá medio siglo del estreno de Night of the Living Deads (George A. Romero, 1968), una modesta película que, si bien no fue pionera en el tema, sí sentó las bases sobre las que se asentaría el posterior subgénero zombie e inauguró una de las sagas más emblemáticas del cine de terror. Un cumpleaños muy especial para una obra rodada con más talento e ingenio que medios técnicos y que sigue aterrorizando a las nuevas generaciones con la misma intensidad que lo hizo con nuestros padres. El boom que siguió después, lejos de ser una moda pasajera, ha extendido su aceptación popular hasta la actualidad, con los “infectados” asaltando cada año cine y televisión a través de innumerables (y de dudosa calidad, en su mayoría) propuestas que, eso sí, han ido sacrificando un poco su faceta más terrorífica para apostar por el espectáculo apocalíptico, desde el instante en que cineastas como Danny Boyle o Zack Snyder dotaron (en un acto de traición a las reglas del juego establecidas) de una mayor velocidad de movimientos y reflejos a estos icónicos seres hambrientos de carne humana en 28 Days Later (2002) o Dawn of the Dead (2004), respectivamente. La angustia que antaño podría crearse con un puñado de muertos vivientes rodeando a unos protagonistas atrincherados en el interior de una casa, hoy palidece ante la visión catastrófica de devastadoras hordas de monstruos arrasando ciudades enteras, siendo War World Z (Marc Foster, 2013) –blockbuster que adaptaba una novela de Max Brooks para lucimiento de las rubias mechas de Brad Pitt– el exponente más excesivo y pirotécnico que se ha visto nunca en la gran pantalla. Pues bien, desde Corea del Sur, un país de comprobada habilidad para facturar pasatiempos de primer orden, como la brillante monster movie The Host (2006) o la distopía futurista Snowpiercer (2013) –ambos dirigidos por Bong Joon-ho–, capaces de rivalizar en igualdad de condiciones con las grandes superproducciones de Hollywood, nos llega Train to Busan (2016), una especie de respuesta asiática a War Wolrd Z que fue muy celebrada en su paso por Cannes y Sitges, donde logró los premios a Mejor Director (Yeon Sang-ho) y efectos especiales.
En el que es su primer trabajo de imagen real tras incursiones en el cine de animación como The King of Pigs (2011) o The Fake (2013) –también premiada en Sitges–, Sang-ho se apoya en una complicada (a la par que emotiva) relación paterno-filial para construir a su alrededor una típica cinta catastrofista de las de toda la vida, de esas que emplean el primer tercio de metraje para presentarnos a la variopinta galería de personajes que, a continuación, se convertirá en pasto de la amenaza. La anécdota argumental es el viaje de 400 kilómetros que se disponen a emprender en el tren KTX Seok Woo (Yoo Gong) –el típico ejecutivo absorbido por el trabajo y que desatiende sus responsabilidades como padre– y su pequeña hija Soo-an (Soo-an Kim), con el fin de que esta pueda visitar a su madre en Busan, como regalo de cumpleaños. Los azares del destino harán que esa misma mañana se comience a propagar por todo el país una fatal epidemia que transforma a sus habitantes en zombies, y que uno de estos seres consiga colarse en el tren, justo antes de que sus puertas se cierren, originando una trepidante lucha por la supervivencia entre los desdichados pasajeros. En los minutos anteriores al estallido de la violencia ya habremos tenido tiempo de familiarizarnos, a grandes rasgos, con un puñado de secundarios, tan arquetípicos como eficaces, como el gigantón Sang Hwa (estupendo Dong-seok Ma, adueñándose de la función en cada escena con su mezcla de brutalidad y ternura) y su esposa embarazada; el encargado de logística sin ningún tipo de moral que no duda en pisar a quien haga falta con tal de salvar su pellejo –siempre tiene que existir este tipo de perfil egoísta y ruin que se gane todas nuestras antipatías–; un vagabundo –la diferencia entre clases sociales es un ingrediente que se atisba entre líneas– que se ha refugiado en el baño del ataque de los resucitados; dos indefensas hermanas de avanzada edad –las equivalentes a la Shelley Winters de The Poseidon Adventure (Ronald Neame, 1972) en este tipo de catástrofes– y un equipo de aguerridos jugadores de béisbol, acompañados de una joven animadora. El guion de Sang-ho acierta a la hora de dotar a cada uno de estos personajes de la suficiente entidad (y convincente evolución dramática) como para que el espectador sufra por la suerte que puedan correr, cuidando el componente humano de su obra y dejando espacio para algunos momentos de fuerte impacto emocional, en medio de tanta escabechina y huida sin tregua.
Train to Busan es un filme honesto, que no deja lugar a engaños ni pretende innovar en un género en el que parece que todo está inventado, poniendo toda su energía en ser una frenética montaña rusa de acción, repleta de situaciones límite y las dosis justas de gore (tal vez menos del esperado). Dos horas de explosivo entretenimiento en las que el ritmo no desfallece ni un segundo, desde la magnífica escena de apertura –ese ciervo atropellado que vuelve a la vida, escalofriante adelanto de lo que está por venir– hasta su adrenalínico clímax final. Al igual que Rompenieves, la película no se resiente, en absoluto, del posible hándicap de que la mayor parte de la acción tenga lugar en el interior de un tren. Por el contrario, los reducidos espacios están utilizados con sabiduría, convirtiendo cada vagón o compartimento en una estancia llena de peligros, una suerte de gincana claustrofóbica y angustiosa, en la que sus responsables se han permitido breves bajadas a tierra firme con las que escapan de la monotonía de los espacios cerrados. En este sentido, el pasaje más espectacular de Train to Busan tiene lugar en una estación aparentemente tranquila que, en pocos segundos, se transfigura en un auténtico campo de batalla entre los muertos vivientes y los pasajeros que esperaban encontrar la ayuda militar. Con la ayuda de unos impresionantes efectos, una labor de caracterización de los monstruos más que notable, y un sabio aprovechamiento de sus decorados, las escenas de acción son todo un prodigio de planificación y creatividad –el inicio de la epidemia en el interior del tren; la emboscada en las escaleras mecánicas; los protagonistas corriendo por las vías detrás del convoy en marcha, perseguidos por un pelotón de voraces zombies–, ofreciendo todo lo que se puede esperar de una gran producción de género fantástico. Así, el filme, todo un hito comercial que ha sido visto por más de diez millones de espectadores en todo el mundo, merece ser reconocido como uno de los exponentes más divertidos, emocionantes y brillantemente coreografiados que el subgénero ha conocido en los últimos tiempos, salpicado de algunas interesantes reflexiones sobre la decadencia de los valores morales en la sociedad actual –ese padre que regaña a su hija por andar cediendo su asiento a las personas mayores–, donde prevalece la ley de la selva y llega más lejos el que más poder económico tiene. (José Martín León – ElAntepenúltimoMohicano.com)
En Submarine, Oliver Tate es un peculiar chico de 15 años que tiene dos objetivos: impedir que su madre abandone a su padre y encontrarse a sí mismo aunque sea a través de una chica.
Como si del diario de un adolescente ensimismado se tratara o como si asistiéramos a la proyección de una película de Super 8 en la que recogiera sus pensamientos, así nos sumergimos en las imágenes de Submarine para intentar comprender a Oliver en su ambiente familiar y escolar. Supone el estreno en la dirección de Richard Ayoade, una comedia dramática que respira espíritu indie, con personajes a medio camino entre el Antoine Doinel de François Truffaut y el Sam que Wes Anderson nos presentara en Moonrise Kingdom. La originalidad de la película llega por su factura y por el tono naïf y melancólico que imprime a la trama, puesto que temáticamente estamos ante otra historia de maduración a partir de la superación de la adversidad, de rectificación que empuja a salir de uno mismo. Oliver es un chico un tanto especial y complicado, solitario e imaginativo que se propone el doble objetivo de enamorar a su compañera de clase Jordana e impedir que se rompa el matrimonio de sus padres. Y como la cosa va de amores, las inseguridades, temores y elucubraciones abundan en unos personajes que sobreviven a los vaivenes emocionales y meteduras de pata.
Son individuos que sienten la soledad de un entorno poco cálido y la insatisfacción de una rutina que les ha sumergido en las profundidades del mar, allí donde el hombre no puede estar porque falta luz y oxígeno. Salir a flote es el reto de Oliver, y hacerlo junto a su familia. Ayoade elige a un adolescente para hacer este retrato irónico y cáustico de nuestra sociedad porque le sirve como ejemplo idóneo de inmadurez y de visión narcisista y problematizada de la realidad, y también de unos sinceros deseos de felicidad. Su voluntad crítica, empero, alcanza al mundo adulto de comportamientos patéticos, si bien hay una mirada comprensiva hacia unos y otros, hasta hacérnoslos entrañables en sus rarezas y debilidades. El director británico libera a todos de sentimentalismo y les dota de una bondad e inocencia natural que desdramatiza las situaciones.
Estructurada en tres capítulos para abordar los objetivos del protagonista en los dos primeros y resolverlos en el tercero, Ayoade nos introduce en su mundo con un prólogo y nos despide con un epílogo tan complaciente como sutil y elegante. Es la voz en off del joven la que nos conduce por una senda de maduración, la que nos adentra en su subjetividad e imaginación con el montaje como recurso estrella para fragmentar una vida desordenada y descompuesta, con un buen repertorio de efectos narrativos y visuales —desde el plano al ralentí al iris o el juego de texturas fotográficas— que logran que el espectador también descienda a las profundidades y sienta la necesidad de esa burbuja de afecto para seguir respirando. Alejada de cualquier dramatismo realista, Submarine opta por el sarcasmo y por unos personajes extravagantes pero de gran corazón, y mira la realidad desde el prisma de quien se asoma tímidamente a la vida y descubre el valor del amor.
Esta sencilla, seca y triste comedia se enmarca en el cine de autor más independiente, con personajes inadaptados y una narrativa fresca, con un uso metafórico del color y sugerentes momentos visuales —los fuegos artificiales, la bañera entre los electrodomésticos, el interior de los puentes—, preciosas canciones de Alex Turner y un punto de locura y otro de simpatía en cada situación. Habrá espectadores que sintonicen y disfruten con su peculiar humor, y otros que no terminen de empaparse de su espíritu mordaz y singular.
En Truman, Julián y Tomás, dos amigos de la infancia que han llegado a la madurez, se reúnen después de muchos años y pasan juntos unos días inolvidables, sobre todo porque éste será su último encuentro, su despedida.
Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión Original, Mejor Actor y Mejor Actor de Reparto (Premios Goya 2015)
El verdadero talento, decía alguien por ahí, consiste en hacer fácil lo difícil, tornar algo complicado en otra cosa, una que hasta parece sencilla y natural. El ejemplo más claro que se me ocurre para ilustrarlo es Roger Federer. El hombre juega al tenis como quizás nadie jugó en la historia, pero hace que todo parezca posible, natural, orgánico. Su magia está en escaparle al show-off, a humillar con la habilidad o a parecer que lo que hace es algo imposible, inhumano y que requiere un esfuerzo y un conocimiento propios de unos pocos iluminados. Pensaba en esto cuando veía TRUMAN. No en Federer, pero sí en Cesc Gay, Javier Cámara, Dolores Fonzi y, especialmente, en Ricardo Darín. Ese cuarteto –más todo el equipo detrás de la película– lograban hacer que algo complicado de resolver y potencialmente muy problemático en términos de resolución, fluyera, emocionara y funcionara de una manera natural, lógica, agraciada.
Me atrevería a ir un poco más lejos. Tal vez sí, tal vez Darín sea una especie de Federer de la actuación. Es esa clase de persona que puede sacar algo mágico de cualquier situación sin necesidad de asombrar con ningún truco y sin humillarnos con su habilidad. Lo hace como si tal cosa, porque le sale, porque no lo podría hacer de otra manera, como si no implicara mucho esfuerzo. Es, casi, como si tuviera una línea directa con la sensibilidad de buena parte del público. Darín conecta. Haga lo que haga (casi sin excepciones, más que en una o dos películas), no parece fallar. No se trata de lucimiento actoral en el sentido más convencional. Al contrario, con el tema que trata esta película cualquier actor de esos con un ego gigante y vitrinas con premios que lustra cada mañana al despertarse habría optado por ventilar todos los esfuerzos y sacrificios posibles que implica hacer el típico rol de enfermo terminal (perder decenas de kilos, el pelo, etc, etc), pero Ricardo no cae en ninguna de estas trampas estrujacorazones.
Lo que hace –y en gran medida gracias a la dirección y al guión de Gay, y a un Javier Cámara que juega al mismo deporte y casi tan bien como él– es ser esa mezcla de tipo querible e impresentable que siempre es, capaz de actitudes repulsivas pero con una sonrisa compradora que nos hace perdonarle casi todo. Claro, tiene un cáncer terminal y un perro tristón y con eso no hay forma que uno no lo quiera, si bien hace todos los esfuerzos por ser un pesado de aquellos. Acaso lo sea, acaso no. Lo que importa es que, a lo largo de las casi dos horas que dura TRUMAN, Darín nos convence de que hay verdades que salen a la luz en una pantalla de cine que nos agarran, desprevenidos, cuando menos lo esperamos. Y que se escapan de los papeles, de los textos, de las previsiones.
Seamos sinceros: no mucha gente se desvive por ver una película sobre un hombre con un cáncer terminal. Y cuando TRUMAN empieza, con sus toses y visitas médicas, uno teme que el asunto va a evolucionar por los caminos más convencionales, la transformación de su protagonista en un santo, en un martir, en un ejemplo de vida. Y no. TRUMAN no es una película sobre el cáncer ni es una sobre un enfermo. Es una película sobre la amistad, sobre el cariño y sobre la comprensión, un drama que intenta convencernos –y lo logra– que lo que finalmente importan son las relaciones, la manera en la que logramos conectarnos con el otro. La muerte, en todos los casos, es siempre una cuestión de tiempo.
Es cierto que a Julián (Darín) le queda menos tiempo que a la mayoría de nosotros. Y de entrada vemos a Tomás (Cámara), su amigo de toda la vida, que hoy vive en Canadá, yendo a visitarlo a Madrid. Julián es un actor argentino radicado allí y el filme será la crónica del reencuentro de estos dos amigos que van a pasar unos días juntos en la que tal vez sea la última vez que se vean. Julián tiene una misión: encontrar una familia que cuide a su perro Truman cuando él ya no esté. Y será esa la excusa argumental del relato. Pero, finalmente, lo importante estará en la relación entre ambos, la de ellos con Paula (Fonzi), la prima de Julián y quien se ocupa de cuidar su salud.
El tema es que Julián no tiene demasiadas ganas de vivir una larga agonía con su cuerpo cada vez más fragil y la lucha ahí estará entre su prima y su amigo –que intentan convencerlo de seguir peleando a toda costa– y su forma más pragmática, sincera pero brutal, de lidiar con sus asuntos. Si bien no es la intención de Gay hacer un recorrido por la vida de su protagonista, lo conoceremos lo suficiente a lo largo de esos pocos días para darnos una idea no solo de qué tipo de persona es, sino de su historia personal y hasta profesional.
Lo que logran Gay y su elenco es que TRUMANjamás caiga en los golpes bajos esperables, tenga muchos momentos de comedia y sea bastante ácida en más de un momento respecto, digamos, al “negocio de la muerte”. Tampoco es el drama inspiracional acerca de un hombre que descubre el valor de la vida cuando está a punto de morirse. No. TRUMAN es una película sobre personas (especialmente una) que, enfrentadas ante una situación trágica, encuentran en el otro (en los otros) lo más parecido a una tabla de salvación. Y también es una película sobre la aceptación: del otro tal cual es y de las malas jugarretas del destino…
No diré que TRUMAN es revolucionaria porque no lo es. Se trata de un drama bastante tradicional en su forma y contenido. Pero, como decía al principio, lo que Gay logra es que con una serie de elementos potencialmente combustibles (enfermedad, perro viejo y tierno, amigos que no se ven, la posibilidad de la muerte inminente) sacar una película humana, digna, tierna y emotiva sin apelar ni a trucos ni a trampas ni a excesivos golpes bajos. Al contrario, la película –y especialmente Darín– parecen hacer lo posible por evitar todo el tiempo los excesos lacrimógenos y es por eso que cuando esas lágrimas llegan se vuelven inevitables y merecidas, una suerte de liberación emocional que sigue al esfuerzo de contenerse. Como cuando uno espera que alguien se vaya para largarse a llorar porque no quiere importunarlo o incomodarlo, cuando las lágrimas llegan en TRUMAN uno siente que se han ganado en buena ley.
Para cerrar, vuelvo a Darín, artífice en buena medida de que la emoción en la película sea contenida, esté matizada por momentos de mucho humor y jamás se sienta forzada. En sus idas y vueltas con Cámara, en la manera en la que reacciona ante las distintas circunstancias narrativas que le toca atravesar a su personaje (ya las verán, preferentemente no adelantar ninguna) está ese genio, ese talento de hacer fácil lo difícil, esa técnica invisible, dominada o gobernada por alguien que entiende algunas cosas del andar por la vida que no muchos logramos entender del todo. Darín ha hecho mejores películas, probablemente (la inmensa EL AURA, acaso, sea su mejor filme y papel) pero muy pocas veces ha dejado en claro, en cada escena, en cada plano, qué es lo que lo convierte en el mejor actor de habla hispana de los últimos veinte o treinta años. En nuestro Roger Federer.
En Opening Night, Myrtle Gordon es una actriz de Broadway que se mete demasiado a fondo en la piel de sus personajes, con lo que eso supone de desgaste personal. Está ensayando una obra en la que encarna a una mujer que se niega a admitir que está envejeciendo. Tras ser testigo de la trágica muerte de una de sus fieles seguidoras, tendrá que enfrentarse al laberinto en que se ha convertido su vida personal y profesional.
Oso de Plata a la Mejor Actriz Festival de Berlín 1977
La película Opening Night de John Cassavetes, que es, como en otras cintas que hemos visto, el autor, director y también colabora como interprete de la misma. Se trata de una obra singular por muchos factores pero tal vez lo mas llamativo es por tratarse quizás de la mas cuidada simbiosis de cine y teatro, no solo por su resultado final sino también por su expresada intencionalidad. Así es: desde la forma de elaboración del rodaje, en la que abundan los planos de las escenas vistos desde el punto de visión de la butaca del espectador, pasando a la visión desde detrás del escenario, o a la de dentro del mismo, todo ello asegura una percepción absoluta y tridimensional del acto creativo y de lo que es una representación teatral, pero a su vez con la magia y objetividad de la cámara de cine.
La interpretación de los actores principales, como suele ser frecuente en este tipo de obras, es impresionante se nota que los actores están enamorados del guión y aman profundamente su oficio, pues por si mismos al margen de escenarios, podrían captar la atención del espectador simplemente con sus diálogos y sin cambios de planos, ósea en teatro puro. Hay que destacar sin duda la increíble interpretación de Gena Rowlands quizás por interpretarse así misma en el papel de una actriz como Myrtle Gordon, y también de un rostro reconocido de otras películas mas comerciales: Ben Gazzara, y la del propio Cassavetes, que al contrario que otro tipo de directores-actores lo hace muy natural en esta obra, olvidándose de que también es el director.
La historia que narra Opening Night trata de las obsesiones del propio Cassavetes sobre el miedo existencial a la vida, concretado al paso del tiempo y a la soledad del hombre, tal vez las dos espadas de Damocles de nuestro tiempo. Para ello utiliza a una actriz como protagonista y representante del ”teatro de la vida”, en una edad critica y la enfrenta a los grandes cambios y miedos de la vida, esto es, a situaciones incontrolables y limitantes, como el paso del tiempo y la vejez, la soledad, la enfermedad, la perdida de belleza, etc… Hay que reconocer que, desde ese punto de vista y en este sentido, por tratarse de sentimientos profundamente humanos, su obra ya es universal.
Lo cierto es que también Cassavetes desnuda en cierta manera su espíritu y nos descubre sus miedos, y se retrata a si mismo, pues en esta obra se olvida en todo momento la referencia trascendente del hombre, … y es que, para cualquier artista, que se supone tiene hiperdesarrollada su sensibilidad y creatividad, y también su capacidad para percibir la realidad con mayor número de matices que el resto de los humanos, carecer de Fe, como dijo Graham Green, debe ser un infierno y tiende a percibirse la vida desde la desesperación. De ahí la referencia continua al alcohol en esta película, con largos y primerisimos planos de los actores tomando e incluso del acto de llenar el vaso de whisky, la filmación del acto de tomar como acción de respuesta y como evasión autodestructiva a los miedos del hombre de hoy. Se podría decir que es este el alcohol el tercer gran protagonista de la película y cuyo papel bien se podrá llamar “desesperanza”,
Al principio de Opening Night la fotografia del primer plano de los ojos de Myrtle Gordon, parece ya anunciar que se trata de un retrato profundamente humano y que busca deliberadamente y casi desesperadamente, como los cuadros de el Greco, expresar su alma. Por lo demás hay que destacar sin duda el juego mágico de lograr que el espectador vea la historia desde dentro, desde fuera y tal vez solo se podría extrañar poderlo ver también desde arriba. En cualquier caso, sin duda por los temas que trata, tan radicalmente humanos y por el retrato que hace de la sociedad y de nuestro tiempo, ya es una obra que entra por si misma, con letras de oro en la historia del arte cinematográfico
Desde pequeños, Leonardo, el novio y la novia han formado un triángulo inseparable, pero cuando se acerca la fecha de la boda las cosas se complican porque entre ella y Leonardo siempre ha habido algo más que amistad. La creciente tensión entre ambos es como un hilo invisible que no se puede explicar, pero tampoco romper. Adaptación de Bodas de Sangre, de Federico García Lorca.
Hay veces que conviene dejarse ahogar. Llegado a un punto, cualquier intento por mantener la cabeza fuera del agua se descubre inútil. Y así ocurre en La Novia. Ni un milímetro de la película de Paula Ortiz está ahí con otro objetivo que no sea arrasar; siempre en el límite exacto entre lo sublime, lo ridículo y lo otro. Su intención es negar al espectador la capacidad de respirar. La directora que ya enseñó de lo que era capaz en De tu Ventana a la Mía, un artefacto extraño de una belleza irrefutable, insiste ahora en confeccionar una narración que, en realidad, no es tal. En sus manos, el verso trágico de Bodas de Sangre adquiere la textura de lo aún más desmesurado, lo hiperbólico, lo demencial. Si ya Lorca jugaba a confeccionar una mitología de un Sur surrealista a fuerza de carnal; Ortiz, dos pasos adelante, juega a «lorquizar» al propio Lorca hasta casi ofender. Y es ahí, en la ofensa, donde la cineasta encuentra su propia voz libre de sustantivos: todo en ella es adjetivo, afectación, simple locura.
Si se quiere, la película se mueve constantemente entre la parodia, la exageración y el éxtasis. Siempre precisa en su declarado intento de abandonar cualquier amago de precisión. En su primer trabajo, el problema era la constante sospecha de que la gravedad de lo narrado se perdía en un ejercicio estético tal vez pueril. En La Novia ya no hay más narración que la propia estética. Todo es excesivo. Más Lorca que el propio Lorca. Puramente Ortiz. Hay que dejarse llevar, dejarse ahogar
En The Duke of Burgundy, la pasión de una mujer por el estudio de las mariposas y las polillas pone a prueba la relación con su amante. Día tras día, Cynthia y Evelyn interpretan un provocativo ritual que que consiste en castigar a Evelyn con una sesión de placer y sadomasoquismo fetichista. Cuando una de las dos desea una relación más convencional, entonces la obsesión erótica de la otra se convierte en una adicción incontrolable.
Entre el vuelo onírico de dos polillas recorriendo un paisaje pintado por Paul Delvaux y el humor retorcido y sistemático de un hipotético entomólogo capaz de escribir una enciclopedia de lepidópteros imaginarios florece The Duke of Burgundy, una de las películas más hermosas, enigmáticas, elocuentes y heterodoxas que llegan a la cartelera de este verano. Tercer largometraje del británico Peter Strickland, The Duke of Burgundy convoca un personalísimo repertorio de referencias –de Fassbinder a Stan Brakhage, pasando por Juraj Herz y Luis Buñuel- en una cámara de ecos levantada en explícito tributo a las más hipnóticas manifestaciones del cine de Jesús Franco. La película supone una inmersión radical en las aguas más profundas de un cine del inconsciente, fundamentado en una absorbente experiencia visual trenzada entre texturas fetichistas, juegos de espejos y delicadas superposiciones, sin erradicar una cierta distancia irónica que aflora en recursos expresivos –el uso de maniquíes entre el público de las conferencias científicas- y sutiles bromas metatextuales –de la falsa marca de perfume en la deslumbrante secuencia del título a la presencia de un “human toilet consultant” (asesor de lavabo humano) en los créditos finales-.
Todo transcurre en el espacio (supuestamente) utópico del deseo: una comunidad de entomólogas lesbianas, sin ninguna presencia masculina en el horizonte, en cuyo seno las protagonistas –Cynthia y Evelyn – mantienen una relación sadomasoquista con los respectivos roles de Ama y criada. El pacto de dominación y sumisión entre los dos personajes no tardará en revelar su naturaleza paradójica, en lo que supone una reconocible constante en las ficciones BDSM, pero el verdadero propósito de Strickland se va haciendo evidente de manera mucho más progresiva. The Duke of Burgundy habla de la fantasía erótica como puesta en escena y de su fragilidad cuando se confronta con las exigencias de toda rutina doméstica, pero, al final, este mundo extrañísimo y, en apariencia, remoto, inmortalizado en imágenes inolvidables, elevado a través de un exquisito diseño de sonido –completado por la sobresaliente banda sonora de Cat’s Eyes-, se descubre como feroz espejo enfrentado a las ambigüedades y contradicciones de toda relación de pareja, entendida como perpetuo espacio de negociación y claudicación.
Perfeccionista y cerebral, lúdico pero sin perder nunca las formas, Strickland –quizá el director británico contemporáneo más osado junto a Ben Wheatley, aquí productor ejecutivo- logra una película única que, recorriendo los laberintos del extrañamiento, desemboca en reconocible verdad universal.
Cuando India Stoker, una adolescente, pierde a su padre en un trágico accidente de coche el día en que cumple 18 años, su vida se hace añicos. Su impasible comportamiento oculta profundos sentimientos que sólo su padre comprendía. Su tío Charlie, cuya existencia desconocía, aparece por sorpresa en el funeral y decide quedarse una temporada en casa de India y de su inestable madre. Aunque al principio desconfía de él, pronto se da cuenta de que tienen mucho en común.
El coreano Park Chan-wook se suma, con Stoker, a la larga lista de cineastas extranjeros que se pasan a Hollywood. A la vez, siendo un realizador con marcas estilísticas muy fuertes, los resultados no son del todo despreciables sino, más bien, extraños, lo que transforma a esta película en un curioso híbrido que vale la pena analizar. Famoso, básicamente, por Oldboy, Park se puso al mando de un filme que uno podría describir como una cruza de filme de terror, melodrama de los ’50 y película de suspenso hitchcockiana. Pero esa descripción no lograría transmitir la casi bizarra especificidad de este material y de la forma en que está manejado.
India Stoker (Mia Wasikowska, en plan chica deprimida y conflictuada) acaba de perder a su padre en un accidente automovilístico. Su madre, Evelyn, con la que nunca se llevó bien, vive con ella en una gran casona. Hasta allí llega Charles (Matthew Goode), un tío que India no había visto en muchos años (de hecho, ni sabía de su existencia), que de la nada se instala en la casa, provocando una división aún más fuerte entre madre e hija, ya que este misterioso hombre parece tener ojos para las dos. Así, mientras Park se regodea con pirotecnias visuales, juega con formas y colores y planta escenas sangrientas y eróticas, intentando transformar la historia en un mix de figuras hitchcockianas, con The Shadow of a Doubt como la más clara influencia, en un escenario propio de un melodrama de Douglas Sirk (Sirk + Tim Burton, tal vez), se va desarrollando esta historia de intrigas, suspicacias y suspenso.
Charles ayudará a India a lidiar con agresiones en el colegio, pero también seducirá a la muy necesitada Evelyn, mientras en paralelo algunos personajes secundarios empiezan a desaparecer misteriosamente. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué actúa como actúa? ¿Cómo resolverán madre e hija la tensión cada vez más extrema a la que llegan por su culpa? Viendo Stoker uno a veces tiene la impresión de que se trataba de un guión más o menos clásico de terror y suspenso, y que Park tomó la decisión de darle un fuerte toque autoral, alejándolo de las rutas estéticas convencionales. Uno nota que la trama no es muy original ni fuera de lo común y, a la vez, lo que no se puede dejar de notar es que el director quiso ponerle su marca, a veces de forma lograda.
Triángulo con manipulaciones varias y cruzadas para una película extrema, embriagadora, perturbadora, llena de escenas notables… y de las otras. No estamos -claro está- ante una obra maestra, pero sí ante una clase sobre técnica cinematográfica a cargo de un verdadero genio en el terreno de la elaboración estética.